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Crónicas de viaje: expedición al avión de los uruguayos

Crónicas de viaje: expedición al avión de los uruguayos

Martín, Enrique, Federico, Ricky y José. Lo mejor de la expedición fue compartirla con amigos.


En enero del 2014 viajamos en ómnibus hasta San Rafael, Mendoza, un grupo de amigos de Gualeguaychú con el objetivo de hacer una travesía por la Cordillera de los Andes. Nuestra meta era llegar al lugar en donde está el avión uruguayo que cayó en el año 1972.

 

Por Martín Davico

Especial para EL ARGENTINO

 

El episodio se conoció a nivel mundial por el primer libro publicado: “¡Viven! La tragedia de los Andes”.

Una furgoneta nos llevó hasta la base de El Sosneado, un cerro que se podía ver desde donde estaba el avión. En la primera jornada arrancamos a caminar a media tarde, durante tres horas. Hicimos el primer campamento en torno a un fuego y cenamos fideos. Los guías hicieron vivac y nosotros nos metimos en la carpa. La noche fue cálida y clara.

A la mañana siguiente, al despertar, me pareció un error no haber dormido a la intemperie. Perdimos la oportunidad de pasar la noche bajo el cielo estrellado en la cordillera. Mientras desayunábamos llegaron unos lugareños con botas y chambergo. Venían con más de diez caballos con carga y algunos perros. Hablaron con los guías y se llevaron nuestras mochilas hasta el próximo refugio.

Empezamos a caminar cerca de las ocho. Había tantas piedras que para no tropezar y caer teníamos que ayudarnos con bastones. El paisaje era árido a excepción de algunos manchones verdes que rodeaban pequeñas lagunas. Varias veces imaginé el rugido de los motores del avión Fairchild Hiller 227 antes del impacto o su aparición brusca sobre el pico de una montaña, sin cola ni alas, como un gusano. ¿Hubo algún cóndor volando que lo pudo ver todo?

Siempre encontré hechos paradójicos en la historia de los Andes. Como por ejemplo que pese a estar rodeados de nieve, lo peor para los sobrevivientes fue la sed. O que el frío extremo salvó vidas: fue un antiinflamatorio natural contra los traumatismos y edemas, y ralentizó el metabolismo de las bacterias retardando las infecciones.

Llegamos al refugio y la segunda noche apenas dormimos. El viento era molesto y hacía temblar la carpa. Alumbrándose con una linterna, Federico leyó en voz alta algunos pasajes del libro de Fernando Parrado. Nos levantamos a las cuatro de la mañana con la sensación de no haber descansado. José comentó que no había pegado un ojo en toda la noche. El guía me dijo que lo de José era una ilusión: “Él cree que no durmió, pero durmió.  De lo contrario no se podría sostener en pie”.

Caminamos varias horas y vimos el amanecer. Cuando mis amigos se alejaban unos metros se veían como hormigas ante la inmensidad de las montañas. Durante la travesía hablamos de cualquier cosa, viejas anécdotas, de cómo iban nuestras vidas y sacamos trapitos al sol para divertir a los guías.

Leandro, el guía que dirigía la expedición, estaba apurado en llegar al avión (lo que queda del avión). Nos explicó que más tarde, con el calor del mediodía, habría más agua por el deshielo y el último río estaría más peligroso para vadearlo. Una hora antes de llegar, Ricky tuvo mal de altura. Paramos dos veces y hubo cierta tensión ¿Qué pasaba si no podía seguir? Estaba ahogado, como un argentino jugando al fútbol en La Paz, pero al final se recuperó. Nos confesó más tarde que en ese momento estaba arrepentido de haber venido a la montaña.

Cuando íbamos llegando, divisé una pirámide de mármol negro. Yo buscaba el avión que había visto en las fotos, pero no lo encontraba. Había una montañita de adoquines con una cruz en el centro, placas conmemorativas de familiares y amigos, estampitas y rosarios, una parva de chatarra, una ventanilla del avión, una rueda y un pedazo de ala. Le pregunté al guía por el fuselaje y me dijo que el glaciar, después de cuarenta años, se lo había llevado a otra parte. No comprendí la explicación, no pude imaginar el fenómeno y preferí no quedar como un burro.

En el aire se percibía una energía especial, pero no sabía si era por lo que representa el lugar, si era algo genuino o el efecto de mi cansancio. Miré el paisaje maravillado, aunque no coincidió con lo que tenía en la cabeza: el verano había fundido la nieve, no había fuselaje y el entorno estaba tapizado de piedras.

La cuestión era que estábamos en el lugar y nadie parecía conmovido. Leandro nos había advertido: “La gente llega y llora”. Yo tenía un papel en el bolsillo con un poema que propuse leer. Enrique dijo: “No, déjate de hinchar con esas cosas”, y se alejó. Tuve una sensación de ridículo, pero ya estaba jugado. Lo leí igual, horrible, tartamudeando. Pero cuando lo terminé me abracé con Ricky y nos emocionamos. Inmediatamente se acercó Federico y me preguntó: “Che, ¿dónde aprendiste a leer?”.

Era un poema de Borges, “Para una versión del I Ching” que dice que el destino ya está escrito, que cada cosa que sucede está diciendo algo, que nada nos dice adiós y que en los momentos de mayor desolación se puede abrir una puerta.

Estuvimos una hora, junté una piedra y regresamos para cruzar el río. Caminamos muchísimo para regresar al refugio. Llegamos agotados y pasamos la última noche durmiendo. Amaneció y retomamos la marcha hasta El Sosneado. Antes de llegar, un par de lugareños venían a caballo. Había unos perros y vimos con la perseverancia que corrieron una liebre hasta atraparla. La escena, creo, nos dolió a todos.

Haber estado en el lugar donde ocurrió la tragedia de los Andes no nos cambió la vida. Pero nos dio una idea más clara de los hechos. Quizás esa historia ocurrió para demostrarnos la capacidad de resistencia y superación que tiene cualquier persona. Lo mejor de la expedición fue todo el proceso, la organización, cada paso dado y compartirla con amigos.  Porque al final de cuentas, las metas trazadas pueden ser traidoras: en muchas ocasiones, cuando se alcanzan, las muy cabronas, te dejan una sensación de vacío. 

 

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