Entrevista a Raúl Martorel, coreógrafo y director de teatro
Raúl Martorel es coreógrafo y director teatral. Pero es mucho más que eso: es un artista, un creador. El hombre que permite que el arte no sea una situación extraordinaria, a pesar de que logra que se la viva muchas veces como algo fuera de lo común. Es que el arte en él es algo cotidiano, pero al mismo tiempo trasciende la vida diaria.
Por Nahuel Maciel
Fotografías Ricardo Santellán
EL ARGENTINO ©
Por eso es sagrado… porque no tiene tiempo, trasciende y permite comunicarse con el lenguaje que sólo se traduce con el alma.
“Mi apellido es con una sola `l´, aunque la mayoría sea con ´ll´. La diferencia no es menor. En mi caso, con una sola ´l´, es porque su origen es italiano. Soy hijo de venecianos, porque mi padre nació en Vittorio Vénetto, que queda a treinta kilómetros de Venecia. Y en Italia ese apellido es con una sola ´l´. Y, en cambio, en español, es con ´ll´ y de hecho en España hay un pueblo que se llama Martorell”. La explicación no es una aclaración, sino la primera pincelada en la conformación artística de este embajador de Gualeguaychú.
Es que de Italia vino su padre y con él, el canto lírico y el gusto por lo Clásico y la música en general.
Raúl Martorel nació en Gualeguay, aunque él se reconoce de Gualeguaychú. Hijo de Giuseppe Martorel y de María Antonia, Raúl Aníbal es el octavo de nueve hermanos.
“Mi viejo es un inmigrante que llegó al país a los veinte años y aquí construyó un hogar y nos dio vida. Él era un laburante, se dedicaba al transporte, era camionero. En Italia era un jardinero profesional o artístico, un especialista en darle forma a las ligustrinas. Además, tenía mucha sensibilidad para el arte en general. Le gustaba tocar el violín y cantar, con preferencia canciones líricas”, así lo recuerda, poniéndole una canción a cada palabra.
“Él llega al país entre la primera y segunda guerra mundial, tenía veinte años. Y desde Gualeguay mantenía no sólo a todos nosotros que éramos nueve hijos, sino también mantenía en Europa a su madre y a sus dos hermanas. Me emociono cada vez que lo recuerdo, porque era de esos tanos indoblegables, rectos, de laburo, sensibles… y amantes del canto lírico”, dice este coreógrafo que ha conocido los escenarios más exigentes del teatro y de la vida.
La palabra coreógrafo proviene del griego, significa literalmente “la escritura de la danza” y por eso se sostiene que la coreografía es un conjunto de movimientos organizados con un sentido previamente diseñado... para conmover y mover al otro. Un buen coreógrafo, fue antes un buen bailarín.
Sobre estos aspectos será el eje del diálogo que Raúl Martorel mantuvo en la mañana del jueves con EL ARGENTINO.
“He conocido el éxito de las marquesinas… pero siempre diferencio que una cosa es la fama y otra el arte. Y me siento artista, trabajo para ello, para compartir sensibilidades, emociones. Y fundamentalmente soy consciente de que debemos honrar el tributo del agradecimiento y yo lo hago con mis padres y quienes me ayudaron tanto para llegar a este presente”, dice con la calma de quien sabe que nada llega de manera gratuita y que todo requiere del esfuerzo, la constancia y la disciplina.
-¿Cómo se instaló su familia en Gualeguay?
-Mi padre llegó a la Argentina a los veinte años. Lo trajo un pariente que ya estaba viviendo aquí. Juntos recorrieron el país y eligieron Gualeguay, porque fue la ciudad que más parecidos le encontraron con su pueblo natal. Salvo por las montañas, se le parecía mucho, especialmente en el carácter pueblerino. Y con el tiempo, para nosotros, los hijos, fue un lugar estratégico por su cercanía con Buenos Aires. Y desde Gualeguay él pudo fundar su familia y mantener a la que había quedado en Europa. No tuvimos grandes lujos, pero como toda familia trabajadora, no nos faltó nada… más allá de los sacrificios que implica alimentar, educar y vestir a nueve hijos. Además, como siempre fuimos de familia numerosa, aprendimos muchas cosas.
