Diálogo con Hugo Bohl
“La libertad es uno de los valores más sagrados que tiene toda persona”
Hugo Horacio Bohl nació el 15 de diciembre de 1963, “en el sanatorio Cometra” como él mismo lo indica. Es el mayor de dos hijos del matrimonio de Eduardo Bohl y Amanda Schlegel. El 1° de enero de este año obtuvo el máximo grado en el Servicio Penitenciario de Entre Ríos, al ascender como Inspector General; aunque la ceremonia protocolar se realizó el 28 de septiembre pasado.
Con 31 años de servicio, Bohl cuenta cómo ingresó a ese organismo pero también ahonda en algunas vivencias personales que permiten dimensionar mejor de qué se trata el cuidar a personas privadas de su libertad.
Con una infancia campesina, Bohl sacrificó al inicio la posibilidad de estudiar la escuela secundaria, aunque lo pudo hacer cuando su familia se radica en Gualeguaychú. Y años más tarde logró ser becado para estudiar en el Servicio Penitenciario Bonaerense, con la condición que tenía que trabajar tres años en el de Entre Ríos para devolver ese beneficio, aunque de ello ya pasaron tres décadas.
Por su experiencia, considera que el sistema de la Granja Penal es uno de los mejores porque al permitir que el interno trabaje con la vida (se hace huerta y se cuidan animales de corrales), se logra disminuir la agresividad y se purga la pena en un entorno que no admite el hacinamiento. Y dice algo más: un dato poco difundido, “para el Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (Inalud) el Servicio Penitenciario de Entre Ríos es uno de los mejores de América Latina en materia humanística”.
Curiosamente, su primera pradera como tractorista a los doce-trece años de edad, lo hizo en la Colonia Oficial El Potrero, en el mismo pedazo de campo donde hoy se erige la Granja Penal, de la que fue su primer director.
-¿Cómo se conocieron sus padres?
-Mi padre es oriundo de la Colonia Oficial El Potrero y mi madre de Irazusta, más precisamente de Colonia Stauber, donde pasa la emblemática Ruta Provincial N° 51. Ellos se conocieron porque un tío de mi padre trabajaba en la estancia San Felipe, que está ubicada por el camino viejo de La Divisoria, que sale a la Ruta 51 y se la conoce también como Camino del Medio. Los fines de semana desensillaban sus tractores y sus caballos y se iban a los bailes que organizaba la colonia alemana, especialmente en Stauber, en el Club de Almada. Se casaron y se radicaron en el campo de mi padre, que estaba en la Colonia El Potrero, más precisamente en calle 5 y 10.
-¿Y usted tuvo una infancia campesina?
-Sí. Vivía toda mi infancia y gran parte de mi adolescencia en el campo. A la primaria fui a la Escuela N° 66 “El Santo de la Espada, que estaba en calle 4. Una de las maestras que siempre recuerdo es Deolinda Marchesini, que actualmente vive en Aguado y Gervasio Méndez. Ella iba en sulky o a caballo y ese esfuerzo siempre lo vinculé con la responsabilidad. También recuerdo a la señorita Arlettaz, que era de Concepción del Uruguay y siempre las tengo presente porque fueron mis primeras formadoras. Ellas me enseñaron a leer y a escribir y esas cosas son imposibles de olvidar.
-No habrá tenido mucha vida social...
-No en el sentido en que se entiende en la actualidad. Hasta los once años viví prácticamente solo en el campo. Frente a nuestro lote vivía un primo, pero más allá de algunos compañeros de escuela, no había mucho tiempo para hacer sociales. Mi padre trabajaba todo el día y siempre había que hacer algo para colaborar.
-¿Y la secundaria dónde la cursó?
-Cuando terminé la primaria quería inscribirme en la Escuela Fábrica para estudiar técnico electromecánico. Mi padre me sugiere que me quede en el campo a trabajar, porque Gualeguaychú quedaba muy lejos para ese entonces. Eran 36 kilómetros que parecían casi eternos. Es más, mi familia salía una sola vez por mes a Gualeguaychú y era para hacer las compras generales, algún que otro trámite y no siempre había lugar para llevarme porque alguien siempre tenía que quedar con los quehaceres rurales. Esos viajes se hacían incluso en coordinación con otros vecinos. Y digo una vez al mes con suerte. Entonces mi padre lo veía como algo imposible.
