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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
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Cuando el Carnaval del País baila no hay extraños en el Corsódromo ni en la ciudad

Cuando el Carnaval del País baila no hay extraños en el Corsódromo ni en la ciudad
Dos acontecimientos culturales, el Carnaval del País -organizado por los clubes-, y los Corsos Populares “Matecito” -organizado desde la Municipalidad con los barrios- dan una ferviente pauta del vigor que tiene la celebración de la alegría en la ciudad.
Estas actividades –que todos los años actualizan sus mensajes- conforman una fecunda tradición de la sociedad gualeguaychuense y se transforma –todos los veranos- en uno de los mayores atractivos de la temporada.
Lo fundamental es que Entre Ríos no pierda sus fiestas provinciales. La afirmación podría pertenecer a cualquier funcionario público, pero en rigor pertenece al imaginario colectivo de los ciudadanos, que viven cada fiesta como una gran oportunidad para los encuentros.
El Carnaval del País reanudó este año una de las mayores fiestas que alimenta el sano orgullo colectivo de Gualeguaychú. Esto es posible por el gran trabajo que llevan adelante los clubes a través de sus comparsas, con la pasión que los jóvenes tomaron generacionalmente esta posta, por la alianza virtuosa entre el Estado y el sector privado y la red de servicios que se activa cada verano con cada uno de los operadores turísticos de la ciudad y la región.
Pero detrás de lo que se ve cada sábado, hay como mínimo un año previo de arduo trabajo en los talleres, donde se movilizan a cientos de artistas y donde la dirigencia dedica innumerables gestiones, casi todas a tiempo completo.
Con una inversión total de aproximadamente diez millones de pesos, según estimó el presidente de la Comisión del Carnaval, José “Yanito” El Kozah, el espectáculo se monta con la participación de casi 800 artistas en escena, con un seguimiento de espectadores fieles y los grandes auspiciantes que encuentran en esta fiesta una plataforma formidable para difundir sus productos.
Al confrontar la generosa fórmula integral del Carnaval, con sus inversiones genuinas y los subsidios por parte del Estado, la propuesta artística hace olvidar por unos momentos todos los obstáculos. Y como corolario de todos estos esfuerzos, durante el año gran parte de lo producido en el Carnaval se lo destina a solventar las escuelas que cada club ha sabido fundar y que son un faro para la educación en la ciudad.

El júbilo y el público

El Carnaval es un producto que atrae al turismo internacional, pero su identidad no es exportable aunque su estética se alimente en el cruce de las diversas artes. Su atractivo reside justamente en la identidad local que forma parte de este espectáculo, que los sábados del verano pareciera dirigir todas las actividades, para concentrar la mayor atención en el antiguo predio de la vieja estación de trenes.
Ni el mercado contemporáneo ni la tecnología de vanguardia pueden prescindir del ancestral ritual que implica esta celebración que es al mismo tiempo un genuino intercambio colectivo. El carnaval es encuentro.
Los trajes del Carnaval tienen en sus diseños motivos que invitan siempre a transitar por las sensaciones. ¿Qué otra cosa es la seducción?
La desnudez en el Carnaval viste el alma. Esa desnudez no es sinónimo de escasez o de despojo, sino de seducción, de plenitud. La desnudez es parte del vestuario que busca su semejanza en el reflejo de los cuerpos, pero también de los espíritus.
Algunos de esos cuerpos –no todos- tienen los signos del proceso fabril y casi mecánico del gimnasio. Pero otros, son huellas inconfundibles de una naturaleza que ha moldeado la belleza como un haz de luz, que inspira diversas sensaciones como un atado de luminosos estremecimientos.
Y esa inspiración enardecida y provocada se confirma en los movimientos sutiles y voluptuosos de las pasistas, en ese ritmo tan personal que acentúa el diálogo cultural de África con América. Los taconeos en la pasarela son una forma de cantar, tienen fraseos. Allí se descubre otra poesía, la que sonríe a la par del ritmo y la danza, diciendo lo suyo a través de los parches de las batucadas.
De pronto… un silbato convoca a la atención. Las miradas en el Corsódromo buscan a la figura esbelta de la pasista. Una multitud de parches la convocan y ella suelta todo el Carnaval que no le entra en ese cuerpo y que hace estallar a las tribunas.
La pasarela no es una vidriera. Todo se muestra pero no es un espacio para la exhibición. Es, en todo caso, la exposición de una estética, donde acontece la revelación de la belleza y el descubrimiento de esas sensaciones que permiten vivir como algo propio el ritual colectivo de la alegría.
Es el tiempo del espacio delirante, pero no hay cabida para perder el sentido del intercambio. Si este es un tiempo donde el autismo se manifiesta como un signo de lo contemporáneo, entonces el Carnaval se presenta para impedir que seamos privados de los sentidos.
En la Ciudad de los Artistas, los ecos lejanos del Corsódromo también hacen bailar y vibrar a quienes deambulan por los parques y avenidas casi deshabitadas. Por ejemplo, alguien puede estar sentado en un punto impreciso de la Costanera. Se sentirá atraído por los sones del Carnaval. Con su mirada dirigida hacia la vieja estación de trenes. Y encontrará también su oportunidad perdida. Entonces, sonreirá y se dejará conducir por esos ecos lejanos. Es que toda la ciudad vive el Carnaval. La belleza y el júbilo se manifiestan en todos sus rincones y todos los habitantes se hacen públicos.
En el Corsódromo es fácil reconocer al viajero. A ese forastero. Algunos lo llamarán turista, como si fuera un linaje. Para todos son extraños que están aquí y su presencia valoriza la singularidad del vecino.
El Corsódromo no es un decorado, es un espacio donde se potencia lo mágico. Por eso la ciudad no es hermética para ese extraño. Y simultáneamente la ciudad se convierte en otra para el vecino.
Entre ese visitante viajero y el vecino hay puntos de contacto. Llegan al Corsódromo, a la arena de la celebración, para constatar sus propias expectativas de estímulos. Y si es posible ambos retienen la prueba con una fotografía. Los flashes de las cámaras dan testimonio de esta necesidad de ir hasta “allí” para vivir el “aquí y el ahora”.
Desde que el mundo es mundo el hombre ha viajado. No siempre ha sido turista. Ha sido extranjero incluso en su propio territorio. Entre los viajeros encontramos al peregrino, al que busca una iniciación, al artista, al comerciante, al mercenario, al exiliado, al vagabundo… Todos dejan en los caminos sus huellas. Son como mojones de orientación para recordar a los “otros” la ubicación exacta de la ciudad del Carnaval, donde los vecinos se transforman en artistas.

Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO


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