-¿Como cuáles?
-Por ejemplo a ser ordenados, a convivir, a manejar las diferencias, a resolver conflictos cotidianos… todas herramientas que son esenciales para salir al mundo y construir cada uno su propia vida.
-¿La primaria la hizo en Gualeguay?
-Sí, fue una etapa maravillosa, casi de ensueños. Bailo desde los seis años y mi padre fue quien me enseñó a bailar, porque él era músico de alma. Como le gustaba mucho el canto lírico, se había construido una antena altísima en nuestra casa para poder captar las radios de Buenos Aires para escuchar música a través de Radio Nacional. En Italia él cantaba en la Iglesia del pueblo, así que la música siempre lo acompañó. Su registro de voz era bajo abaritonado. Crecimos con esa música. Además, en Gualeguaychú estaba la colectividad italiana con muchas actividades, estaba el consulado de Italia donde actualmente está el Círculo Italiano y veníamos seguidos a esta ciudad. Un día aparece un paisano de mi padre y le dijo en su cocoliche: “Martorel préstame un varón que mi hija tiene que bailar la tarantela”. Así, “préstame” como si fuéramos objeto, pero en realidad era un pedido trascendental. Y entonces a los seis varones nos midieron por la altura y yo era el más chico, tenía cinco para seis y fui elegido. A esa edad no iba a la escuela, pero sabía leer y escribir, porque me sentaba junto a mis hermanos alrededor de una mesa enorme donde todos ellos hacían las tareas escolares y para que no los molestara, me daban hojas y lápices y así aprendí.
-¿Sabía bailar la tarantela?
-No. Pero ese no fue el problema mayor. Lo más grave fue mi gran timidez, que con el tiempo la fui superando. Ahora me tienen que parar. El asunto que tuve que bailar, porque si algo había sagrado en mi casa, era siempre colaborar con la colectividad. Esa invitación me marcó para toda la vida. Esa persona agarró una pandereta y me marcó, taco, rodilla y así aprendí los primeros pasos. Me elogió que tuviera buen oído, aunque nunca supe si fue para incentivarme ante mi gran timidez o porque mereciera de verdad ese comentario. Lo cierto que aprendí a bailar la tarantela, me subí al escenario del Teatro Italia de Gualeguay a los cinco años y nunca más me bajé de las tablas. Encima cuando ingresé a la primaria, lo hice en una escuela que tenía orientación artística, con música, danza, coros, pintura. Y me incliné mucho por danzas, especialmente las folclóricas latinoamericanas, que en ese entonces se le daba mucha importancia en las escuelas. Luego me inscribí en una academia que enseñaba bombo y zapateo. A los trece años escribí una carta para ingresar a la Escuela General Lemos del Ejército en Campo de Mayo. Lo hice casi a escondidas de mi padre, porque él no quería saber nada de nada con las armas, justamente por todo lo que había vivido en Europa con las guerras mundiales. Además, era un hombre de paz. Pero tenía trece años y él debía firmar los papeles.
-¿Ingresó al final a la Escuela Lemos?
-Muy a pesar de mi padre, ingresé. Se convenció cuando le explicamos que era una especialidad de apoyo al combate y que no nos iban a mandar al frente en una acción bélica. En esos años, estudiaba mi carrera militar, la secundaria y arte, todo simultáneamente. De todos modos, en la Lemos duré tres años… porque me di cuenta que no era lo que más me atraía. No obstante aprendí mucho y consolidé el sentido del orden y la disciplina, no marcial ni vertical, sino esa que nos permite hacer mejor las cosas. Además, desde chico mi padre nos enseñó que para tener éxito en la vida había que ser ordenado, independientemente de la profesión u oficio elegido.
-¿Qué hace luego?
