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Diario El Argentinosábado 20 de abril de 2024
Colaboraciones

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La memoria compartida se cuenta con el corazón: “Iré a darte un beso”

La memoria compartida se cuenta con el corazón: “Iré a darte un beso”

   


Por Amalia Doello Verme (*)

EL ARGENTINO

 

La milicia se movilizó en la búsqueda de indicios para encontrar al asesino. Y a pesar de las débiles evidencias y el poco peritaje le adjudicaron el hecho criminal a Raimundo Adrián Peralta (alias “El Chivo”).

Fue acusado, procesado y un par de jueces ineficaces, lo condenaron a 20 años de prisión.

El pueblo le creía a él, por eso cuando se escapaba, nadie le temía y encontraba albergue en zonas de chacras o entre los pajonales que conocía como la palma de su mano.

Se escapaba cuando quería y se dejaba atrapar cuando creía que ya era suficiente diversión. La policía montada invertía horas y horas en la cacería del Chivo.

Cada vuelta a la cárcel era sometido a torturas y vejaciones infringidas por personas conocidas que consideraban vergonzoso lo que generaba el chivo, quien siempre dijo: -¡Soy inocente! ¡Yo no mate a nadie! 

El Chivo odiaba a los uniformados y estos más aun al Chivo; que los ridiculizaba.

Desde amenazar a los guardias cárceles con una réplica de las armas que el fabricaba. Otra cosa era la habilidad y destreza para trepar y saltar los muros, alambrados, esconderse en los montes pajonales en zona del sauce donde tenía a un gran amigo donde descansaba.

Una tarde en que mi mamá, estaba tendiendo la ropa sintió que alguien le hablaba se dio vuelta y vio al Chivo agazapado entre una pila de leña y el maizal que cultivaban los tíos. Mi mamá conocía a Raimundo porque la chacra de los Vermes, estaba cerca a la casa de los Peraltas.

Por la calle, una frustrada comisión de policías montados, paso mirando con desconfianza, mi madre seguía colgando ropa.

-Fíjate para donde dobla -le pidió El Chivo.

-Para el lado del hospital -contestó mi mamá.

Al cabo de unos minutos salió del escondite y continuo con su derrotero de fugas, corridas, torturas.

Cumplida la condena acostumbraba a ir al Hipódromo los domingos y sentado en la cantina, contaba sus vivencias en el encierro, sus verdugos, en que consistían las vejaciones y como hacía para sobrevivir.

Una vez conto que, cansado de andar escondido y hambriento decidió volver a prisión.

Se largó al camino, esta vez del lado del potrero escucho un galope que se acercaba y pudo distinguir el uniforme del jinete, le hizo señas. El policía detuvo la marcha y observa a un hombre barbudo, harapiento, entonces le pregunto:

-¿Quién es usted? ¿Qué hace por aquí?

-Soy El Chivo Peralta. Lléveme detenido.

Al oír esto el policía se desmayó y se cayó del caballo.

Con el policía echado en el cogote del caballo noble y manso y sin ningún apuro llego a la “cuadrada”.

Estas actitudes enfurecían más a los jefes.

Otra vez hubo una revuelta adentro del penal y lograron escaparse varios presos. El Chivo observo como los guardias cárceles salían en grupos a buscar a los evadidos. La guardia desarticulada, el poco personal que quedaba fue la gran oportunidad.

Se vistió, se abrigo y emprendió la retirada.

Paso por la guardia, nadie se percató de su salida.

Cuando hicieron el recuento de presos, no faltaban cinco sino seis.

¡Faltaba Raimundo Peralta!

Muchos de los ocasionales oyentes, ni se enteraban como iba el desarrollo de las hípicas porque los relatos: dramáticos, épicos, horrendos…contados en primera persona atrapaban a los parroquianos q se mantenían inmóviles y en silencio, o estallaban en carcajadas cuando la picardía superaba a la ficción.

La cocina, era un espacio de encuentro entre varios conocidos de aquí de Gualeguaychú, por la que compartían algunos obsequios que llegaban del exterior: de tanto en tanto le llegaba al encargado de la cocina una botella de Ginebra que ingeniosamente escondía en el resumidero de agua. Al finalizar la cena y luego de limpiar todo, sacaban la botella y se tomaban un trago para luego irse a dormir.

Había códigos que cumplir. Un trago era un trago…

Una noche al Chivo no le alcanzó con un trago y volvió por otro y otro y otro…

Guardó la botella y cuando iba para su celda, un guardia lo vio y lo llevó a la guardia donde procedieron a interrogarlo:

-Peralta, ¿usted está ebrio?

-Si usted dice…

-¿De dónde sacó la bebida?

-Me la encontré

-¿Quién le dio el alcohol, dónde lo encontró?

Código de honor, jamás delataría a los compañeros.

Decidieron dejarlo ir a dormir.

Fue una búsqueda intensa, pero de la botella, ni noticias.

Insólita e inesperada noticia que se difundió en menos que canta un gallo: la confesión de un moribundo:

Un hombre que agonizaba le confeso a su esposa y a los hijos que él había matado a Larrea…

¡Ya habían pasado 20 años!

El Chivo confesó que cada vez que se escapaba era porque sentía deseos imperiosos de darle un beso a su madre.

 

(*) Amalia Doello Verme decidió en esta pandemia traer e la memoria “muchas de las historias vividas, y me pareció que sería bueno compartirlas con los vecinos que fueron protagonistas de estos relatos”, sostiene la autora y agrega: “Mi intención es sacarles una sonrisa y hacerlos viajar en el tiempo para revivir de alguna manera momentos dramáticos y otros humorísticos”.

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