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Opinión

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El martirio de amor por los pueblos originarios

El martirio de amor por los pueblos originarios

POR LUCAS SCHAERER


El Papa beatificó dos sacerdotes, uno jesuita, que misionaron junto a 18 laicos, entre los pueblos originarios en 1683, en Orán, provincia de Salta. Télam fue testigo de las celebraciones. Un acontecimiento inédito de una iglesia argentina cada vez más aliada a los pobladores originarios de nuetra patria.

El Papa no olvida. Menos a su patria. Lo demuestra con hechos concretos, entre ellos marcar el camino, la misión, por donde debe ir la iglesia argentina. Desde la periferia y con los pobres.
Así el Sucesor de Pedro vuelve a la raíz del cristianismo, y al corazón del Concilio Vaticano II, de la mano con los pueblos originarios.
Desde el Vaticano el proceso está decidido. Ya no se bendice la colonización, que es el dominio cultural y el saqueo de las riquezas naturales. Al contrario se fraterniza con las comunidades que desde hace miles de años conviven en armonía con la Madre Tierra, como enseña Francisco en sus legados teóricos como la encíclica Laudato Si o en la carta pos-sinodal Querida Amazonía, donde sintetiza la crisis civilizatoria como ningún otro líder político y religioso en el mundo.
Gracias a Dios, Francisco sigue siendo Jorge. En su misión siempre los pueblos originarios estuvieron en su corazón. Tan cerca como las fotos de los wichi en su escritorio personal en la curia porteña, en el segundo piso del obispado frente a la Plaza de Mayo.
Por estos motivos, este cronista viajó “al norte del norte”, como define el franciscano Luis Scozzina, obispo de la diócesis Nueva Orán, en la bellísima provincia de Salta.
Es una señal que el Vicario de Cristo retome el gesto institucional de la beatificación. Ahora con dos sacerdotes, Pedro Ortiz de Zárate y el jesuita Juan Antonio Solinas, que en su arriesgada misión evangelizadora de 1683 terminan siendo decapitados junto a los 18 laicos, entre ellos un cacique, mujeres, niñas, un africano, y mulatos. Los honores en camino a la santidad ya lo habían recibido, en 2019, otros misioneros en la periferia, el caso del obispo Enrique Angelelli y sus compañeros de ruta, Wenceslao Pedernera, Gabriel Longueville y Carlos Murias, que pusieron el cuerpo y alma por los campesinos y pueblos originarios.
Para la iglesia católica, un beato es un difunto cuyas virtudes han sido previamente certificadas en la Santa Sede y puede ser honrado con culto. El término beato significa feliz, o bienaventurado en sentido más amplio, ya que esa persona está ya gozando del paraíso. La calificación de beato constituye el tercer paso en el camino a ser canonizado. El primero es siervo de Dios; el segundo, venerable; el tercero, beato; y el cuarto, santo.
El Pontífice argentino, que respaldó como nunca ocurrió en el Vaticano la alianza con los pueblos aborígenes, lo que busca es poner en sintonía a la iglesia argentina con el ejemplo de la iglesia amazónica. Así une a la iglesia de América del Sur. Desde la fe también se motoriza la Patria Grande, que soñó San Martín y Bolívar, como resaltó en el reportaje concedido a la directora de esta agencia.
Vale recordar la otra iniciativa de evangelización en red y territorial que se construyó hace dos años en el Gran Chaco y el Acuífero Guaraní, por el empuje del obispo Ángel “Coché” Macín, uno de los obispos argentinos que se convirtió al laudatismo luego de participar en octubre de 2019 del Sínodo Amazónico en Roma.
Los pueblos fueron los únicos que no se perdieron en el camino. Los salteños y jujeños con fe sostuvieron por años las peregrinaciones en favor de los sacerdotes y 18 laicos asesinados en el valle de Zenta, que permitió rescatar este largo proceso de 400 años, y llevar al entonces obispo de Orán, Gerardo Sueldo, en 1988, (muerto en un sospechoso accidente de auto) y a Diego Eijo, un descendiente del mártir Ortiz de Zárate, a iniciar el proceso de canonización de los llamados mártires del Zenta.
El camino a Orán atraviesa grandes extensiones de lo que fue un gran monte selvático, conocido como yungas, hoy dominado por el cultivo de soja y la caña de azúcar. Las exportaciones se hacen en dólares. “Estamos en el corazón de la bestia. Ves camiones y camionetas último modelo, custodiados con policía privada y abastecidos de combustible con camiones”, me señaló Carina Maloberti, secretaria general del gremio ATE SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria) una laica acompañada de su esposo, Ángel “Lito” Borello, secretario de derechos humanos de la UTEP (Unión de Trabajadores de la Economía Popular) y miembro del Movimiento Misioneros de Francisco.
Orán, una ciudad de 200 mil habitantes, queda a tan sólo 50 kilómetros de la frontera con Bolivia, que se une por el puente Aguas Blancas. Famoso este cruce fronterizo por los bagayeros, en su mayoría jóvenes que sin trabajo se ocupan de trasladar mercadería, y porque es señalado como núcleo de operaciones del narcotráfico.
Hasta aquí se movilizó la cúpula del clero argentino (en total 25 con su vocero, Máximo Jurcinovic), entre ellos su titular Óscar Ojea y el arzobispo de Buenos Aires, Mario Poli; el subsecretario de Culto Nacional, Luis Saguier Fonrouge; más el embajador del Papa en su país, Miroslaw Adamczyk; y la visita más esperada, el enviado especial del Vaticano, el cardenal italiano, Marcelo Semeraro, que es el prefecto, lo que aquí sería un cargo de ministro, encargado de llevarle al Papa los procesos de santificación, su ministerio se llama en la Curia Romana: Congregación para la causa de los Santos.

