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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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India, un final inesperado

India, un final inesperado

Es domingo 15 de marzo en el subcontinente indio. La temperatura y el viento son agradables. En la playa de Alleppey solamente hay gente local. Las mujeres, vestidas con coloridos saris, conversan sentadas en la arena. Los hombres, casi todos con pantalón largo, hacen una ronda e intercambian risas.


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Un grupo de niños juega al cricket y otros hacen un picado en la arena. Despreocupado, doy un paseo por la orilla del Mar de Arabia. Mi condición de viajero, lejana a lo que es la vida cotidiana, no me permite sentir la nostalgia que despiertan los domingos por la tarde.

 Para matar el tiempo, decido visitar el Museo del Faro de Alleppey. Al llegar, una nota impresa cuelga en la puerta de entrada: “Por la amenaza del coronavirus, y por orden de las autoridades, este museo permanecerá cerrado hasta nuevo aviso”. Desde afuera, como cumpliendo con una rutina, saco una foto del faro, la última que haré en la India.

Regreso por la orilla del mar y me detengo a conversar con una chica que viene caminando. Es francesa, la única mujer occidental en toda la playa. Hablamos de lo surrealista que es todo lo que está pasando. Me cuenta: “Hoy salí a pasear en bicicleta. En dos ocasiones unos indios me pararon para decirme que debía estar confinada”. Molesta por la manera en que la trataron, dice: “Siento que toda la gente me mira como a un bicho raro”. Conversamos unos minutos más, y nos despedimos con la idea de seguir hablando más tarde.

Regreso a mi hostal y, quizás como producto de la sugestiva conversación, comienzo sentir que soy un sapo de otro pozo. En el trayecto, un hombre me mira a los ojos, como si yo estuviera en el lugar equivocado. Me encierro en la habitación y me dedico a leer las noticias. Por primera vez siento angustia ¿Qué consecuencias finales tendrá todo esto?

Más tarde, una amiga que está confinada en su casa, me escribe: “Estamos patas para arriba, el mundo se cae a pedazos y la gente manda videos con chistes de todo esto que está pasando”. Le digo: “Ponernos dramáticos nunca nos ha servido para nada, amiga mía. Es verdad que los teléfonos celulares nos han vuelto un poco idiotas. Pero el sentido del humor es una de las pocas armas que nos quedan”.

Al rato, el propietario del hostal golpea a mi puerta para informarme: “Nos acaba de llegar una orden del gobierno de India. Todos los extranjeros deben permanecer confinados durante dos semanas. Si sales a la calle podrías tener problemas con la policía”.

El propietario se marcha, y mi imaginación, tantas veces traicionera, proyecta un coronavirus que se esparce por la India como un reguero de pólvora. Pienso en esos trenes que van atestados de gente, el hormiguero que son los templos hinduistas, o las multitudes que viven en Bombay o en Nueva Delhi. Imagino a los hospitales colapsados con miles de infectados, y lo que sería de mí si terminara enfermando. La intuición, esa voz que algunos llaman ‘el dios interior’, me dice que me vaya.

Antes de cenar, me escribo con Ayaka, una japonesa que también viaja por la India. Está perdida tratando de interpretar los diferentes rumores que se escuchan en la calle, en los restaurantes, o en el hostal en donde se aloja. Le aconsejo: “Tomate todo con pinzas. Hay mucha gente que con tal de no decir que no sabe algo, es capaz de inventar cualquier respuesta”.

A la mañana siguiente, leo noticias devastadoras de España e Italia. Matías, un amigo que vive en Kuala Lumpur, me escribe: “No dudes en venirte a Malasia. Si en India se llega a propagar el virus, puede ser una catástrofe”. Súbitamente decido marcharme. Armo mi mochila, pago la cuenta y salgo para la terminal de colectivos. De camino, me cruzo con un europeo que me dice: “El transporte público está vedado para los extranjeros. Tendrás que viajar en taxi”. Camino unas calles más, y me encuentro con otro viajero que lleva barbijo y que va hacia la estación de tren. Me comenta: “Entiendo que se puede viajar en transporte público, pero te recomiendo que si no tienes mascarilla, te cubras con algo”. Improviso un barbijo con un pañuelo que me cubre la cara. Me miro en una vidriera y parezco un activista del movimiento antiglobalización.

 En la estación de colectivos de Alleppey, hay cinco policías interrogando a cualquier extranjero que esté por viajar. Me preguntan de dónde soy (“¡Oh Messi!”, dice uno de ellos), cuánto tiempo llevo en la India y si tengo algún signo o síntoma de la infección. Ante mis respuestas, me dicen que puedo continuar y me regalan un barbijo para viajar hasta Kochi.

Ya en Kochi, viajando hacia el aeropuerto, caigo en la cuenta de que me estoy yendo de la India. Quién sabe, pienso, si alguna vez volveré a este país tan diferente a lo que se cuece en el resto del mundo. Horas más tarde, minutos antes de subir al avión, Matías me escribe: “Has tenido mucha suerte, este miércoles Malasia cierra sus fronteras”.

Subo al avión sin saber si mi decisión ha sido la correcta. Nunca voy a saber que hubiera pasado si me quedaba en la India ¿A dónde irán a parar todas las experiencias que me estaban esperando? Me toca el asiento del medio, entre un indio a mi derecha y un chino a la izquierda. Con los barbijos puestos, ajustamos los cinturones y ponemos los respaldos en posición. Al cabo de un minuto, una dulce voz asiática dice por un parlante: “Welcome on board ladies and gentlemen, our next destination is Kuala Lumpur…”.

 

 

 

 

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