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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
Opinión

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El fracaso de las sociedades se mide por el tamaño de la exclusión social

El fracaso de las sociedades se mide  por el tamaño de la exclusión social

La pandemia que en la vida económica y social se tradujo en la “cuarentena”, ha sumado efectos devastadores, aquí y en el resto del mundo.


Por Carlos Leyba

 

A punto tal que Giorgio Agamben -uno de los pensadores más influyentes de los últimos años- ya avanzada la pandemia, desde Italia, dijo: “Hay que pensar una política por venir, que no tendrá la forma obsoleta de las democracias burguesas ni la del despotismo tecnológico-sanitario que las está sustituyendo”.

En la Argentina, como tiene una sociedad y una economía extremadamente enfermas, desde mucho antes de la pandemia y de la cuarentena, los efectos serán necesariamente peores que en otras partes del planeta. Básicamente por la fragilidad de la plataforma en la que se asientan.

Escasean los debates en base a información estadística y por eso, muchas veces, sorprende la geología del presente: no se practica el descubrimiento del pasado: en el segundo semestre de 2019 la pobreza rondaba 36% de la población. Con esos datos reveladores en mano, al principio de las medidas de excepción -la cuarentena en marcha-, dijo el Presidente: “Prefiero tener el 10% más de pobres y no 100.000 muertos en la Argentina”. La estimación presidencial fue, como informó el Indec, lamentablemente exacta para el parcial del segundo trimestre.

Entre ambos semestres de 2019 y 2020 la economía cayó 19%, la desocupación alcanzó al 13% y la inflación – en pandemia, con algunos controles de precios y freno de tarifas tocó 43 por ciento. Pero el fracaso de las sociedades se mide por el tamaño de la exclusión social. Es decir, por la instalación de fronteras sociales internas que desnaturalizan el concepto de Nación, dentro del mismo territorio, y bajo el mismo Estado.

No fue siempre así. Lo que hoy pasa es una construcción de las generaciones presentes que no atinaron a contabilizarla sensiblemente cuando todavía eran magnitudes reparables para el potencial de desarrollo de la sociedad. Otras generaciones, años antes, había logrado resultados extraordinarios. A saber:

La vigorosa y acogedora sociedad argentina -hecho fundamental de la historia fundacional- se nutrió de “la acogida de los extraños” pocas veces valorada -que recibió millones de inmigrantes, muy pobres y poco calificados, hacia el final del Siglos XIX y principios del XX- hizo de aquella pobreza recién venida un fenómeno transitorio, mientras se avanzaba hacia un ascenso social que hoy se la recuerda evidente.

No fue un fenómeno espontáneo. La educación gratuita y obligatoria al servicio de la integración cultural, para derribar la frontera de arribo, fue una de las grandes obras de aquellas generaciones. De la misma manera, la sociedad lo hizo en la primera mitad del Siglo XX con quienes migraban desde el interior despojado hacia las grandes ciudades en busca de mejores condiciones de vida. El éxito de esa generación fue una inmensa capacidad de generar trabajo e integración social y, fundamentalmente, la disipación de la deferencia que hizo, a partir de entonces, una cultura social igualitaria ejemplar en América y que hoy se está deshilachando.

Ninguno de esos migrantes, los inmigrantes europeos, después los migrantes del interior, encontró una frontera interior para su progreso personal. Fue así porque existía un progreso colectivo: se ganaban derechos porque se generaba acumulación de capital físico, de capital social, de capital humano.

El mérito del esfuerzo resultaba en enriquecimiento personal no sólo material. El Evangelio y Francisco conjugan la dignidad del esfuerzo: es que el trabajo del hombre es su contribución a la obra de la Creación. El haber perdido aquella capacidad de acumulación está en el origen de todos nuestros males. Esa pérdida instaló una frontera que se torna difícil de traspasar para los que sufren, pero respecto de la cual una acumulación vertiginosa de pobreza la hace cada día más frágil.

La pobreza es un indicio de la exclusión. Pero como dice la voz clara del Papa Francisco, el riesgo de nuestro tiempo es la diabólica mecánica de la exclusión que traza una frontera contra la que se estrella el esfuerzo y en torno de la cual se acumulan enormes riesgos de violencia. Esa riesgosa acumulación de potenciales de violencia es la contra cara de la pérdida de acumulación de capital físico, social y humano.

En las estadísticas económicas y sociales de la Argentina están las bases de la información: la sociedad, la política, no las contabiliza, porque contabilizar obliga al balance y a dar cuenta del por qué: lo que no se hace.

