El rol de los adultos
El cuarenta por ciento de la población del país está comprendido entre los llamados jóvenes.
Pensar en la juventud es reflexionar sobre un sector al que le cuesta mucho desarrollarse, justamente por la ausencia de un modelo elogioso por parte de los adultos.
En este marco, es menester recordar que más allá de los distintos cambios sociales y culturales que se han producido en las últimas décadas, la familia constituye una unidad imprescindible y esencial para todos, especialmente los niños y los jóvenes.
La familia es algo más que un espacio hogareño. Es el continente donde se consolidan las experiencias afectivas, la salud psíquica, la capacidad de aprendizaje (los padres son los primeros educadores) y la madurez.
De acuerdo a las últimas mediciones como las del Censo o las que se realizan de manera más periódica como las mediciones permanentes en hogares, se sabe que la mayoría de los jóvenes hasta los 29 años viven en sus familias de origen.
A pesar de los mensajes detractores en torno al rol e importancia de la familia nuclear, las estadísticas y censos demuestran que los períodos de permanencia de los jóvenes en la familia lejos de haberse reducido, han aumentado. Claro que este aspecto también está vinculado a las dificultades de inserción laboral y de conseguir el legítimo derecho constitucional de acceder a una vivienda propia. Pero lo cierto es que la permanencia de los jóvenes en la familia de origen aumenta, década tras década.
Esta “fotografía” también expresa algo muy importante: a pesar de que la inmensa mayoría de los jóvenes pueden desconfiar de las instituciones, la familia sigue siendo un lugar pleno para realizarse. Esto no es otra cosa que una posibilidad para canalizar inquietudes y obtener guías y recomendaciones valederas para enfrentar los desafíos de la época.
Claro que existe un gran riesgo, principalmente generado por la desigualdad e inequidad social. Hay que reconocer que la falta de oportunidades y la pobreza son las principales causas que tensionan –a veces hasta la ruptura- a las propias familias. Esto ocurre porque es difícil esperar otra cosa cuando en el hogar se padece la desocupación casi permanente, cuando la precariedad laboral impide el desarrollo de la persona, cuando el hacinamiento asfixia el clima afectivo. Cuando el joven percibe que el padre ya no es el aportante principal del hogar, la autoridad se erosiona. Esta situación, generalmente, no es asumida por el adulto, que se va de la casa (esto explica el gran porcentaje de mujeres solas que quedan como jefas de hogar y que deben asumir un rol preponderante para defender lo que queda de la familia).
Estas realidades necesariamente afectan a los jóvenes e incluso muchas veces carecen de modelos a la hora de formar o fundar una nueva familia. ¿Pero entonces quién fracasa? ¿Ese joven o los adultos?
Lo mismo ocurre con familias que no atraviesan vicisitudes económicas, pero tampoco aciertan en ese modelo tan necesario e imprescindible que todo joven requiere vivir y experimentar.
Se vive un momento clave para analizar estos y otros aspectos vinculados con la juventud. Por eso será crucial que se acierte con las oportunidades, especialmente en el campo educativo, laboral, político, económico, social y cultural. Justamente, hacer foco en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, es visualizar a los jóvenes como víctimas de esa situación. Pero todo esfuerzo será insuficiente si está ausente el rol pleno de la responsabilidad que tienen los adultos como primeros educadores.
En este marco, es menester recordar que más allá de los distintos cambios sociales y culturales que se han producido en las últimas décadas, la familia constituye una unidad imprescindible y esencial para todos, especialmente los niños y los jóvenes.
La familia es algo más que un espacio hogareño. Es el continente donde se consolidan las experiencias afectivas, la salud psíquica, la capacidad de aprendizaje (los padres son los primeros educadores) y la madurez.
De acuerdo a las últimas mediciones como las del Censo o las que se realizan de manera más periódica como las mediciones permanentes en hogares, se sabe que la mayoría de los jóvenes hasta los 29 años viven en sus familias de origen.
A pesar de los mensajes detractores en torno al rol e importancia de la familia nuclear, las estadísticas y censos demuestran que los períodos de permanencia de los jóvenes en la familia lejos de haberse reducido, han aumentado. Claro que este aspecto también está vinculado a las dificultades de inserción laboral y de conseguir el legítimo derecho constitucional de acceder a una vivienda propia. Pero lo cierto es que la permanencia de los jóvenes en la familia de origen aumenta, década tras década.
Esta “fotografía” también expresa algo muy importante: a pesar de que la inmensa mayoría de los jóvenes pueden desconfiar de las instituciones, la familia sigue siendo un lugar pleno para realizarse. Esto no es otra cosa que una posibilidad para canalizar inquietudes y obtener guías y recomendaciones valederas para enfrentar los desafíos de la época.
Claro que existe un gran riesgo, principalmente generado por la desigualdad e inequidad social. Hay que reconocer que la falta de oportunidades y la pobreza son las principales causas que tensionan –a veces hasta la ruptura- a las propias familias. Esto ocurre porque es difícil esperar otra cosa cuando en el hogar se padece la desocupación casi permanente, cuando la precariedad laboral impide el desarrollo de la persona, cuando el hacinamiento asfixia el clima afectivo. Cuando el joven percibe que el padre ya no es el aportante principal del hogar, la autoridad se erosiona. Esta situación, generalmente, no es asumida por el adulto, que se va de la casa (esto explica el gran porcentaje de mujeres solas que quedan como jefas de hogar y que deben asumir un rol preponderante para defender lo que queda de la familia).
Estas realidades necesariamente afectan a los jóvenes e incluso muchas veces carecen de modelos a la hora de formar o fundar una nueva familia. ¿Pero entonces quién fracasa? ¿Ese joven o los adultos?
Lo mismo ocurre con familias que no atraviesan vicisitudes económicas, pero tampoco aciertan en ese modelo tan necesario e imprescindible que todo joven requiere vivir y experimentar.
Se vive un momento clave para analizar estos y otros aspectos vinculados con la juventud. Por eso será crucial que se acierte con las oportunidades, especialmente en el campo educativo, laboral, político, económico, social y cultural. Justamente, hacer foco en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, es visualizar a los jóvenes como víctimas de esa situación. Pero todo esfuerzo será insuficiente si está ausente el rol pleno de la responsabilidad que tienen los adultos como primeros educadores.
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