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Diario El Argentinosábado 20 de abril de 2024
Opinión

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El nudo argentino

El nudo argentino

 La Gran Depresión limó en buena medida las aspiraciones populares.


 

Por Pablo Gerchunoff (*)

 

Fuera de la utopía de la libertad, sea en su versión moderna, sea en la versión pastoril y nostálgica de Martín Fierro, hay dos utopías argentinas que son utopías populares, aunque alguna vez hayan sido construcciones de las élites. La utopía de la movilidad social y la utopía de la justicia social. No son abstracciones. Cada una de ellas se encarna en algún momento de nuestra historia. O en varios momentos de nuestra historia.

Parecen lo mismo pero no son lo mismo. La utopía de la movilidad social permea hacia abajo más de lo que se supone pero es, predominantemente, una utopía de clase media, relativamente autónoma del Estado, vinculada al progreso individual y a la modernización colectiva, y su sujeto clásico, aquel con el que emocionalmente nos vinculamos, son los inmigrantes del Centenario; la utopía de la justicia social es una utopía de las clases trabajadoras y, últimamente, de los sectores informales, más dependiente de la intervención pública. En este caso su sujeto clásico, aquel que nos evoca una bisagra de la historia, son los obreros industriales de los años 40. La “edad de oro” de la movilidad social fue la gran expansión exportadora, desde Roca hasta Yrigoyen, los años de aquella sociedad de frontera en la que muy pocos se quedaban estancados en el mismo lugar. En la etapa industrial renació como una breve promesa durante los años sesenta desarrollistas, inaugurados por Frondizi. En la etapa pos-industrial, conoció otra breve pero frustrada promesa durante los años 90, “el hecho maldito del país peronista” que terminó sin movilidad social, sin justicia social y con alto desempleo. La “edad de oro” de la justicia social la recordamos fácilmente: fue el peronismo de Perón, y su vital y persistente reedición fue el kirchnerismo.

Alejando la lente, movilidad social y justicia social parecen intersectarse, y de hecho resulta incomprensible que no se hayan intersectado salvo para breves períodos, que no se hayan combinado más persistentemente, como se combinaron en otras latitudes. Sin embargo, la ausencia de intersección en Argentina se explica, y esa explicación tiene resonancias conceptuales: movilidad social significa crecimiento, competencia, innovación, flexibilidad de la economía y sus instituciones, trabajadores cuyos hijos se convierten en profesionales o empresarios, empresarios que se expanden; justicia social significa salarios altos, protección económica, protección social, dignificación de los desposeídos, empresarios que progresan en sociedad implícita o explícita con el Estado en una comunidad más orgánica. La movilidad social contiene una ética de la paciencia y del esfuerzo; la justicia social contiene una ética de la reparación inmediata de las heridas sociales.

Son dos mundos, cada uno con su propia legitimidad y su base electoral y política. El hecho significativo es que, a diferencia de otros países, Argentina no ha sabido encontrar la fórmula para firmar un tratado de paz entre ambos. ¿Habrá en el futuro un liderazgo político que la encuentre?

Desde mediados de los años 40, la utopía de la justicia social se ha convertido en una visión predominante, en un sentido común, aunque ciertamente esa visión y ese sentido común hayan sido desafiados ocasionalmente en las urnas y en la política práctica. Pero lo que me interesa destacar es que desde mediados de los años 70, salvo por episodios coyunturales, hemos perdido movilidad social y justicia social. Las utopías han resistido el paso del tiempo, pero sus conexiones con la vida material y cotidiana se han ido esfumando. Y la causa de esa desconexión es que hemos perdido un patrón de crecimiento y no lo hemos reemplazado por otro. En consecuencia, la sociedad y la economía argentinas están bloqueadas, ya no sólo en conflicto. El viejo patrón de crecimiento de la expansión exportadora lo perdimos hace mucho tiempo, cuando se agotó la frontera agrícola, y más tarde eso se combinó con la Gran Depresión. Cayeron precios de nuestras exportaciones y perdimos mercados para nuestras exportaciones. El patrón de crecimiento de la industrialización protegida, que en un principio le daba sustento a la justicia social, lo hemos perdido en esos años 70, cuando la sustitución de importaciones ya no tuvo jugo para dar.  El año 1975 fue su final, en medio de una hoguera inflacionaria como nunca se había conocido antes.

Sin embargo, hay un rasgo diferente entre el ocaso de los años 30 y el ocaso de los años 70. La Gran Depresión limó en buena medida las aspiraciones populares, quizás porque esas aspiraciones no tenían soportes institucionales –ni democracia plena, ni partidos políticos, ni sindicatos fuertes– que las hicieran perdurables. El activismo reivindicativo de  aquellos nuevos trabajadores industriales que cobraban protagonismo en la estructura social fue construyéndose muy lentamente, canalizado modesta y acotadamente por el Partido Comunista, hasta que llegó el fogonazo del peronismo y ocupó el centro de la escena en nombre de un anticomunismo justiciero. En el segundo caso, las aspiraciones populares no se limaron nunca, ni después de la caída del peronismo ni después de los años 70, ya con la economía desnortada, sin rumbo. Los salarios reales percibidos como normales por las clases trabajadoras –no los que efectivamente cobraban– quedaron demasiado altos para recuperar exportaciones o saltar a una sustitución de importaciones más innovadora y menos protegida. Lo que siguió fue entonces un conflicto entre las aspiraciones populares y una Argentina productivamente lánguida y poco competitiva. Eso es lo que solemos llamar conflicto distributivo estructural, un concepto en el que la palabra “estructural” denota, probablemente, una excepcionalidad argentina. Fuente: (El Diplo).

 

 

 

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