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Días finales en Malasia

Días finales en Malasia

La grandiosidad de las Torres Petronas, diseñadas por un arquitecto tucumano, reflejan la idea de que en la vida no hay límites.


 

Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Hace cuatro días que no llueve en Kuala Lumpur y una repentina tormenta monzónica arroja una tromba de agua contra el asfalto. Por el aire flota una bruma que humedece el aire que nos rodea. Bajo el toldo de un bar tomamos un café con leche como merienda. Después de más de dos meses de aislamiento los clientes parecen tímidos y contracturados. Las mesas tienen cruces que marcan los lugares que no se pueden ocupar. En eso, dos policías sacan fotos a los que estamos afuera y adentro del local: controlan que el bar respete el tope máximo de aforo.

Mientras la lluvia cae, converso con Matías, mi amigo cordobés afincado en Malasia. Comentamos sobre cómo el catolicismo llegó a Asia. “Fue un jesuita nacido en Navarra quien lo trajo. Se llamaba Francisco Javier y murió en la China”, dice Matías.

Después de recordar el paso del misionero por India, Malasia, China y Japón sacamos algunas conclusiones. “Esos tipos tenían cojones: era pleno siglo XVI y se lanzaban a lo desconocido sin internet, ni guías de viajes, ni traductores, ni seguros médicos, ni teléfonos”, comenta Matías otra vez. “Con las facilidades que se tienen hoy, nuestros viajes son como ir a un parque de Disney”, agrego yo.

 Es viernes por la noche y con Matías y un español cenamos en el ‘Concubine’. Al entrar nos toman la temperatura y nuestros datos personales. “Llevamos un registro de las personas que entran.

Ante un posible caso de Covid podemos comunicarnos con todos los que estuvieron aquí”, dicen en la puerta. El restaurante es un crisol de razas y las mesas tienen aforo máximo para dos o tres personas. Pedimos algunas tapas y mis compañeros de mesa hablan de negocios. Al marcharnos la encargada del lugar nos pide un taxi: “Tengan cuidado, a veces a los blancos les cobran de más”.

 Es sábado por la tarde y un taxi me lleva por una autopista de Kuala Lumpur. Hay vistas increíbles de los modernos y lujosos edificios. Se dice que nadie se cansa de mirar la arquitectura de las Torres Petronas. Se las puede ver desde varios puntos de la ciudad. Iluminadas son más imponentes: no hace falta entender de arte para disfrutar de su belleza.

El olor a limpio y la frescura del taxi, me dan vigor y la sensación de que soy afortunado. La grandiosidad de las Torres Petronas, diseñadas por un arquitecto tucumano, reflejan la idea de que en la vida no hay límites, de que todo es posible, de que al fin y al cabo nuestro destino se puede moldear. Más adelante, las barriadas de precarias viviendas se extienden a lo largo de la carretera. Las casas bajas, rematadas con destartaladas antenas, son la otra cara de la moneda: que las circunstancias te va llevando a donde quieren, que no todo depende de uno, que muchas veces se está en el lugar equivocado o simplemente se tiene mala suerte.

 A través de un nylon, que por bioseguridad divide al taxi en dos compartimentos, comentamos con el conductor (que es malayo puro) las últimas noticias que acaparan el mundo. “Es fácil decir que no eres racista, cuando vives rodeado de gente de tu misma condición”, le digo en mi espeso inglés . El hombre me clava sus ojos orientales por el retrovisor y dice: “No admitir que  llevamos un racista adentro es falta de autoconocimiento”.

 Después de un tiempo converso con Dalina, quien me dio clases de inglés en Gualeguaychú antes de empezar mi viaje. Me habla en perfecto inglés con acento americano y dice que he mejorado. Más tarde, con afán de aumentar mi comprensión auditiva, miro la segunda parte de El Padrino en versión original. Llegando al final de la película descubro uno de los mejores diálogos: Michael Corleone, el líder del clan, en medio de una crisis existencial le confiesa a su madre que tiene miedo de perder a su familia. La mujer, que mira con compasión a su hijo, le dice: “La familia nunca se puede perder, nunca”.

En Mont Kiara, converso con una chica malaya de raíces indias. Su discurso tiene paralelismos con lo que se escucha en Argentina. Me explica sobre la composición étnica y social de Malasia: “Las grandes fortunas son de los malayos chinos. Están los malayos indios, que suelen ser profesionales. Y los malayos puros, que son musulmanes, suelen recibir beneficios de este gobierno que promueve el islamismo: las regalías los han vuelto perezosos, además que de por sí no son gente inteligente”. Su descripción, minada de tópicos y sesgos, me hacen darle una respuesta vaga: “Tal vez sea que somos seres muy engreídos ¿O conocés a alguien que no se crea razonable? ”.

Este lunes 22 de junio por fin viajaré a Barcelona. Nelson Giachello, que tiene en el barrio de Gràcia ‘El Viejo Almacén’, un local especializado en empanadas argentinas, me ofrece su casa para quedarme unos días. Me dice generoso: “Venite para acá loco”. En los 80 y los 90 fuimos vecinos en Gualeguaychú. Las veces que nos hemos visto en Barcelona, hemos terminado hablando de cómo sería volver a nuestra ciudad. Aunque sabemos que todo ha cambiado, y que lo que nos queda de aquellos tiempos son recuerdos idealizados .

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