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Diario El Argentinojueves 25 de abril de 2024
Opinión

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La agenda de Cristina Kirchner

La agenda de Cristina Kirchner

Por Gonzalo Arias


Una vez más la agenda pública de las últimas semanas estuvo signada por un tema central que muy poco tiene que ver con el ciudadano de a pie. Una agenda muy alejada de los problemas y las demandas de la gente, con el agravante de que esto tiene lugar en el marco de un país signado por una profunda crisis económica, una inflación que no da tregua, la pérdida de poder adquisitivo del salario, la pobreza convertida en una realidad lacerante, y una conflictividad social que ya se manifiesta en la calle.

Mientras el presidente Alberto Fernández buscaba mostrar signos de reactivación económica y anunciaba un nuevo paquete de ayuda económica para monotributistas, trabajadores informales y jubilados, y Sergio Massa continuaba avanzando en el diseño de su propuesta de un “Pacto de la Moncloa”, la restante integrante de la tríada que lidera el Frente de Todos se embarcaba en una nueva batalla de la vieja guerra que sostiene con el “partido judicial”, un enemigo tan difuso como funcional a sus propios intereses.

Si bien es cierto que el cuestionamiento a la Corte Suprema de Justicia y a la oposición por la discusión del Consejo de la Magistratura es compartido por todo el espectro oficialista, también es cierto que el Presidente y su grupo más cercano hubiese preferido no sólo una solución menos confrontativa sino también una resolución que no opacara el debate de la agenda económica que procura instalar.

Así las cosas, la nueva avanzada de Cristina Fernández de Kirchner vuelve a instalar en el centro de la escena las disputas e internas del oficialismo, horadando aun más la capacidad de la gestión para hacer frente a los problemas urgentes de la agenda económica y social. Muy probablemente no será este el principio del fin de la precaria “unidad” del Frente de Todos ni la causa que desencadene la fractura definitiva, pero sin dudas es un indicio más de que la relación entre ambos integrantes del binomio presidencial parece hacer llegado a un punto de no retorno desde el acuerdo del FMI. La “unidad” parece ser entonces más una táctica de supervivencia que un horizonte estratégico para apuntalar la gestión de la crisis o -mucho menos- encarar el proceso electoral de 2023.

 

¿Funcionarios que no funcionan?

 

Aún está fresco el recuerdo de uno de los primeros chispazos entre Cristina y el Presidente: aquella carta que la vice publicó -como es ya habitual- en las redes sociales exponiendo por primera vez en forma pública las diferencias con el rumbo de la gestión. De aquella epístola virtual trascendió la frase de los “funcionarios que no funcionan”, crítica que ya no sólo apuntaba a la gestión del gobierno en general sino a algunos funcionarios en particular. En gran medida, como fruto de esa feroz diatriba se materializaron los primeros cambios en el gabinete, con las salidas de María Eugenia Bielsa, Ginés González García -tras el escándalo del “vacunatorio VIP”- y, nada más ni nada menos, la de Marcela Losardo, funcionaria del riñón albertista que ocupaba la estratégica cartera de Justicia.

Fue así como el Presidente terminó cediendo y entregando el control total del ala judicial del gobierno al cristinismo: Martín Soria como Ministro, Juan Carlos Mena como Secretario de Justicia y Horacio Pietragalla como Secretario de Derechos Humanos, responden directamente a la vicepresidente.

Sin embargo, algo pasó en el último tiempo. Ya sea por “mala praxis”, falta de previsión o minimización de un potencial conflicto, los funcionarios afines a Cristina dejaron que el enfrentamiento con la Corte por la cuestión del Consejo de la Magistratura escalara innecesariamente. A no ser que hubiese intencionalidad política de producir el conflicto, pareciera haber sido un caso más de esos “funcionarios que no funcionan” que la misma ex mandataria supo fustigar.

Quizás la prueba de ello es que fue la propia Cristina quien decidió hacerse cargo personalmente del tema, sin intermediarios, rompiendo así el letargo en el que se había sumido tras la escalada de los enfrentamientos internos.

Es que el tema no era nuevo. Fue en diciembre pasado cuando la Corte Suprema -resolviendo un planteo de hace 16 años- declaró la inconstitucionalidad de la conformación vigente del Consejo de la Magistratura argumentando que no se respetaba el equilibrio entre los diferentes estamentos (políticos y técnicos). Según el fallo, si el Congreso de la Nación no sancionaba una nueva ley corrigiendo este supuesto desequilibrio, se debía volver a la conformación anterior a la reforma de 2006.

