La pobreza sigue siendo un escándalo
Los datos de la realidad son incuestionables, aunque no los refleje el Instituto Nacional de Estadísticas y Censo (Indec): una de cada tres familias argentinas tiene serias dificultades para acceder al alimento (algo que es básico), a la vivienda, la salud, la educación y el trabajo (que son indispensables) y dos de cada tres familias tienen dificultades para acceder al mundo de la cultura y del ocio recreativo.
Más allá de los porcentajes, si disminuye o aumenta o si se mantiene en parámetros históricos, lo cierto es que la pobreza sigue siendo un escándalo y reclama acciones eficientes para reducir a fondo un problema humano, social y económico de tanta significación para las vidas presentes y futuras.
No se trata solamente del pan diario, porque cuando se habla de pobreza se está expresando condiciones de vida que impiden el acceso a bienes que satisfacen necesidades básicas de la población. Estas necesidades básicas son –por definición- indispensables como el alimento, la vivienda, el cuidado de la salud, la educación y el trabajo.
No hay que reflexionar tanto para darse cuenta que la sola limitación o la falta de esos bienes reduce el desarrollo humano, obstaculiza el crecimiento social y económico de las personas y las familias, y fundamentalmente condena a la marginación y frustra el logro de oportunidades que permiten una vida digna y con calidad.
Es cierto que la pobreza que se expande actualmente tuvo valores mucho más críticos a inicios del 2000, y que comenzó a disminuir a partir del 2003 en adelante. Y lo mismo ha ocurrido con la indigencia. Pero también es verdad que sigue siendo “una realidad hiriente”.
Hay que considerar que la pobreza se distribuye de manera desigual a lo largo y ancho del país. Así, por ejemplo, en las provincias norteñas se dan los más altos porcentajes de necesidades insatisfechas y la desnutrición es un flagelo que ofende la condición humana; en el Gran Buenos Aires, la pobreza se multiplica cada año y en algunas provincias como Entre Ríos sigue siendo una realidad alarmante pese a los indicadores macro económicos.
Se estima que hay una pobreza estructural, dura y estable, núcleo del problema, en la que viven quienes descienden de generaciones de pobres y permanecen en ese nivel, sin salida, pese a los múltiples planes de desarrollo social. De la misma forma, existe una pobreza transitoria, la de quienes hoy se encuentran en esa situación, pero poseen capacidades para salir de ella y se nuclean en cooperativas de trabajo, en micro emprendimientos, en capacitaciones de oficios. En ambos casos, el drama se agrava cuando pasado un tiempo, se agotan los recursos y todos quedan envueltos en problemas sin solución.
Es evidente que las dimensiones que tiene la pobreza comprometen el presente y el futuro de la sociedad.
Reconocer la existencia de la pobreza es el primer paso solidario y de justicia social para superarla. Fue Eva Perón quien acuñó el concepto de que cuando hay una necesidad es porque existen derechos vulnerados o postergados; máxima que el propio gobierno debería recordar a la hora de hacer sus mediciones.
No se trata solamente del pan diario, porque cuando se habla de pobreza se está expresando condiciones de vida que impiden el acceso a bienes que satisfacen necesidades básicas de la población. Estas necesidades básicas son –por definición- indispensables como el alimento, la vivienda, el cuidado de la salud, la educación y el trabajo.
No hay que reflexionar tanto para darse cuenta que la sola limitación o la falta de esos bienes reduce el desarrollo humano, obstaculiza el crecimiento social y económico de las personas y las familias, y fundamentalmente condena a la marginación y frustra el logro de oportunidades que permiten una vida digna y con calidad.
Es cierto que la pobreza que se expande actualmente tuvo valores mucho más críticos a inicios del 2000, y que comenzó a disminuir a partir del 2003 en adelante. Y lo mismo ha ocurrido con la indigencia. Pero también es verdad que sigue siendo “una realidad hiriente”.
Hay que considerar que la pobreza se distribuye de manera desigual a lo largo y ancho del país. Así, por ejemplo, en las provincias norteñas se dan los más altos porcentajes de necesidades insatisfechas y la desnutrición es un flagelo que ofende la condición humana; en el Gran Buenos Aires, la pobreza se multiplica cada año y en algunas provincias como Entre Ríos sigue siendo una realidad alarmante pese a los indicadores macro económicos.
Se estima que hay una pobreza estructural, dura y estable, núcleo del problema, en la que viven quienes descienden de generaciones de pobres y permanecen en ese nivel, sin salida, pese a los múltiples planes de desarrollo social. De la misma forma, existe una pobreza transitoria, la de quienes hoy se encuentran en esa situación, pero poseen capacidades para salir de ella y se nuclean en cooperativas de trabajo, en micro emprendimientos, en capacitaciones de oficios. En ambos casos, el drama se agrava cuando pasado un tiempo, se agotan los recursos y todos quedan envueltos en problemas sin solución.
Es evidente que las dimensiones que tiene la pobreza comprometen el presente y el futuro de la sociedad.
Reconocer la existencia de la pobreza es el primer paso solidario y de justicia social para superarla. Fue Eva Perón quien acuñó el concepto de que cuando hay una necesidad es porque existen derechos vulnerados o postergados; máxima que el propio gobierno debería recordar a la hora de hacer sus mediciones.
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