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Crónicas urbanas: en la Ciudad de los Poetas

Crónicas urbanas: en la Ciudad de los Poetas

El follaje verde de los fresnos embellece las calles de Gualeguaychú. Casas con fachadas modestas se intercalan con otras de señoriales frentes, de arquitectura europea. A través de algunas puertas se ven patios andaluces adornados con motivos arabescos.


Por Martín Davico

 

Viejas veredas permanecen intactas y otras, cada vez más partidas. La ciudad debe mucho a sus añosos fresnos que disimulan el infame cablerío. Para junio los árboles estarán pelados, se complotarán la humedad y el frío, y el encanto desaparecerá.

En la esquina del Club Dock Sud, me encuentro con un amigo que me asegura que “conoce bien el paño”. Me da algunos consejos de marketing: “Es muy importante dar una buena imagen. No basta con ser un buen profesional, también hay que parecerlo. Haceme caso y comprate un buen auto”.

Camino por la Costanera Sur en dirección al frigorífico. Ya nada queda de los basurales, de los yuyales llenos de bolsas, de los fuegos que quemaban los desechos, ni de las  columnas de humo denso y nauseabundo. Grupos de jóvenes hacen ejercicios bajo la supervisión de un entrenador. A la perfección, distingo los cantos de un zorzal y de una calandria. El sol de la tarde tiñe todo de naranja y amarillo. Las vistas del río son para una foto de postal.

Pego la vuelta y me detengo en el puentecito del Munilla. La estructura anaranjada parece un hijito del Méndez Casariego. Observo las canoas, el arroyo y el momento justo en el que alguien saca algo con una caña. El pescador, un joven de unos treinta años, agarra la pieza con sus manos, la observa, la desengancha del anzuelo y con indiferencia la tira al pasto. Satisfecho, le dice a su compañero de pesca: “Es una boguita. La dejamo’ pa’ carnada”. La pequeña boga, desesperada por sobrevivir, salta como un resorte y se tapiza de gramilla seca. El sufrimiento del animal me hace hablar: “Maestro”, le digo con tono de súplica, “devolvela al agua, pobre bicho, si ni siquiera te la vas a comer”. El muchacho me mira por debajo de su visera, baja la cabeza y contesta como mandándome sutilmente al demonio: “Sí sí, ahora en un ratito”. Un rubor me inunda. No digo nada más y me quedo pensando en mi intervención: “Ya no sé si soy alguien que evoluciona, o que simplemente envejece”.

Dos días más tarde paseo con mis sobrinos por el puerto. Miramos el castillo de la Isla Libertad y les prometo que algún día iremos a visitarlo. En escasos segundos un hombre de la Prefectura, al que le pregunto cómo podría cruzar, derriba mi plan de un soplido: “Está prohibido ir a la isla si no tenés una propiedad o si no has alquilado nada”.

Cruzamos a la Plaza Italia y me piden ir a los juegos. Luego de un rato, los llevo hasta el busto de Guillermo Marconi. “Este hombre fue un genio que transformó el mundo”, les explico con énfasis, como si fuese un educador, “este señor se valió del trabajo de otros genios anónimos e inventó la radio”. Mi sobrino, que tiene siete años, replica: “Menos mal tío. Si no fuera por la radio ustedes seguirían haciendo señales de humo”.

Son las siete de la tarde y hago 'running' por la joya y pulmón de la ciudad: el Parque Unzúe. La sequía ha dejado el pasto amarillo y uno ruega para que las probabilidades de precipitaciones aumenten. Doy dos vueltas grandes y me detengo a descansar frente al monumento del poeta más importante que tuvo la ciudad, Olegario Víctor Andrade. Una escuela, un museo, una biblioteca y una calle llevan su nombre. Nunca leí un poema de él, y tomo el hecho como otra muestra de un largo proceso de decadencia. ¿Quiénes fueron los que causaron todo esto? Averiguo algunos datos. Las fechas me indican que el poeta tuvo una vida corta, murió a la misma edad que ahora tengo yo. “Nuestra vida es fugaz como una perseida” (lluvia de meteoros), me dijo una vez un amigo, “por lo que la envidia es el pecado más absurdo”.

Para despedir el año, me reúno a comer con mis amigos de la escuela primaria. Ninguno de ellos nunca se fue de la ciudad, pero han vivido historias fascinantes. Tienen más pimienta y gracia que un montón de viajeros que recorrieron el mundo entero. Les hablo de los cambios de perspectiva que me dio viajar de mochilero: “Hoy conté más de diez camisas en mi perchero y me pareció una aberración”. Después, hablamos de cómo es vivir en las grandes ciudades: “Vas al trabajo, al mismo bar, ves a las mismas personas y la vida acaba siendo rutinaria como en cualquier pueblo”. Uno de ellos se ríe de mí y vuelve a las camisas: “Che, si te parece una aberración podrías coparte que a mí me vendría bien alguna”.

Antes de despedirnos, les cuento que viajando conocí indios, pakistaníes, vietnamitas, laosianos, rusos, armenios, israelíes y de otros lugares. Que al fin y al cabo, más allá de religiones y costumbres, descubrí que la mayoría de las personas somos muy parecidas. La gente quiere paz, trabajo, educación, salud y amor. Y que en realidad no hay mucho más. “Por eso”, les digo, “cuando me dicen que nuestras grietas son cada vez más más profundas, me dan muchas ganas de no escuchar nada, porque al final de cuentas, no somos otra cosa que un mismo gran rebaño, y porque además, me da miedo que me sangren los oídos”.

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