Lo primero que llama la atención es como el oficialismo -y en particular el área judicial a cargo del cristinismo- no cuestionó el fallo en su momento. Hubiese tenido argumentos jurídicos para ello: en el marco de la teoría republicana de la división e independencia de poderes no sólo es cuestionable que el máximo tribunal “ordene” al poder legislativo la sanción de una ley, sino que además lo haga “so pena” de restitución de una ley de 1997. También hubiese podido criticar el timing elegido por el máximo tribunal, después de que el expediente en cuestión “durmiera el sueño de los justos” por más de tres lustros en los despachos de calle Talcahuano.

La cuestión de fondo, lógicamente, tenía y tiene que ver con la puja por quién controla este organismo clave para el nombramiento y destitución de magistrados, lo que depende de la composición que este adopte. Retrotrayendo la conformación del Consejo a la conformación anterior de 20 miembros, el oficialismo no sólo ponía en riesgo su mayoría en el Consejo, sino que habilitaba el reingreso de la Corte Suprema al organismo, y nada más ni nada menos, que ocupando la presidencia del cuerpo.

Por eso llama la atención que no sólo no se haya reaccionado en su momento ante el fallo, sino que tampoco se haya activado con tiempo la modificación legislativa que hubiese evitado el escándalo. Máxime si se trataba de un tema en el que, a priori, como lo demostró la media sanción del Senado de la Nación, hubiese tenido buenas chances de ser sancionado por consenso. En la misma línea, también es curiosa la mora con que el Poder Legislativo terminó designando sus representantes, lo que sucedió una vez que el resto de los estamentos (jueces, abogados y académicos) hicieran lo propio.

Fue aquí cuando la aparición de Cristina y su intervención directa buscó subsanar estos manifiestos “errores” de sus alfiles. La maniobra elegida fue astuta, aunque reprochable por su escaso apego a las reglas de juego. Por orden expresa de Cristina, se decidió dividir en dos el bloque del Frente de Todos en el Senado para quedarse con uno de los cuatro lugares por la mayoría y otro por la segunda minoría.

Difícilmente pueda ser tildada de “ilegal” -como esgrimió una gran parte de la oposición-, aunque claramente se trató de un ardid reglamentario poco elegante que terminó por dinamitar cualquier acuerdo parlamentario con la oposición, además de plantear serios interrogantes en relación a la convivencia futura dentro del oficialismo. En un necesario ejercicio de memoria cabe recordar que, en su momento, Juntos por el Cambio recurrió a una maniobra similar, consiguiendo la adhesión de otras bancadas para construir una mayoría ocasional que permitiese la designación del diputado Tonelli. Por entonces, el kirchnerismo y el Frente Renovador cuestionaron duramente la maniobra, pero muy pronto la utilizaron para ungir a Graciela Camaño y Wado de Pedro como consejeros. Imágenes de una clase dirigente que comparte algunos “vicios” poco republicanos, como el anhelo de “controlar” la justicia.

Desde el Gobierno asistieron con silencio al descalabro y, una vez consumado éste con la maniobra que permitió la designación del kirchnerista Doñate en el Senado, el Jefe de Gabinete Juan Manzur abandonó el silencio que había adoptado en los últimos tiempos para avalar el accionar de la vicepresidente. Lo mismo hizo en su tradicional conferencia de prensa semanal la vocera presidencial.

 

Lo que viene

 

Más allá de que la justicia tiene que resolver los planteos de nulidad que la oposición presentó ante la designación de Doñate, y el que el jefe de la bancada oficialista en Diputados presentó contra la radical Roxana Reyes, referentes del oficialismo en el Senado dejaron trascender que la propia vicepresidenta habría habilitado una vieja discusión y anhelo de la ex mandataria: la ampliación del número de integrantes del máximo tribunal. Algo que, de confirmarse, escalaría el conflicto institucional abriendo un frente con consecuencias imprevisibles para el gobierno.

Lo cierto es que más allá de la constatación de que los viejos recelos de Cristina con la justicia siguen muy vigentes, el conflicto dejó en evidencia otras cuestiones que habrá que seguir de cerca. En primer lugar, la constatación que si bien la capacidad de la vicepresidenta para imponer su voluntad está cada vez más restringida a espacios puntuales (como el Senado), ostenta un poder de veto -y capacidad de daño- que implica muy a menudo grandes esfuerzos y costos para un gobierno que enfrenta enormes desafíos en otros frentes. Y, en segundo lugar, el interrogante respecto a si la ruptura del bloque en el Senado quedará sólo como la herramienta que permitió el ardid reglamentario con que se designó un consejero adicional o, si por el contrario, cristalizará una renovada estrategia para procurar condicionar al gobierno.

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