-Ya tenía profundas relaciones con Gualeguaychú, casi desde siempre. Mi padre conocía a una mujer que había emigrado a la Argentina en el mismo barco que él y se dedicaba a la danza. Se llamaba Elena Spizzo y era una profesora de canto que vivía en Buenos Aires. Ella enseñaba canto lírico y era de la misma ciudad italiana que mi padre. Y mi padre me ayudó, siempre con la recomendación de que independientemente de lo que hiciera, lo hiciera bien. En Buenos Aires trabajo en una casa de fotografía, ubicada en Maipú y Viamonte, que todavía existe. Fue Elena quien me recomendó que estudiara ballet y me mandó a la mejor profesora que había en Buenos Aires y fue quien me preparó para el Teatro Colón. Estamos entre 1976 y 1977. Mis primeros maestros fueron Ana Marini (que era una primera bailarina del Colón) y Ricardo Rivas (que actualmente es uno de los maestros de la Fundación Julio Bocca. Ellos son los primeros que me enseñan en la técnica clásica y me preparan para el ingreso al Colón. En esos años, no conocía el teatro de revista. Todos los días iba a clases y así ingresé a la Escuela Nacional de Danzas donde perfeccioné la técnica Clásica. Así logre mejorar lo que había aprendido.
-¿Y al teatro de revista cómo llegó?
-Muy de casualidad. Un compañero de danzas que iba en años superiores al mío, me pidió que lo acompañara porque tenía que hacer una prueba. En ese entonces no se decía “casting”. El asunto que lo acompaño para que no vaya solo, yo tenía casi 17 años, era menor de edad. Así fue que le llegó el turno de dar la prueba, sube al escenario y me quedo en las batucas. Había un coreógrafo norteamericano y me invitó a subir. Le dije al principio que no, que lo mío era lo Clásico y que estaba de casualidad. Me insistió, a pesar de que no tenía ropa adecuada, porque andaba con un jean y unos zapatos canadienses. Me tomaron como reemplazo. Unos días más tarde me llaman por teléfono para que vaya al Maipo a probarme el vestuario y así debuté con casi 17 años en una revista que tenía como compañera a Carmen Barbieri. Ella actúa porque justo se había ido una vedette muy famosa que se llamaba Ethel Rojo. Así que entro con semejantes artistas, sin saber o sin tener la real dimensión de con quién estaba actuando. De todos modos, me di cuenta que eso era lo mío. El coreógrafo norteamericano me recomendó para que tomara clases de jazz. Cuando se lo comento a mi maestra de Clásico, se ofendió porque había actuado en el Maipo y no me habló por como tres meses.
-¿Ese fue su debut?
-En rigor no. Porque me sumé como reemplazo de una obra que ya estaba montada. Mi debut como tal lo tomo en una revista que protagonizó Moria Casán, Carlos Perciavalle y Tato Bores y me sumo desde el principio. Esa obra se llamó “La revista de Esmeralda y brillantes”, porque el Maipo estaba en calle Esmeralda y los brillantes eran esos tres actores. Fue dirigida por Gerardo Sofovich. La disciplina teatral que tengo se la debo a ellos.
-¿Cuándo comenzó a dirigir?
-Profesionalmente lo primero que hice fue la autoría coreográfica de “La ola está de fiesta”, “La ola verde”, “Flavia está de fiesta”, “Flavia corazón de tiza”… todos programas de televisión, acompañados por el teatro. Como bailarín trabajé con Perciavalle, con Enrique Pinti y luego desarrollo mi carrera de coreógrafo. Siempre decía que quería hacer un ballet infantil. Cuando me preguntaban por qué “infantil”, mi respuesta se remitía a mi propia experiencia como niño. Porque en mi infancia la pasé tan bien bailando, que me es natural ya de grande devolverle a la niñez ese placer.
