Entrevista a Julio Derudi
“La unidad sapiencial entre la familia y la escuela se está perdiendo, porque ya no se educa a la persona”
Julio César Derudi nació el 14 de febrero de 1943. Hijo de don Celestino Derudi y de Irma Inés Cruz, es el menor de dos hermanos.
El mismo recuerda que su padre trabajaba en la construcción y que sus años de infancia fueron modestos “pero dignos”; y a pesar de esas limitaciones, tanto a él como a sus amigos, la familia y la escuela los marcaría en la formación como personas.
La referencia a la formación es obligada, porque él sostiene que se están perdiendo –“con tantas reformas educativas”- las posibilidades de educar de manera generacional.
Julio César es profesor de Historia. En 1965 estuvo al frente de una clase y se jubiló 34 años después, en 1999. “jamás pude evaluar un proyecto educativo integral porque a la mitad me lo cambiaban”, se lamentará a manera de crítica.
Egresado del Profesorado de Historia de la ya mítica Escuela Normal “Mariano Moreno” de Concepción del Uruguay, a Derudi no le interesa la historia como el mero saber de fechas, nombres y acontecimientos, sino fundamentalmente bucear en el pasado para aprender a caminar hacia el mañana.
Él mismo es un hombre que está anclado en la fe católica, y desde allí sale –mar adentro- a descubrir todos los días la maravilla de ser persona.
El diálogo con EL ARGENTINO se produjo una tarde de siesta, ideal para convocar a los hechos que expliquen un poco mejor cómo estamos en términos de comunidad y qué rumbos se deberían adoptar para progresar. “Es evidente que sin educación no hay progreso. Y cuando digo educación digo cultura y con ella la necesidad de amar la Verdad, el Bien y la Belleza”, lo señalará con mayúsculas. “Hoy apenas nos quedamos con la cultura tecnológica, que es el plano más inferior de una cultura”, y este punto quedará explicado más adelante.
Los juegos de entonces también convocarán en Derudi una forma de entender la vida. “Había códigos de amistad y en esa amistad una convivencia sana”, reflexionará y preguntará por qué hoy casi nadie sabe construir un barrilete o tener la maravilla de “pelarse las rodillas jugando a las bolitas”. Así de simple, con esos ejemplos convoca a reflexionar qué se está haciendo con este tiempo, que tiene una imagen falsa de pasar más de prisa que antes.
Sus primeras letras fueron en el hogar, “porque es la familia la primera educadora”. El primer grado inferior lo cursó bajo el llamado sistema de Escuelas Lainez.
“Mis primeras clases las tomé en la Escuela N° 5, y el primero superior lo hice ya en la Escuela Rawson. En 1954 rendí sexto grado libre y adelanté otro año más en mis estudios”, recordará.
Pero será 1955 un año que lo marcará. Debía iniciar su primer año de la escuela secundaria en el Colegio Nacional. “Fue un año tremendo, por la Revolución Libertadora, especialmente el 16 de septiembre. Y el horror que implicaba la pandemia de la poliomielitis. Creo que luego del 16 de septiembre ya no aparecimos más por la escuela”, referencia que ilustra la intensidad de aquellos años.
Justamente, el deterioro de la educación en todos sus niveles es una permanente reflexión en Derudi, quien insiste que “deberían mejorar las herramientas y especialmente los contenidos para enfrentar un problema que además de acuciante impide abordar el futuro. El docente debe ser un modelo, hay que insistir en ese concepto”, sostendrá.
La educación en Derudi es una preocupación permanente. En el diálogo que sigue, le aporta la mirada esperanzadora, pero que requerirá de un gran acuerdo social. No será fácil, nunca en la historia lo fue… pero siempre valdrá la pena intentarlo.
-¿Cuándo terminó la secundaria?
-Fue en 1959 en el Colegio Nacional. Recuerdo que a primer año íbamos con pantalones cortos y rodillas gordas y negras de jugar a las bolitas. Mi vocación era estudiar medicina. Pero justo en 1959 se inició un debate muy intenso en la universidad y se impuso el examen previo para el ingreso. Sentía que no estaba del todo preparado para ello. Y además mis padres, algo que luego les agradecería de corazón, creían que era muy joven para irme tan lejos. Lo concreto que ese año, 1959, no estudié. Y como no tenía nada que hacer, cursé dactilografía, porque la consigna en casa era estudiar o trabajar. Mi padre era albañil y trabajó en los molinos y en vacaciones de invierno y de verano nos llevaba a trabajar como peones al lado de él y nos decía: analicen qué quieren ser, si peón de albañil o estudiar. Y evidentemente uno notaba la diferencia de estar de sol a sol todo el día y hacer otra cosa.
-¿Qué recuerda de los juegos de infancia?
