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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
Opinión

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Vamos a sobrevivir al coronavirus y el mundo no se alterará demasiado

Vamos a sobrevivir al coronavirus y el mundo no se alterará demasiado

Por Germán Moldes


 

Todas las mañanas, desde el espejo del baño, una vocecita interior que tratamos de desoír sin éxito nos interpela: “¿Qué pasó? ¿Por qué estamos pasando por esto?". Mientras otra voz más grave y queda, con acento abatido, abomina de la fortuna por habernos hecho aterrizar en tiempos tan dramáticos y desgraciados: “¡Qué mala época me tocó vivir! ¿Cómo y cuándo saldremos de esta calamidad?” .

 

La humanidad ha sobrevivido a devastaciones y estragos –el diluvio universal, el impacto de un gigantesco meteorito, cuya huella aún se ve en Siberia, guerras de todo tipo, matanzas indiscriminadas, masacres espantosas– y tanto el planeta como la especie humana seguirán su curso más o menos como hasta ahora. Por supuesto que habrá cambios, como siempre los hubo: algunos para bien, otros para mal. No podría ser de otro modo cuando, al estar vivo el universo que habitamos, esas mudanzas son inevitables y nadie puede aventurar que el fin está próximo ni que el azote de la plaga resultará gratuito. Tanto los que preconizan la catástrofe inminente como los que, por posar de optimistas, se obstinan en un negacionismo tan cerril como obtuso pueden estar equivocados.

La aparición de la especie humana es relativamente reciente: desde que bajamos de los árboles para ganarnos la vida como podíamos frente a animales más fuertes y rápidos que nosotros, lo lógico hubiera sido que nos extinguiéramos como tantas otras especies. Pero no solo sobrevivimos sino que en algunos miles de años el que ya era “homo sapiens” hizo los dos mayores descubrimientos de la historia: la agricultura y la escritura. La primera le ha permitido producir alimentos sin depender de la caza, siempre esquiva, siempre peligrosa y la segunda lo habilitó a transmitir las enseñanzas adquiridas a través del estudio y la experiencia durante toda una generación como patrimonio invaluable para la supervivencia de las siguientes. Desde entonces no hemos parado de crecer y progresar, de sumar desarrollo, conocimientos, técnica y confort para mejorar nuestra vida sobre la tierra y hacer más rica y valiosa la herencia que dejaremos a quienes nos sigan. No debe pues llamarnos la atención que últimamente los alumnos sepan más que los docentes, pues ellos han nacido en un mundo virtual que los ayuda a aceptar con naturalidad este inexplicable contrasentido de nuestra existencia que, de pronto, ha quedado al desnudo: el rey de la creación, el que dominó las tinieblas, el que surca los cielos y patrulla los profundos abismos marinos está totalmente a merced de sus seres más insignificantes.

Pero nos guste o no, este es el tiempo que nos tocó vivir. Y cuando digo “nos tocó” me vuelve a la memoria ese fragmento de La Ilíada que narra el encuentro entre el rey Priamo y Aquiles, el asesino de Héctor, su hijo más querido. He ahí un padre que hace el colosal esfuerzo de transitar tan amargo momento con dignidad suprema, digiere como mejor puede su inmenso dolor, renuncia al odio y a la venganza y ambos –doliente y asesino- recuerdan que Zeus, sentado a las puertas de su olímpica morada, mientras observa el desfile de las almas de los mortales, hunde sus manos en dos toneles que tiene a ambos lados de su trono y les arroja puñados de esos contenidos sin orden ni concierto. Uno contiene los bienes y el otro los males. Eso es el destino: la carga que arrastramos durante toda nuestra existencia sin poder cambiarla o ponerle fin. Aquel a quien Zeus se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres. Ese es el “cliente ideal” para personaje de tragedia.

Es que para los antiguos griegos la vida humana está marcada por el conflicto entre fuerzas que no somos capaces de controlar. ¡Quién podría no conmoverse al ver a Agamenón obligado a sacrificar a su hija Ifigenia para que los vientos impulsen a las naves aqueas hacia Troya! ¿Quién no compartirá la desolación de Edipo, cuando el ciego Tiresias le revela que él es el responsable de la peste que asola Tebas por haberse casado con su madre y asesinado a su padre? ¿Cómo no admirar a la piadosa Antígona que sabe que su empeño por enterrar a su hermano desafiando la prohibición del rey Creonte va a costarle la vida? En la tragedia no hay buenos ni malos, no existen referencias morales ni certezas que guíen las acciones. La vida de los hombres está sometida a los designios de los dioses que pueden torcer la voluntad de los mortales o empujarlos a un destino nunca imaginado.

Esas son las leyes del acaso, pero desde aquel lejano día en que comimos la fruta prohibida de la sabiduría aprendimos que, en realidad, no existen los “viejos buenos tiempos”. Todos fueron malos y todos fueron buenos. Cada generación que se vio envuelta en estos infortunios tuvo que luchar, sufrir y también llorar con impotencia el ver cómo sus esfuerzos no bastaban a mitigar tristezas y dolores ni a impedir que partieran, sin remedio ni retorno, algunos de sus seres más queridos.

Pero resistieron, entendieron qué era lo que estaba en juego, tomaron todos los cuidados y prevenciones que su época les ofrecía, forzaron los tiempos de la ciencia y sin reparar en esfuerzos ni sacrificios depusieron celos y querellas y, agotadas las invocaciones y los rituales, alumbraron desde antiguo prácticas, sustancias, pócimas, drogas, remedios y finalmente vacunas, para ahuyentar a la muerte y aliviar a los hombres de los rigores del flagelo. La humanidad nunca se rindió ante la adversidad.

Nosotros no lo haremos ahora.

 

El autor fue fiscal ante la Cámara Federal

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