-¿Y qué hace?
-Y le hago caso. Me quedo en el campo y opto por ir a hablar con don Francisco Dreiling, que hacía trabajos de agricultura sembrando para ellos y arrendando campo. Como todo gurí de campo sabía manejar las maquinarias. El asunto que le digo que quería trabajar pese a mis doce-trece años. Y empecé a trabajar con él. Y cosas de la vida: mi primera pradera que trabajé fue en un lote que paradójicamente queda en el mismo lugar donde hoy está la Granja Penal N° 9. Ahí hice mi primera pradera: pasar la rastra, el disco y siempre cumpliendo las indicaciones de mis patrones. Fueron años de muchos aprendizajes y siempre le estaré agradecido a don Francisco. Luego me voy a trabajar a un establecimiento, que era de un porteño que había comprado los campos que eran de la familia Barreto, de Garín, de Souza… siempre en la Colonia Oficial El Potrero. Y a los 16 años mi padre ya estaba trabajando en un establecimiento que también quedaba bien frente a la Granja Penal, porque el destino era persistente. El asunto es que opta por vender todo y venirse a vivir a Gualeguaychú. Recuerdo que me bajo del tractor un sábado al mediodía con 16 años, y el domingo a la mañana cargamos todas nuestras cosas para hacer la mudanza y el lunes a las 8 de la mañana comencé a trabajar en una fábrica de piletas que se hacían revestidas de azulejos y que quedaba en Avenida Del Valle, donde hoy están Los Leones. Y en Gualeguaychú nos mudamos a Primero de Mayo 321, que era una propiedad que ya tenía mi padre. No fuimos ajenos al éxodo rural. Y eso fue en 1978 y así comencé la nueva etapa en la vida, esta vez urbana.
-Se quedó pensando…
-Pensaba que tuve mucha suerte en la vida. Porque cuando comencé a trabajar en la fábrica de piletas que era de don Narducci, en esa empresa trabajaba un señor que se llamaba Oscar Casenave y era oriundo de la Colonia Oficial El Potrero, igual que nosotros. Él estaba casado con Gloria Pesini y me invita a la casa y comenzamos a entablar una amistad con una suerte de protección laboral. Y Gloria me insiste con la idea de comenzar la secundaria. Le digo que no, que ya estoy medio grande. Y Gloria, que siempre me insistía con esa idea, un día me dijo, palabras más palabras menos: te vas a inscribir en la Escuela Normal, en el horario nocturno porque trabajás, vas a hacer la secundaria; caso contrario a esta casa no vas a venir más. Si bien sonó severo y duro, en realidad disimulaba el afecto que me tenían y fue algo muy bondadosos de parte de este matrimonio. Me anoto en la Escuela Normal, turno noche. Y de 1981 a 1984 termino la secundaria sin llevarme ninguna materia. Fue toda una novedad, porque mientras estudiaba, seguía trabajando y aportando a la economía de mis padres. Tuve en ese tiempo varios trabajos como conserje en el Hotel Brutti, cartero de Oca, vendedor ambulante… pero nunca abandoné la secundaria. Para mediados de octubre siempre tenía el año aprobado y sin ninguna falta...
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...No era un “Sarmiento”, sino que lo había tomado con mucha responsabilidad porque era lo que quería hacer realmente. El estudio siempre me gustó, no era de promedio diez, pero era parejo. Recuerdo que mis profesores siempre fueron también un ejemplo de vida y eso también me entusiasmaba para no faltar o no faltarle con los deberes.
-¿Y cómo descubre su vocación por el Servicio Penitenciario? La pregunta no es inocente. Porque se entiende más natural la vocación de servicio por la Policía, Gendarmería, Prefectura o las fuerzas militares. ¿Pero cómo es la vocación por el servicio penitenciario?