-Los deportes obligados en aquellos años estaban más vinculados con lo lúdico, el disfrutar. Por ejemplo, en mi casa había seis árboles de mandarinas, pero correr una carrera por la cuadra con un amigo era ganar una o dos mandarinas, era una delicia. El hecho ni siquiera estaba en ganar por ganar, sino en disfrutar de esas exigencias. Y el fútbol, siempre presente en nuestros años jóvenes. Primero con pelota de trapo y cuando accedíamos a una pelota de las buenas, las de cuero, entonces nos duraba una semana porque las reventábamos jugando. Recuerdo que esperábamos siempre un acontecimiento, generalmente sucedía donde estaba antes el Correo Argentino, en 25 de Mayo y Churruarín, donde estaba el Banco Mesopotámico. Ahí estaba la casa de César Grass, y esperábamos que llegara la Fundación Eva Perón que regalaba juguetes, aunque no siempre teníamos suerte. Con los muchachos hicimos el Club Dólar, que quedaba en Santa Fe e Ituzaingó. Creo que el nombre, aunque no estoy seguro, fue inspirado por unos cigarrillos que tenían esa denominación y no tanto por la moneda que hoy es tan famosa. Ahí había un sitio baldío y había otro más en donde actualmente existe un complejo habitacional en Rivadavia y Santa Fe. Esos eran nuestros refugios preferidos: el campito, nuestro territorio. Hoy parece mentira que un niño de catorce años no sepa jugar a las bolitas, a la payanga, al hoyo pelota, que no se sepa preparar un auto de carrera, de esos que se hacían con flejes y madera y por ruedas las latas de pomada. Fabricando esos juguetes aprendimos a tirar el centro del círculo, porque había que dar con el clavo exactamente en el centro. ¡Es una barbaridad que no se sepa construir un barrilete! Nosotros hacíamos dos: el de lujo, que era el dominguero; y la tarasca, que era chiquito y cuadrangular que generalmente se hacía con papel de diario mojado para que se estire y se le colocaba la cola con tiras de trapo anudadas. Ese se remontaba para hacer alguna travesura.
-¿Era la educación un camino a la superación?
-Sí, así lo vivíamos. Y con la educación las ansias de crecer. Mire, los medios de comunicación que teníamos era la radio. Y para encenderla debía estar siempre un mayor, porque los chicos teníamos prohibido tocar ese aparato grande y fascinante. Todo era preventivo, porque en aquella época la corriente era continúa y no alternada como ahora. Incluso para encender la radio, que eran a válvulas, había que prever varios minutos. No digo que la radio era un lujo, pero era un aparato más que importante en los hogares de entonces. Para que se tenga una idea, algunos venían con un mueble que medía más de un metro de alto, con patas largas. Y lo único que se escuchaba eran las series de Tarzán, Tody, y los Pérez García. Las lecturas iniciáticas fueron las novelas de aventuras, de historias de bucaneros y piratas. La imaginación crecía mucho, porque se la ejercitaba. Me casé en 1966, y en esa década todavía no había televisión y las carreras de automovilismo las seguía por radio. Hoy, que puedo verlas en vivo y en directo por la televisión, las de Turismo Carretera me gusta seguirla por radio. La necesidad de ejercitar la imaginación es algo que en el día de hoy, con una tecnología lo da todo servido, se va perdiendo.
-¿El testimonio por la fe de dónde le viene?
-De chico. Donde actualmente está la Parroquia “Nuestra Señora de Lourdes” estaban las señoritas Margalot, me acuerdo de Teresa. Ellas tenían una casa en Primera Junta y San Juan, que era conocida justamente como la “casa de las señoritas Margalot”, que fueron catequistas y nos prepararon a todos, incluso en hábitos de higiene. Así aprendimos a respetar al maestro, porque nos educamos en la confianza de que quien nos enseñaba, nos hacía un bien.
-¿Y de sus maestros qué recuerda?
-Muchísimas cosas porque tuve muchos maestros. Mi agradecimiento es inmenso. Voy a nombrar a algunos, pero sabiendo que seré injustos con otros. En la primaria me acuerdo de la señorita Borrajo. De la Escuela Rawson tengo recuerdos imborrables de la directora, señorita Ana Beatriz Arispe. Luego la vida me dio la suerte de trabajar con ella cuando fue apoderada del ISPED, a finales de la década del ´60. Y la vice de la Rawson era la señora Inés Garro de Iglesias. Me acuerdo que en la primaria ellas se paraban en la puerta de la escuela y nosotros entrábamos sin levantar la mirada. No por temor, sino por respeto. Jamás nos hicieron o dijeron algo, pero el respeto que su presencia imponía era casi proverbial. Además, eran tan rectas que cuando alguien recibía un reto, no se discutía: por algo había sido. La rectitud era sinónimo de un ser justo y amable. Y la familia acompañaba en consolidar esas imágenes. Mire, le voy a contar algo. En primer año nos cambiaron de profesora y en una evaluación me saqué un cuatro. Bueno, el primer año de la secundaria para mí fue muy difícil, porque era el más chico de todos, porque había rendido libre sexto grado, y tenía doce años cuando mis compañeros eran de catorce. Esos dos años de diferencias eran muchos. Bueno, me saqué un cuatro y al mediodía, en la mesa familiar, comenté que “la vieja me había puesto un cuatro”. Mire, aún conservo toda la dentadura, pero que me dolió, me dolió. Porque para mis padres era inconcebible que yo le faltara el respeto de esa manera tanto a la profesora, a ellos e incluso a mí mismo. Nunca más hablé mal de una persona.
