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Opinión

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La igualdad de todos los pobres

La igualdad de todos los pobres

La igualdad es un añejo ideal. Su búsqueda debe ser incesante, aunque de antemano sabemos que es una utopía. Se debe persistir en encontrarla porque las quimeras son más que buena salsa para la vida. Son, en rigor, estímulos para crear, innovar, bucear dónde está lo nuevo.


Por Alberto Asseff

(Colaboración)

 

Hay tres igualdades. La de oportunidades, la que nos equipara para abajo y la que nos empareja para arriba. En verdad, la de oportunidades es hermana gemela o, dicho de otro modo, interactúa con la que apunta al equilibrio hacia el estadio superior.

La pobreza puede ser transitoria o estructural. La Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX se distinguió como la nación de mejor comportamiento en el hemisferio sur del planeta en materia de movilidad social. Criollos o inmigrantes desposeídos, trabajando lograban moverse a la clase media en menos de una generación. Un fenómeno social formidable que hizo del nuestro un “país promesa”, al buen decir y mejor pensar de Ortega y Gasset. No hubo pensador de ese primer tramo del siglo  XX que dejara de identificarnos como la nación con más futuro de todo el orbe. El francés Clemenceau y el inglés Toynbee, para mencionar a dos de los más eminentes.

¿Qué factor los inducía a sostener esa prospectiva? Si tuviésemos que encontrar la principal causa, no existe duda en que era la extraordinaria movilidad social ascendente de la Argentina de hace un siglo.

En algún momento de nuestro devenir ese movimiento ascensional se estancó para paulatinamente revertir su dinámica. La Argentina socio-económica comenzó a derramar más pobreza que prosperidad. No interesa puntualizar en qué instante – letal – comenzó ese degradante proceso. Cualquier fecha que pongamos podría ser motivo de un reproche partidista y así distraernos de la cuestión central de estas líneas. No aspiran estas notas a enrostrar a ningún sector en especial, sino a subrayar la responsabilidad común de nuestra nación que en una encrucijada de su historia tomó el rumbo decadente. Que, con pequeños vaivenes, prosigue hasta hoy.

La declinación nacional tiene nombre y apellido: nos transformamos en país-fábrica de pobres desplazando al país anterior que febril y pujantemente producía argentinos plenos de genuinos derechos y de bienestar o perspectivas de obtenerlo. Prerrogativas que el Estado no regalaba, sino que eran el resultado del trabajo. Que, por supuesto, el Estado alentaba con reglas virtuosas e incentivadoras de todo el circuito benéfico de ahorro e inversión, trabajo y producción.

El punto fatal de nuestro desplome como país prometedor, con regocijo por el futuro – todo lo contrario, en un llamativo claroscuro, de la abrumadora incertidumbre que hoy nos atormenta-, lo signa la etapa en que la pobreza dejó su índole transitoria para cristalizarse como un segmento indeseado de nuestra sociedad.

Ahí, en ese momento nefasto, la mala política vio la veta del aprovechamiento electoral de la pobreza. En lugar de empeñarse en erradicar esa estructura malsana, se decidió a usarla. Así, cuanto más ancha sea la franja pobre del electorado – sumado a la creciente ignorancia fruto venenoso de la caída de la calidad educativa – más perdurable es y será su entronización en el poder.

Es esa miopía – o esa perversa mirada – la que se empecina en ampliar los planes asistenciales en lugar de crear las condiciones para que la economía privada se despliegue creando trabajo. Hemos arribado así a una situación de vulnerabilidad, de labilidad, de nuestro país con más asistidos que trabajadores, incluidos los no registrados. Una ecuación insostenible.

Como estamos en medio de una doble pandemia – sanitaria y económica – se debe deslindar claramente que un ingreso o bono o como se lo llame para la emergencia de los más necesitados está absolutamente al margen de nuestra censura al asistencialismo como método para empobrecernos definitivamente.

Están buscando la igualdad para abajo, una equiparación tenebrosa. Están aspirando a extender la pobreza. Si esta aseveración suena exagerada, lo diremos de otro modo: yerran. Así como van nos empobrecerán a todos y ‘todas’. Uso los dos géneros –innecesarios en nuestra espléndida lengua – ahora sí para ponerle marca política a esta deplorable estrategia del pobrismo como vía hacia la igualdad.

Una igualdad empobrecedora que nos está transformando en una rareza planetaria: un poderoso país fallido. Un mayúsculo contrasentido. Una irracionalidad producto de una pésima política ejecutada por actores de una manifiesta mediocridad. El calificativo más leve, obtusos y mezquinos.

Es hora de un movimiento socio-político contracultural que troque – ¡por qué no decirlo con su nombre, cambie! – este atajo hacia el abismo.

Para reparar, amparar y proteger a los pobres hay que adoptar el rumbo de la prosperidad sin tenerle miedo a las libertades, incluida las económicas. 

El engaño de fabricar pobres en nombre de políticas públicas que los ayuden ha quedado desenmascarado. El fracaso es prueba irrefutable. Es urgente virar el rumbo, Me atrevo a decir que hay que pegar un calculado volantazo.

 

(*) El autor de este artículo es diputado nacional de Juntos por el Cambio. 

 

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