-En realidad esa vocación la descubro estando dentro del Servicio Penitenciario. Sí tenía vocación de servicio, pero al principio me inclinaba más por Escuela Militar o la Armada. Probé de rendir y no me fue bien. Creo que la vocación por el uniforme me viene por ver la foto de Juan Domingo Perón montado en su caballo pinto. Le decía que probé en el Colegio Militar de la Nación en enero de 1984, en Palomar. Fue una buena experiencia, pero me di cuenta que no estaba bien preparado. De regreso a Gualeguaychú pensaba qué hacer, porque sentía que mis posibilidades se iban limitando. Y en esa época, caminando cerca de la Unidad Penal N° 2, observé que había personas con uniforme; pero no reparé que eso era una cárcel.
-Pasó por la Unidad Penal y se anotó…
-Más o menos fue así. Recuerdo que me acerqué y pedí hablar con el director. Me atiende Nicolás Adib Haddad y le transmito que quería trabajar. Para abreviar un poco la historia, me preguntó sobre mi familia y al finalizar la reunión me dice que me iba a conseguir una beca para estudiar en el Servicio Penitenciario Bonaerense, en la escuela que estaba en La Plata. Y me pidió dos cosas: terminar la secundaria, aunque no necesitaba ese requisito, pero me imponía esa condición; y que cuando me recibiera debía prestar servicios al menos por tres años en el Servicio Penitenciario de Entre Ríos a manera de devolución por la beca. Así, me pasa para hablar con Mario Vela, que era el secretario del Servicio de la Unidad Penal N° 2, que era un ex cura y había entrado como penitenciario; y me toma todos los datos personales.
-¿Y terminó la secundaria?
-Sí, por supuesto. En el año que termino la secundaria, me llamaron de la Unidad Penal para firmar unos papeles y me dijeron que desde La Plata me iban a llamar para ingresar como cadete enviado por el Servicio Penitenciario de Entre Ríos. Y me recuerdan que tenía que hacer la Escuela dos años y luego prestar tres años de servicios sin pedir la baja para devolver la beca que me estaban otorgando.
-¿Se fue a La Plata?
-En 1984 termino la secundaria y hago el viaje de egresados. Y el 18 de febrero de 1985 tenía que presentarme en la Escuela de Cadetes del Servicio Penitenciario Bonaerense, que quedaba en las calles 44 y 135. No tenía ni idea dónde quedaba. Mi padre se comunica con un hermano de él que vivía en Florencia Varela y ese fue mi primer destino antes de La Plata. Luego llegué en tren hasta la estación de La Plata y desde ahí me fui caminando, con la valija, aproximadamente unas 130 cuadras. Llegué a la Escuela, me presenté y me recibió Miguel Ángel Bazán. Y ahí comencé a descubrir la vocación por el servicio penitenciario y lo consolidé en Entre Ríos. El 5 de mayo de 1987 ingreso al Servicio Penitenciario de Entre Ríos. Mi primer destino fue la Unidad Penal N° 4, casualmente donde con el paso de los años fui director. Y en agosto de ese año me trasladan a la Unidad Penal de Concordia, que me recibe Alberto Melgar, porque tampoco conocía esa localidad.
-¿Nunca tuvo miedo por estar en la cárcel?
-En varias oportunidades he tenido ese sentimiento, especialmente cuando nos tocaba vivir alguna situación violenta o una refriega. Pero el miedo se supera sabiendo que hay protocolos que aplicar y en la confianza en el equipo de trabajo. Nunca tuve una situación de riesgo de vida, más allá de haber vivido momentos de nerviosismo y tensión. Pero nunca al extremo de sentir que la vida estaba en riesgo. Y esto dicho sabiendo que debo ser uno de los pocos oficiales que estuvo en cinco motines.
-¿Y eso es bueno o malo?
-Para mí es malo. Porque quiere decir que la disciplina interna se ha desbandado. Es una situación irregular. Si bien en mis primeros años en el Servicio Penitenciario los motines eran muy comunes, en las últimas décadas ya no es tan así. Y esto porque a alguien se le ocurrió una genialidad: que los internos tuvieran la posibilidad de recibir educación formal mientras están privados de su libertad. Eso disminuyó mucho la agresividad y generó hábitos más pacíficos. Lo mismo que las labores de taller.