-Quedó abierto el año en que finaliza la secundaria. Quería estudiar medicina, pero no pudo y en ese año estudió dactilografía. Pero ¿cuándo fue a estudiar el profesorado de Historia a Concepción del Uruguay?
-El año 1960 fue un poco sabático, solamente dactilografía. En 1961 me enteré que reiniciaba las clases el Profesorado de la Escuela Normal “Mariano Moreno” de Concepción del Uruguay. Mi padre me preguntó sino quería estudiar y me inscribí en el Profesorado de Historia. Allí aprendí que el docente tiene que pararse frente al aula y explicar todo el tema, nada de decirle a los alumnos vayan a su casa y estudien desde la página tal hasta esta otra. El docente tiene que motivar y tomar conciencia de que él es el modelo. Ese concepto lo viví antes, en la secundaria con profesores que fueron realmente maestros como Rodolfo García, Juan Jerónimo Borro, Guillermo Mostto… Todos eran por sí mismo una institución dentro del Colegio. Daban la cátedra con tal pedagogía que bastaba estar atento a la clase y luego reforzar con la lectura para comprender el tema. Había clases en que podíamos estar todo el santo día escuchando al maestro, sin necesidad de pedir un recreo. Por eso difiero con la pedagogía que hace investigar al alumno sin el conocimiento previo. Investigar no puede ser un mero acto de descubrir por sí mismo. Hay un principio básico que dice que nadie pasa de la posibilidad del saber, al saber, salvo que alguien esté en acto y permita ese traslado. Y esa persona no es otra que el maestro.
-Además ese traslado de convertir en acto una potencia, es un hecho concreto que le da el sentido mismo a la presencia del docente.
-Exacto. Docente es el que conduce, el que educa. Y educar viene de “sacar”, “conducir”, “guiar”. El aula hay que caminarlo y al alumno hay que decirle, hablarle, enseñarle, guiarlo, conducirlo. Y nos fuimos modelando con los ejemplos de los maestros que tuvimos. El docente tiene que ser modelo, hay que insistir con ese concepto.
-En aquellos años había menos datos, pero más conocimientos. Parece una contradicción…
-Ese es un buen detalle. La cultura general, la educación integral, la permanente observación de los valores, son parte de la clase, independientemente de la materia que se imparta. Pareciera que ahora se privilegia la información y no la formación. En aquellos años, el docente utilizaba la información para formar; y hoy con suerte nos quedamos solamente con el dato. Hoy estamos como presos de la computadora y terminamos creyendo que ella nos domina cuando es al revés. Por eso es fundamental para salir de esta decadencia que se haga una reforma educativa que priorice los contenidos. Y para eso no es requisito la plata, sino el saber. Que los contenidos incluyan los valores también como una prioridad. Si hoy se le pregunta a un chico acerca del concepto de Verdad, de Bien y de Belleza, seguramente el 99 por ciento no lo sabrá responder por la sencilla razón de que no lo aprendieron. Es decir, no tuvo un docente que se lo haya enseñado. No es culpa del chico, sino del adulto.
-¿Y cuál es el rol del Estado en esto?
-El Estado debe garantizar las condiciones para que la posibilidad de educar sea algo concreto. Ese es el principio de subsidariedad o de fomento que hasta el momento no se aplica de manera cabal. Y cuando hablo de condiciones me refiero a la libre elección de las familias sobre la educación de sus hijos y que los profesionales de la Educación puedan formar a la persona y luego en ciudadanos.
-Usted lo acaba de señalar: primero somos personas, luego nos convertimos en ciudadanos. Sin embargo las leyes de educación sólo hablan de educar al ciudadano, como si se hubieran olvidado de la persona.