No es la voz del Papa la única que advierte de estos riesgos, y tampoco es la primera. Zygmun Bauman, entre otros, lo anunció una y otra vez desde hace treinta años. El crecimiento de la pobreza, de la desigualdad planetaria, de la consecuente migración en busca de lo esencial, se ha convertido en esta alquimia de la exclusión que agobia.

En la posguerra europea, cuando apenas el Estado de Bienestar asomaba para liquidar esas miserias, Vittorio De Sica filmó “Milagro en Milán” que, en rodaje, se llamaba “Los pobres están de sobra”. Ese mensaje, en aquellos años, daba lugar a la esperanza: no era desolador, era motivador.

Y así fue. Occidente, Italia y toda Europa, ya vivían los avances colectivos del Estado de Bienestar. También la Argentina. Entre 1945 y 1955 el PBI local había crecido 48% y el PBI por habitante (una “proxy” de la productividad y de la posibilidad de bienestar sustentable) 19%. No era una década a la manera de las transformadoras muy posteriores de Corea o de China, pero si una larga era de progreso.

A esa década le sucedió otra (1955/1965) en la que el PBI creció 43% y el PBI por habitante 21%. Menos crecimiento, pero más productividad. Y finalmente, 1965/1975 deparó un crecimiento total de 42% y 22% el PBI por habitante; menos crecimiento, pero más productividad. ¿Qué pasó? Después décadas perdidas. Militante destrucción de la industria. Desempleo. Multiplicación del empleo público y de los servicios. Caída del salario real y - como djo Julio H.G. Olivera al inaugurar el Plan Fénix de la UBA a principios de este Siglo- “una reducción de la oferta de bienes públicos”, entre otras tantas penurias.

Desde 1975 hasta acá (2020) el PBI creció 87%. Fueron 46 años para lograr lo que en la “vieja economía” -para los que veían agotado de sentido el desarrollo industrial- había logrado en menos de la mitad de ese tiempo. Mientras que en términos por habitante sólo creció 10% de punta a punta en ese período: a ese ritmo anualizado y a mano de buen cubero, se necesitarían 460 años para duplicar el PBI per cápita actual. Y aún sí, estaría unos mil dólares por habitante inferior al que hoy tienen Suecia, Dinamarca o Finlandia, según surge de la monumental base estadística que compiló Orlando Ferreres.

La conclusión honesta y fundamentada, es que cuatro décadas y media haciendo desindustrialización militante, agravaron todas las cosas y entre otras, la inflación, el tamaño del Estado, el déficit fiscal y la falta de competitividad de la economía argentina.

Al ritmo de crecimiento anual acumulativo por habitante observado desde 1975, y a mano de buen cubero, se necesitarían 460 años para duplicar el PBI per cápita actual

La picardía de la historia argentina es que el decurso de estos males ha sido lento y siempre ha sido acumulativo. Hoy está cercando el presente y amenazando el futuro. Todo ocurrió sin percibirlo y hasta festejando breves ciclos milagrosos, por la mucha salud aún existente. Lo que pasa ante una enfermedad silenciosa que hace que la generalidad de los mortales no le preste atención a unos síntomas que agotan la resistencia. Sólo despabila lo que hace ruido, lo que incomoda de manera súbita.

Hoy el 80% del empleo está en el sector servicios y algunos se ufanan de ello sin asociarlo con la bajísima productividad que retrotrae a 1974 y una restricción externa que “se alivia” con la deuda y se convierte en una horca cuando la incapacidad de pago a causa de no producir bienes transables genera la huída. No hay moneda: es cierto. Pero la causa última es que no se producen bienes transables y servicios de exportación para poder darle respaldo a la moneda que se emite.

Como bien ha señalado la inteligente y sensata Cecilia Todesca: “Los problemas de balance de pagos tienen que ver con la estructura productiva”, y bien sabe que nada de “largo plazo” o “estructural” se puede resolver “sin plan estructural de largo plazo” y en una democracia, donde la alternativa por decisión electoral es su esencia, nada de eso se puede definir y poner en marcha sin un consenso, primero político. Y esa es la responsabilidad principal y protagónica del que gobierna. Ningún gobierno de la democracia siquiera lo intentó. Y este cada día se aleja más.

Los últimos gobiernos, de Mauricio Macri y de Cristina Fernández de Kirchner, hicieron lo imposible por impedirlo. Hoy, ni siquiera en la pandemia genera, en quienes tienen la responsabilidad de gobernar, los gestos de grandeza necesarios.

El consenso es la condición necesaria para fijar un rumbo colectivo y un plan que vuelva a la Argentina a convertirse en la sociedad de productores que fue. Si no es por la justicia y los valores, hay que hacerlo porque la actual frontera es insostenible.

 

 

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