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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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Petit Homenaje a Catalunya

Petit Homenaje a Catalunya

Hay mucha gente que quiere la independencia de Catalunya y mucha otra que no.


Por Martín Davico

En el año 2005, cuando me mudé a España, yo no sabía nada de Catalunya. Me sorprendí el día que vi a los catalanes tomar el café con hielo cuando hace calor, que al pan para acompañar las comidas lo untan con tomate, que a uno de los licores típicos de la región lo llaman ‘ratafía' y que al viento norte, ese que enloquece la razón, lo conocen como 'la tramontana'. Menos sabía que buena parte de los catalanes no se sienten españoles.

Mi primer trabajo fue en Maçanet de Cabrenys, un pueblito en la provincia de Girona, en el límite con Francia. A la oportunidad me la dio un odontólogo argentino que había llegado a mediados de los 80, cuando en España todavía no había facultades de odontología y a los dentistas argentinos se los valoraba especialmente.

Para llegar a Maçanet tomaba un tren hasta Figueras y luego un pequeño bus que se adentraba a los Montes Pirineos. Obviamente yo no sospechaba que toda esa región había sido un caos al final de la Guerra Civil Española: fue la puerta de salida de cientos de miles de republicanos que, ya con la guerra perdida, huyeron a Francia evitando al Ejército Nacional.

¨Poc a poc i mica en mica¨, como dicen en Catalunya, fui conociendo a la gente y me convertí en el dentista del pueblo.  Aprendí cosas que son obvias allá, pero que eran una novedad para mi ignorancia. Como por ejemplo que en España hay cuatro lenguas oficiales: castellano, catalán, euskera y gallego. Y que durante la dictadura de Franco, a excepción del castellano, habían sido prohibidas.

Comprendí el daño que les habían hecho cuando una paciente me contó que su lengua materna era el catalán, pero que no sabía escribirla porque se había escolarizado en tiempos de Franco. “No sé la gramática de mi idioma. Solo puedo escribir en castellano”, dijo avergonzada.

En junio del 2006 se jugaba el mundial de Sudáfrica. Yo estaba en Can Tenli, uno de los restaurantes de Maçanet de Cabrenys, mirando el partido de octavos de final entre Francia y España. En la mesa de al lado estaba Quim Monzó, un reconocido escritor catalán, junto a “Jep”, el dueño del restaurante.  Cuando Zidane liquidó el partido con el tercer gol, vi que estos dos hombres festejaban gritando: “¡Toma ya fascista!”. Extrañado, les pregunté que cómo era que celebraban los goles franceses. Monzó hizo un gesto extraño y me contestó: “Cuando veo la bandera de España veo la bandera de la represión y la muerte”.  Yo me quedé espantado imaginando como lincharían en mi país a cualquiera que se atreviera a celebrar los goles contra la albiceleste.

El tiempo pasó y renuncié a ese trabajo para afincarme en Barcelona. Era la época en que Ronaldinho ya estaba más para la noche que para el fútbol. Igualmente, no lo extrañaron porque enseguida apareció Messi. Una noche, en el Camp Nou, se hizo una celebración con todos los jugadores y el estadio estaba lleno. Festejaban los títulos ganados durante toda la temporada.  Xavi Hernández agarró el micrófono y dijo en catalán: “Estoy orgulloso de ser jugador del Barcelona, pero más lo estoy por ser catalán”. Y la multitud estalló en algarabía.

Con el tiempo noté que a los catalanes les parece extrañísima la palabra “Gualeguaychú”. Les cuesta pronunciarla y cuando lo logran sonríen como quien por fin aprende un trabalenguas. Cuando me preguntaban de qué parte era, yo les contestaba: “De un lugar de Argentina, cuyo nombre no podrás pronunciar”.

 Tuve una novia catalana que me propuso: “Yo te hablo en catalán y tú me hablas castellano. Así aprenderás mi lengua”. La idea me pareció fantástica y así la fui aprendiendo. Otra ventaja fue que cuando no me convenía no entendía lo que decía. Fue un noviazgo bilingüe. El día que quiso cortar la relación me dijo: “Crec que ho hem deixar córrer”. Distraído le contesté: “¿Correr? No, ya corrí hoy cinco kilómetros”. Pero esa vez mi estrategia no funcionó.

Con los años me familiaricé con los conflictos territoriales, económicos y culturales que hay en toda España. Sobre todo gracias a mi núcleo de amistades en donde hay independentistas, un anarquista libertario y otros españolistas. Siempre ha sido un espectáculo verlos discutir en el whatsapp.

La cuestión es que hay mucha gente que quiere la independencia de Catalunya y mucha otra que no. Cuando hablan todos tienen sus puntos de vista y argumentos. El componente emocional está presente y cuando se los escucha hablar uno llega a empatizar con los dos bandos. Algo parecido a lo que pasa en Argentina con la grieta ¿Pero quién está tan seguro de tener la razón y de no estar un poco “mal del cap”?

En el año 2017 se armó la gresca. El gobierno catalán anunció que celebraría un referéndum para declarar la independencia. El gobierno de España, el que corta el bacalao, replicó que ese referéndum violaba la Constitución y envío a Catalunya más de diez mil policías para impedir que se votara. Fue inverosímil ver los helicópteros sobrevolando Barcelona.

Pese a las amenazas, el 1 de octubre se celebró el referéndum y con un par de amigos fuimos a votar. Esa mañana llovía y como llegamos temprano éramos casi los primeros de la fila. Se demoró un montón hasta que por fin habilitaron las urnas. Simultáneamente, en distintos lugares de Catalunya, había cargas policiales contra la gente que se acercaba a los colegios. Las fotos de ancianos sangrando por los golpes, y de mujeres y hombres apaleados, fueron las imágenes que pusieron el conflicto en el tapete del mundo.

Al comenzar la votación, los primeros que salían del cuarto oscuro eran aplaudidos por la multitud. No le dije a nadie lo que iba a votar. Entré y metí el sobre en la urna. Cuando salí también me aplaudieron. Emocionado levanté la mano para saludar a la gente. Fue en ese instante cuando sentí por primera vez que no era un extranjero, que estaba viviendo el momento más catalán de mi vida.

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