-Por eso es esencial comprender ese concepto. Porque quien antecede y quien maneja al ciudadano es la persona. Por eso primero debe existir la formación de la persona, justamente para ser un buen ciudadano. Persona y ciudadano no son sinónimos, y la condición previa a la de ciudadano es la persona. El “per se”, por sí, me lleva a decir que yo resuelvo los temas míos. Pero para eso debo tener un basamento científico, moral y una jerarquía de valores para luego decir “esto es más válido que aquello”. Así puedo resolver por mí mismo. El padre se va a sentir feliz cuando vea que su hijo resuelve sus problemas y que lo hace bien. En las últimas décadas cualquiera hace cualquier cosa, el padre abandonó su autoridad. Por otra parte, esto es muy antiguo. Ya Platón en La República advierte: ojo cuando el padre se hace amigo del hijo y el alumno teme al docente. Así que podemos concluir que esta problemática no es nueva, pero lamentablemente las advertencias y las enseñanzas del pasado no las estamos aplicando como corresponde.
-¿Por qué se tiene la sensación de que hoy la educación no es igualitaria para todos?
-Porque antes un docente se paraba frente a su clase y cuando daba un tema, lo hacía para todo el mundo. Hoy, un docente le dice a sus alumnos vayan a internet e investiguen, pero resulta que no todos tienen computadora ni posibilidad económica de llegar a esa tecnología, e incluso quienes tienen computadora no necesariamente tienen internet. No quiero generalizar que así sean todos los docentes, pero que estamos en una tendencia, la estamos.
-El otro aspecto es que hoy el joven encuentra más contradicciones en el mundo del adulto que antes.
-Es que el adulto, integrante de una comunidad, ha perdido el rumbo de las jerarquías de los valores. Esa es nuestra sociedad actual. Antes, los valores que uno recibía en la casa se consolidaban en la escuela y formaban una sólida alianza en la educación integral de la persona. La escuela transmitía lo mismo que el hogar. Hoy es evidente que existe un divorcio entre la escuela y la familia. No sólo antes era más sólida la alianza entre la familia y la escuela, sino que una familia tenía más identificación con la escuela y por eso mandaba a sus hijos a estudiar y a educarse. Era una unidad sapiencial.
-Pero no se trata de que antes el docente era mejor que el actual, sino que ambos son en todo caso resultado de la formación que recibieron.
-Sí, es cierto. Pero eso está vinculado con las exigencias. Antes, cuando en el profesorado se concurría a un examen, siempre era como un final. Cuando se facilita el saber en los profesionales, es inevitable que el nivel cultural de un país disminuya. Si la Verdad, que es el plano más alto de la cultura, no se enseña; si el Bien y la Belleza no se enseñan, ni se aprecia ni se valora, entonces el nivel cultural queda por debajo de la tecnología.
-Y pensar que la tecnología es el nivel más bajo de una Cultura...
-Así es. Los niveles son: cultura artística, cultura moral o ética, cultura científica o teorética y la última la cultura tecnológica. Además, hay que tener en cuenta que lo tecnológico persigue lo útil. Pero hay que comprender que lo útil no nos perfecciona, sino que nos ayuda a vivir mejor. La Belleza comienza a perfeccionarme porque permite apreciar algo artístico que me hace sentir un regocijo interior que me trasciende. Y además de educar, cultiva. Ahora quiero yo formular una pregunta: ¿Quién enseña en una clase la Belleza si al maestro no se lo enseñaron? Por eso, si la educación no tiene en cuenta los planos de la cultura, nos pasa lo que nos ocurre hoy, donde más que crisis educativa y de valores vivimos una decadencia; producto de la mediocridad. Si uno lee a Julio Irazusta en “Balance de siglo y medio”, encontrará que cuando ocurrió la Revolución de Onganía, le preguntan qué opinión tenía sobre el nuevo gobierno. Y él dijo que era un general de Caballería, pero que no tenía más datos. Y agregó: el problema es que se necesita cambiar el régimen educativo anti Nación que traemos desde la historia misma. Porque ante cada gobierno malo, por malo que sea, siempre le sucederá otro peor. Lo dijo en 1966 pero el concepto se aplica hasta nuestros días.
-¿Cómo se recrea la esperanza frente a este diagnóstico?
-En términos educativos, toda solución hay que pensarla a muy largo plazo. Y cuando hablo de largo plazo me refiero por lo menos a dos generaciones. De esta decadencia se sale cuando se selle un pacto trascendental, donde la comunidad pueda participar activamente en el dictado de un proyecto de ley de política educativa, en donde debe definirse lo esencial del ser nacional. Es decir, qué persona queremos para las próximas décadas. Y que los gobiernos respeten esa construcción por lo menos durante un período adecuado que no debe ser menor a dos generaciones. Porque desde 1964 cuando estuve frente a un aula hasta 1999 que dejé de dar clases, jamás pude evaluar un proyecto educativo integral porque a la mitad me lo cambiaban. No tenemos continuidad y la continuidad debe ser recuperada como un valor clave para el futuro. Se que hoy en la Educación existen personas probas y muy sabias, pero lamentablemente no son escuchadas. Hay que formar hacia el Bien. Ya lo dijo San Juan: “Lo único que los hará libres es la Verdad”.
Por Nahuel Maciel
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