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Diario El Argentinojueves 28 de marzo de 2024
Colaboraciones

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En el Camino de Santiago (III)

En el Camino de Santiago (III)

La Escultura Elogio del Horizonte en Gijón.


Martín Davico

(Colaboración)

 

En el siglo IX, en plena Edad Media, el descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago fue motivo de especulaciones y de amplias teorías. Hubo quienes dijeron que el hallazgo se utilizó políticamente, para insuflar ánimos a quienes luchaban por recuperar los reinos ibéricos en manos musulmanas. Otros, que se trató de una estrategia para llevar el cristianismo hasta Finisterre, considerado en aquel entonces como el final de la Tierra. Incluso hasta el reformista Martín Lutero afirmó que lo que había en la tumba eran los restos de un perro o de un caballo. Las variadas hipótesis llevaron a formular la enigmática pregunta: ¿De quién son realmente los restos que se veneran en la cripta de la Catedral de Santiago?

Es viernes 18 de septiembre en Gijón, la ciudad más poblada del Principado de Asturias. Al llegar a la urbe, paso frente al estadio de fútbol más antiguo de España, el del Sporting de Gijón. Entro por el paseo marítimo de la extensa Playa de San Lorenzo, me registro en el Hostal Goodhouse y salgo a deambular por las calles.

En el Puerto Deportivo me topo con 'El Árbol de la Sidra', un monumento construido con más de tres mil envases de sidra, y que tiene como fin concientizar sobre la necesidad de reciclar las botellas. En la base hay una placa que dice: “Cada vez que reutilizamos algo estamos salvando una parte de la Naturaleza, posiblemente un árbol”.

A las seis de la tarde la marea del Cantábrico sube rápidamente. Llega la segunda pleamar del día y las playas gijonesas desaparecen otra vez. Por casualidad encuentro a Sophie, una mujer de Marsella que conocí en etapas anteriores. Damos un paseo por Cimavella y en la oficina de turismo nos sellan la credencial de peregrino. Al cabo de una hora, nos despedimos y me recomienda que visite el Elogio del Horizonte, una escultura de hormigón conocida como “el váter de King Kong”.

De regreso al Goodhouse, cruzo plazas con mesas repletas de gente. Casi todos toman sidra, la bebida asturiana por excelencia. Para escanciarla separan la botella del vaso lo máximo que permita el brazo. Así, el impacto del líquido contra el cristal produce burbujas aromáticas que dan vigor a la bebida.

En el comedor del hostal, mientras ceno con la televisión encendida, un matrimonio de vascos, que también son huéspedes, me preguntan si pueden ver un partido de handball  “porque juega su hija”. El equipo es el Bera Bera de San Sebastián y miran el encuentro sin sobresaltos. La combinación cultural vasco-argentina, con fuerte tendencia a hablar, hace que a los pocos minutos la conversación germine.

Me cuentan que hablan el euskera pero que lo escriben con faltas. “Cuando fuimos a la escuela, en tiempos de Franco, el euskera estaba prohibido y todo se estudiaba en castellano. Somos el resultado de disputas políticas”, dice la mujer. Comentan luego sobre el costo de vida en San Sebastián: “Como no tengan una herencia, los jóvenes de hoy ya se pueden ir olvidando de tener su casa propia”, dice el padre resignado.

Al día siguiente, sábado, camino 26 kilómetros desde Gijón hasta Avilés. Casi todo el trayecto se produce bajo una de las condiciones más molestas para un caminante, el orbayu, como  llaman los asturianos a la garúa.

En la salida de la ciudad, por azar, me encuentro con Sophie otra vez. Caminamos juntos entre risas, conversaciones y silencios. Sophie, que por su bondad parece una 'mujer Buda', habla de su historia familiar: su padre nació en la isla Martinica y emigró a Francia, pero nada sabe de sus ancestros: “Seguramente fueron esclavos, traídos desde algún lugar de África”. Me confiesa que hizo en autobús la etapa Villaviciosa-Gijón, a raíz de un fuerte chaparrón que la dejó acobardada. “Esto explica que hoy tengamos tanta lluvia”, le digo, “es un castigo de Santiago. Al final siempre pagamos justos por pecadores''.

En el albergue de Avilés hay una habitación con cincuenta camas y somos cinco peregrinos. “La mala gestión de la pandemia hizo estragos en el Camino”, dice el hospitalero. Observa que mis zapatillas están hechas sopa y me ofrece hojas de periódico. “Haz bollos y colócalos dentro de tu calzado, irán absorbiendo el agua”. Cuando le digo que desconocía el método, ironiza: “Hay ocasiones en las que los periódicos sirven para algo”.

El cielo se despeja y aprovecho para dar un paseo. El casco antiguo de Avilés me sorprende por lo pintoresco. Voy al Parque Ferrara en donde hay una gran variedad de árboles. Cada uno tiene una placa con su nombre común y su nombre científico. Soy incapaz de reconocer un laurel, un tilo, un castaño, un avellano o un magnolio. Mi cultura arbórea es un espanto.

Por la mañana salgo dispuesto a realizar dos etapas en un día. Son cuarenta kilómetros desde Avilés hasta Soto de Luiña. En el camino me detengo para fotografiar unos burros y darles unos bizcochos. Miro a los animales con devoción, los petirrojos parecen zorzales en miniatura, y los  paisajes asturianos son una postal.

Con los pies anquilosados llego al albergue Municipal de Soto de Luiña. Hablo con un peregrino andaluz que llegó a Santiago de Compostela por el Camino Francés, y que ahora regresa por el Camino del Norte. “Estoy cansado de todo esto”, dice, “llevo más de mil kilómetros y tengo los pies destrozados”. Me muestra erosiones y ampollas en los talones y en los dedos. Su experiencia se ha vuelto rutinaria y aburrida. Su Camino de Santiago parece una metáfora: la de vivir en modo automático, sin disfrutar ni agradecer por el día a día, persiguiendo fantasías e ilusiones que, si tuviéramos el diario del lunes, casi nadie preferiría alcanzar.

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