Muerte digna
Sensibilizados por el pedido de Selva Herbón para que desconecten a su hija Camila del respirador artificial que la mantiene con vida desde su nacimiento, hace ya dos años, en el Senado de la Nación se inició el debate de una ley que reglamente la denominada “muerte digna” o, de manera más técnica, la limitación del esfuerzo médico terapéutico en casos de pacientes con enfermedades terminales o irreversibles.
Se trata de una ley compleja pero necesaria. Por eso es oportuno tener capacidad de escucha de las distintas voces que permitan una perspectiva multidisciplinaria que incluya a las ciencias Médicas, del Derecho y Bioética entre otras.
El debate es oportuno, porque debe consolidar el concepto de que la “muerte digna” es la muerte con todos los alivios médicos adecuados y los consuelos humanos posibles. Mientras que la eutanasia “es la acción u omisión por parte del médico con intención de provocar la muerte del paciente por compasión”, o si se prefiere “es una acción para provocar la muerte del paciente”.
Y al ser un tema muy complicado no se puede dejar ningún resquicio a dobles interpretaciones, justamente para que ningún médico sienta que pueda tener consecuencias penales al dejar de sostener el ciclo vital de un paciente o que otros vulneren el derecho a la vida aplicando eutanasia.
Está claro que son dos conceptos opuestos el de la muerte digna y el de la eutanasia y lo que se está buscando es reglamentar los llamados procedimientos de cuidados paliativos destinados a evitar el sufrimiento innecesario del paciente. Por eso desde el Instituto de Bioética de la Universidad Católica, se insiste que “la ley debe evitar los extremos de la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico”.
En este marco, es oportuno reflexionar junto con Rafael Pineda, director del Departamento de Bioética de la Universidad Austral, que sostiene: “Hablar de muerte digna implica hablar de vida digna, porque lo que dignifica al ser humano es su vida; por tanto, hablar de muerte digna implica hablar del respeto a una vida digna que concluya en una muerte natural, acompañada por médicos y familiares, que no deberá ser inducida o acelerada”. Así, la cuestión central debe ser el paciente. Y concluye: “No es correcto que se apliquen medios terapéuticos desproporcionados ni es aceptable prolongar la vida a toda costa (encarnizamiento terapéutico).
León Tolstoi en “La muerte de Ivan Illich” puede ayudar a comprender que morir dignamente se relaciona fundamentalmente con el ejercicio de un acompañamiento a la altura de la dignidad humana. Morir con dignidad no equivale a alargar desproporcionadamente la vida biológica, pero tampoco quiere decir propiciar la muerte, sino ejercer la responsabilidad solidaria mediante el gesto acogedor, la mirada respetuosa, la proximidad que implica el acercamiento y la sensibilidad. La muerte digna es lo contrario a la indiferencia.
La muerte digna exige algo más que una perspectiva científico-técnica, sino también humana, sensibles a la situación de vulnerabilidad del enfermo. Implica –si es válido el término- la rehumanización de la asistencia.
El debate es oportuno, porque debe consolidar el concepto de que la “muerte digna” es la muerte con todos los alivios médicos adecuados y los consuelos humanos posibles. Mientras que la eutanasia “es la acción u omisión por parte del médico con intención de provocar la muerte del paciente por compasión”, o si se prefiere “es una acción para provocar la muerte del paciente”.
Y al ser un tema muy complicado no se puede dejar ningún resquicio a dobles interpretaciones, justamente para que ningún médico sienta que pueda tener consecuencias penales al dejar de sostener el ciclo vital de un paciente o que otros vulneren el derecho a la vida aplicando eutanasia.
Está claro que son dos conceptos opuestos el de la muerte digna y el de la eutanasia y lo que se está buscando es reglamentar los llamados procedimientos de cuidados paliativos destinados a evitar el sufrimiento innecesario del paciente. Por eso desde el Instituto de Bioética de la Universidad Católica, se insiste que “la ley debe evitar los extremos de la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico”.
En este marco, es oportuno reflexionar junto con Rafael Pineda, director del Departamento de Bioética de la Universidad Austral, que sostiene: “Hablar de muerte digna implica hablar de vida digna, porque lo que dignifica al ser humano es su vida; por tanto, hablar de muerte digna implica hablar del respeto a una vida digna que concluya en una muerte natural, acompañada por médicos y familiares, que no deberá ser inducida o acelerada”. Así, la cuestión central debe ser el paciente. Y concluye: “No es correcto que se apliquen medios terapéuticos desproporcionados ni es aceptable prolongar la vida a toda costa (encarnizamiento terapéutico).
León Tolstoi en “La muerte de Ivan Illich” puede ayudar a comprender que morir dignamente se relaciona fundamentalmente con el ejercicio de un acompañamiento a la altura de la dignidad humana. Morir con dignidad no equivale a alargar desproporcionadamente la vida biológica, pero tampoco quiere decir propiciar la muerte, sino ejercer la responsabilidad solidaria mediante el gesto acogedor, la mirada respetuosa, la proximidad que implica el acercamiento y la sensibilidad. La muerte digna es lo contrario a la indiferencia.
La muerte digna exige algo más que una perspectiva científico-técnica, sino también humana, sensibles a la situación de vulnerabilidad del enfermo. Implica –si es válido el término- la rehumanización de la asistencia.
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