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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
Opinión

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La materialidad de la seguridad jurídica

La materialidad de la seguridad jurídica

La corrupción, como la inseguridad jurídica, son dos flagelos que pueden tocarse, palparse, cuya materialidad es irrefutable.


Por Alberto Asseff (*)

(Colaboración)

 

¿Qué necesita primordialmente el inversor, vernáculo o foráneo? Seguridad jurídica que es lo mismo que decir estabilidad normativa, sobre todo en orden a gravámenes.

En el debate político se la margina porque supuestamente es una abstracción. Se estima que la población está demasiado agobiada por diversas incertidumbres “tangibles” como el bolsillo magro, la escasez de trabajo, la agobiante inseguridad y ahora el virus como para que la política se ocupe de esta trascendente cuestión de la inseguridad jurídica ¡Qué va! Esta presunta inmaterialidad a poco que la diseque con minucia se traduce en realidades tan visibles como corpóreas.

Si en el PAMI, por caso, se descubre una red mafiosa que falsificaba prestaciones u otra que prescribía apócrifamente recetas de medicamentos que, delictivamente comprados con el 100% de descuento, luego terminaban en el mercado clandestino para su venta, nadie puede negar que los jubilados de carne y hueso se perjudican y hasta mueren. Los desfalcos detraen recursos y desmejoran los servicios. Si las máquinas ferroviarias no son reequipadas o modernizadas o simplemente no se las refaccionan, a pesar de suculentos subsidios que percibe el concesionario, el resultado son los 51 fallecidos en Once. La corrupción hizo fallar los frenos y esta falencia se tradujo en muertes.

La corrupción, como la inseguridad jurídica, son dos flagelos que pueden tocarse, palparse, cuya materialidad es irrefutable.

La inseguridad jurídica -como la venalidad- es un vendaval de desaliento para emprender. Imaginar primero, pergeñar luego e invertir después para producir bienes o servicios es lo más plausible que puede hacer en la faz económica. Execrar al emprendedor porque lo inspira un afán de lucro es dispararse a los pies. El socialismo utópico hace casi un siglo que se inhumó en el mundo. Algún supérstite –como el régimen soviético– se desplomó hace 31 años.

La expectativa de un beneficio es el combustible de la actividad económica y ésta es la única que puede crear trabajo genuino ¿Qué necesita primordialmente el inversor, vernáculo o foráneo? Seguridad jurídica que es lo mismo que decir estabilidad normativa, sobre todo en orden a gravámenes, sean para que inopinadamente no se introduzcan nuevos o se eliminen estímulos. La seguridad está asociada a la previsibilidad y ambas a la estrategia medioplacista o, mejor, largoplacista. Lo más pernicioso para la economía –y para todo el quehacer social– son los vaivenes, los zigzagueos. Ir y venir, mutar constantemente se interpreta como lo que es en esencia,  improvisación. Los pueblos detectan velozmente al piloto dubitativo. Nada más lastimoso para un país que una dirigencia desorientada o discorde. Ni hablar si además pululan dirigentes sin probidad.

La concordancia básica –las políticas de Estado– se gestan en la visión que se sobrepone a la coyuntura – a la que se debe atender, claro -, capaz de sobreelevar la mirada e imponerse metas superadoras. Ya se sabe empíricamente: si los gobernantes sólo se abocan a la circunstancia, el efecto es devastador: el hoy se complejiza insoportablemente y el futuro se problematiza al punto de ensombrecerse.

En esta línea que estamos hilando quizás sea propicio deslizar una reflexión. Se le pide al Congreso más trabajo lo cual se liga a que apruebe más leyes ¿No sería mejor que controle que se cumplan las vigentes, faena concurrente con el Poder Judicial? ¿No sería más fructífero hacerle correcciones puntuales a las leyes que rigen en vez de tener la ufanía de sancionar normas supuestamente ‘fundacionales’? Para un país con hábitos de transgresor de leyes, la primigenia aspiración debe ser la empeñarnos seriamente en su cumplimiento.

La seguridad jurídica es vertebradora de una estrategia de prosperidad. La inseguridad, correlativamente, nos conduce a la pobreza general.

Recuerdo otra vez a Ortega y Gasset cuando cuestiona a quienes prefieren el pasado al futuro, a “los que prolongan el culto insincero de los valores más falsos y arcaicos”. Apuntaría que los anacrónicos no cultivan valores sino intereses creados, los mismos que nos han hecho deslizarnos en una frustración formidable, en una decadencia que duele hasta el alma.

Los adeptos del pasado son los que impiden los cambios. Son también los que desean que imperen los derechos sociales al grado de arrasar con los individuales. Y los que depredan a tal grado que en nombre de esas “conquistas de derechos” cada vez padecemos de más desamparados. Son los desequilibrados, esos que tienen una fenomenal inepcia para combinar derechos y hallar el punto de cocción: ni socialistas ni oligárquicos, simplemente modernos y prósperos. Y, claro, compaginar racionalidad y emoción. Los pueblos no se movilizan sólo por razones. Tampoco se los puede guiar únicamente con emotividades. Se necesitan las dos.

Por ahora vamos a la Argentina pobre y planera. Es imperioso revertir ese rumbo hacia el país del trabajo y de la prosperidad. ¡Qué no haya duda de que es posible!

*El autor de este artículo es diputado nacional (UNIR-Juntos por el Cambio)

   

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