-Pero no era común en esos años que hubiera un valet infantil en la televisión…
-No, es cierto. Era difícil en aquellos años. El asunto que empiezo a golpear las puertas de los canales, porque para este proyecto no alcanzaba que te conocieran sino que había que convencer en un ambiente donde no es fácil innovar. Y a pesar de que no había en el mercado un ballet de chicos, el asunto fue muy difícil. Hasta que una vez, Gustavo Yanquelevich me dio la oportunidad de dedicarme a la coreografía para chicos. Así me propuso trabajar en la serie de televisión “Los ositos cariñosos” que era conducido por Ana Clara Altavista, la hija de “Minguito”. Mi labor era hacerle toda la coreografía a los muñecos y de la televisión se pasa al Teatro. No obstante, yo seguía reclamando por mi ballet. Un día Yanquelevich me llama y me dice qué podemos hacer con Flavia Palmiero y le hago un cronograma para que cante, baile y le propongo el ballet infantil. Me dijo que era insistente con el tema del ballet, que lo tenía cansado y me propuso que si en dos meses la gente no preguntaba nada del ballet, se caía; caso contrario seguíamos. Era la época en que la gente enviaba cartas manuscritas a los canales de televisión… Y terminó siendo un éxito total y así nació “El ballet infantil de Raúl Martorel” y así también comienza mi etapa como director, dado que mientras tanto estudiaba con María Herminia Avellaneda.
Y de la tele al teatro con un producto infantil…
-No sólo al teatro. Le pedí a Yanquelevich que consiguiera el Maipo, porque era el escenario donde yo había comenzado mis primeros pasos. Trabajamos casi 18 años con todos esos espectáculos para chicos y soy el creador de esas coreografías que hicieron bailar a chicos y grandes. Y de mi ballet sale Nicolás Cabré, Agustina Cherri y Valiera Britos, y otros que ahora son maestros en la Escuela Nacional de Danzas. Una condición que ponía era privilegiar a aquellos que querían y manifestaban ser artistas y no tanto a los que sólo querían ser famosos.
-¿Cuál es la diferencia entre un couch, por ejemplo, que aparece en el programa de Marcelo Tinelli y un coreógrafo?
-Las diferencias son tantas que en casi nada se le parecen. El couch es el entrenador de algo hecho, que puede mejorar el original, pero no es creativo desde el punto cero. En cambio el coreógrafo es aquel que crea desde la nada. Lo difícil es empezar desde cero. Por eso cuando en lo de Tinelli aparecemos nosotros, no nos dicen couch sino coreógrafo; porque el jurado sabe distinguir el rol de cada uno.
-¿Cómo es su encuentro con el tango?
-Lo traigo desde el hogar, desde la infancia y me viene de la mano del folclore. Me encanta. Considero que es una de las danzas más sensuales que existen. Claro, que cuando conozco Buenos Aires logro comprender mejor el empedrado del tango. Es una danza muy sensual, incluso a nivel mundial, porque es el idioma del cuerpo. Los tangueros saben que tienen los senos de la mujer apoyados en el pecho del hombre, más el juego de piernas y los susurros. Creo que en el tango es en el único lugar donde el hombre puede manejar a una mujer. Y en el tango como en el amor, si la mujer no se relaja, no se puede hacer casi nada.
-¿Es más fácil bailar tango para la mujer o para el hombre?
-Para ambos tiene complicaciones y misterios. Pero para el hombre tiene tres cosas importantes: hacer la coreografía, sostener a la mujer y marcarle la coreografía que ella tiene que hacer. Y, por supuesto, la que tiene que lucirse es ella, porque es la Reina, así con mayúscula. En el tango son dos cuerpos que se sostienen mutuamente. La salsa también es sensual, pero en otro plano, en otra vibración. No es casual que al tango se lo haya reconocido como Patrimonio de la Humanidad, por la Unesco.
-¡Por la sensualidad!
-¡No! Al menos no solamente por ello. Sino porque en el mundo se está observando la ruptura familiar como un gran problema y al ver a dos figuras (los padres) bailando juntos, cuerpo a cuerpo, recrea otra percepción de la unión, tan necesaria para estos tiempos. Es este acercamiento entre el hombre y la mujer lo que han valorado.
-Además el tango no tiene edad. No es lo mismo que la salsa, donde una pareja de ochenta años ya no luce como los jóvenes…
-Claro, el tango no tiene edad y todos los que lo bailan encajan perfectamente en esa sensualidad, en esos movimientos. Y además es terapéutico, porque hace mover las articulaciones, lleva el ritmo del corazón y en la pista de tango hay que andar mucho. Si uno observa a una pareja mayor bailando salsa, podrá ser divertido… pero no emocionará como el tango.
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