-¿Cómo es la persona que se encuentra privada de la libertad?
-La libertad es uno de los valores más sagrados que tiene toda persona. Y cada persona es un universo. No se podría definir un patrón único para dar una respuesta. Pero si se admiten rasgos generales, podría decir que al principio todo condenado siente que es inocente y que atraviesa una situación de injusticia, donde todos conspiran contra él y que la culpa siempre la tienen los otros Son muy pocos los que admiten inicialmente sus responsabilidades. Luego, en los primeros días de estar alojado se deprime hasta que logra salir de esa situación y comienza a aceptar la realidad y sus responsabilidades. Hay que tener en cuenta que el más malevo de todos los malevos, estando privado de la libertad en algún momento se quiebra… y ahí comienza un tratamiento más positivo como el de empezar a estudiar o a acceder a otros beneficios como el de asistir a tareas laborales. Además hay que tener en cuenta que un Penal se maneja también con la colaboración de los propios internos, alentando los llamados liderazgos positivos.
-Usted tiene 31 años de servicio. En estas tres décadas ha visto a alguien que haya salido reivindicando el tener una segunda oportunidad…
-Sí, he visto varios y hoy son buenas personas, han rehecho su vida familiar. Los veo en las calles y nos saludamos y conversamos. Eso es un orgullo. Pero del mismo modo, también observo un gran porcentaje donde hoy están los nietos de presos que en algún momento tuve que cuidar. Son historias donde claramente el concepto de familia ha estado ausente. Se trata de una tercera generación familiar que continúa en el delito.
-También en estas tres décadas ha visto muchos cambios en el Servicio Penitenciario. ¿Cuál ha sido el más significativo?
-Fueron muchos. Pero si tuviera que señalar uno entre todos, me inclino por la Granja Penal El Potrero. Se trata de una Unidad Penal que está construida conviviendo en medio de un paisaje más acorde con la identidad de los entrerrianos, donde se realizan tareas que tienen que ver con la vida porque se hace huerta, se crían animales de granja y se tiene otro horizonte más amplio, con un cielo más ancho y no ese cuadrado húmedo que impide ver el futuro. Se trata de una granja productiva y fue un cambio importante.
-Paradójicamente usted fue el primer director de esa Granja Penal, construida en su primera pradera trabajada como tractorista a sus 12-13 años de edad…
-Pareciera que todo hubiera estado escrito por el destino. Fui el primer director y tomamos posesión de esas oficinas el 17 de agosto de 2011. Un día muy significativo, porque era el feriado por San Martín, figura a la que también admiro incansablemente. El entonces director del Servicio Penitenciario, Horacio Pascual, me ordenó que asumiera como director y fue sin duda mi mejor destino.
-¿Por qué dice eso?
-Porque la proyecté desde cero y porque se trata de un sistema muy apropiado para devolver a la sociedad mejores ciudadanos, más allá de que eso dependerá –y mucho- de la actitud que asuma cada interno. Me pidieron una granja productiva y que sea autosustentable para todo el Servicio Penitenciario de la provincia. Hacíamos huerta con todas las hortalizas, se ordeñaba y se aportaba la leche y se fabricaba la manteca. Se criaban animales de corrales: cerdos, corderos, vacunos, pollos, gansos, patos, conejos. Vendíamos por fin de año 250 lechones a la comunidad y eso era un muy buen ingreso para el Servicio Penitenciario, además de lograr el abastecimiento total. Además, montamos un laboratorio para detectar triquinosis y lo hicimos con fondos propios. Por eso el interno que está en la Granja Penal reduce a su mínima expresión su agresividad porque trabaja con la vida y con la naturaleza y además no está hacinado y tiene un entorno saludable. Le voy a dar un dato: para el Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (Inalud) el Servicio Penitenciario de Entre Ríos es uno de los mejores de América Latina en materia humanística. Ese Instituto califica al Servicio Penitenciario la ecuación que surge de las denuncias por malos tratos o apremios ilegales, los servicios educativos que se brinda a los internos y la formación de los agentes penitenciarios. En ese marco, el de Entre Ríos es uno de los mejores de América Latina y es un dato que no está tan difundido.
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO
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