 

Misionaron sin armas

Los mártires del Zenta, los curas como los laicos, se hicieron fuertes en la paz. Ellos pasaron a la historia del pueblo fiel de Dios porque misionaron sin armas, no eligieron el camino real (por allí fueron los españoles colonizadores) y fueron al encuentro con los originarios para fraternizar en el amor.
Fue una entrega heroica de una comunidad. No héroes individuales.
Partieron desde Humahuaca, provincia de Jujuy, sabiendo los riesgos que les esperaba (pantanos, ríos desbordados, lluvias, mosquitos) y la resistencia de algunas etnias, como los Mataguayos, Tobas y Mocovíes. Pero el ardor misionero pudo más.
Pedro Ortiz de Zárate venía de la familia acomodada que fundó Jujuy, que llegó a convertirse en alcalde de la Ciudad, padre de dos hijos y al enviudar replantea su vida. Se hace sacerdote. A los 60 años y con poca salud gasta lo poco de su vida en la expedición que preparó siendo párroco en San Salvador de Jujuy. Mientras que Solinas era un italiano nacido en la isla de Cerdeña que se formó en la llamada Compañía de Jesús, los jesuitas. Por su actitud misionera fue enviado al fin del mundo, donde se destacó por su asistencia al pobre, al enfermo y su inculturación ya que hablaba con fluidez la lengua guaraní propia de la zona (hoy conocemos como Mesopotamia) donde los jesuitas construyeron las comunidades llamadas reducciones.
Estos locos de Dios fueron acompañados por personas que no se conocen sus identidades, aunque sí que dos eran españoles, un negro, un mulato, una mujer, dos niñas y once varones de distintas etnias aborígenes, entre ellos un cacique Omaguaca.
La amenaza de una emboscada estaba presente. Al punto que fueron advertidos por un cacique. Sin embargo, el 27 de octubre, a la mañana, en una capilla, en el corazón del monte, en el Valle de Zenta, oraron y celebraron misa. Para la tarde en el momento del catecismo, viendo que estaban reunidos, fueron asaltados a los gritos y heridos con flechas y otras armas. Todos fueron decapitados. El sacerdote Diego Ruiz, encargado de llevar las provisiones de la expedición, encontró la escena de la tragedia. Se dispuso a enterrar los cuerpos allí y a Pedro Ortiz de Zárate lo trasladaron a la iglesia mayor de Jujuy y a Juan Antonio Solinas en Salta ciudad en la iglesia de los jesuitas.

 

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