Entrevista a Manuel Michel, agricultor
“Es buena la tecnología, pero los valores son los únicos que nos hacen adelantar como personas”
Manuel Michel es productor agropecuario de toda la vida. Y cuando se dice de toda la vida, se trata de una actividad que le llega de sus padres, que él la alimentó y que hoy ya tiene la continuidad asegurada a través de sus hijos.
De toda la vida implica siempre muchas vidas.
Manuel Michel nació el 13 de junio de 1934. Está casado con Clara, con quien ha tenido tres hijos, Esther, Marta y Gustavo; quienes a su vez le dieron cuatro nietos.
Lo de Michel queda exactamente en la margen Este de la ruta nacional 14, a Concepción del Uruguay, poco antes del curvón de la primera lomada. Justo donde los paraísos se amontonan.
Ir hasta lo de don Manuel es atravesar las coordenadas del espacio, bordeando un paisaje verde de praderas y campos, de follajes y arboledas.
Es atravesar las coordenadas del tiempo donde habitan recuerdos y anhelos, donde el deseo significa recordar lo que aún no se ha vivido; y la memoria se hace hogar para que el presente crezca hacia la medida del mañana.
Ir hasta ese campo es comprender el movimiento sutil del tiempo y del espacio. Es dar testimonio con la vista del casi imperceptible movimiento de la orografía, cuando obliga a la tierra curvar su lomo para transformarlo en cuchillas.
El automóvil de EL ARGENTINO atravesó la tranquera de servicio y quedó a un costado del alambrado del casco principal, una casa antigua que tiene visibles signos de vida familiar. Ventanas abiertas con sus cortinados, los perros que se pasean como señores feudales en su reino y en los galpones del fondo el inconfundible ruido de las herramientas.
Atrás de la vivienda hay un huerto con frutales y árboles. Un olivo añoso, ciruelos, cítricos ofrecen sus prestancias para que el hombre y el paisaje se hagan uno. Ellos exhiben con orgullo el ser cobijos de pájaros y hacedores de sombras protectoras. Mirando hacia el Oeste, una cortina de pinares marca el límite exacto de la actividad hogareña con la faena rural.
El viento es tenue y sin embargo, sus ráfagas son más que suficiente para alborotar el pastizal. Los panaderos se liberan de sus ataduras de pastos gracias a ese soplo -suave y abarcador- que pone en movimiento la superficie de esta tierra imponente y majestuosa.
Una arboleda de resistentes paraísos da la bienvenida. Allí, una calandria disimula su presencia entre las ramas y juega con otras bandadas a dar conciertos de trinos.
Más allá, el revuelo de polvo ya no lo genera la brisa sino los perros que corren, que ladran nerviosos, a la visita extraña. Y el sol, tímido pero intenso luego de varios días de lluvia, insiste en llamar la atención de los insectos, cuyas alas plateadas descomponen los rayos en titilantes luces finitas.
La poca hacienda que deambula por los potreros huye del sol. Prefiere abandonar la seguridad del pastizal y la aguada y refugiarse bajo una sombra tutelar. Anticiparán la siesta, tal vez rumiando en la sombra lo que al otro día será leche fresca.
Bajo los pinares de añosa presencia se percibe una laguna seca, barrosa, pero con la humedad necesaria para atestiguar que por allí anduvieron pezuñas ansiosas de siesta y soledades.
Don Manuel Michel es agricultor. Aquel que encarna como ninguno la mezcla de la sangre y la tierra. De Europa conserva los rasgos físicos, la amistad por el trabajo, el idioma y la religión; de la tierra ese espíritu indómito, el innegociable amor por la libertad.
Michel es como uno más de los tantos colonos, a los que por denominación genérica se los conoce como gringos.
La Academia de la Lengua enseña que la palabra gringo tiene un origen discutido. Y el diccionario Etimológico dice que probablemente sea una alteración de “griego”, adoptado por los españoles para referenciar al extranjero.
Gringo –sostienen otros- proviene del vocablo sajón “green go”, y se remontan a 1836, más precisamente a la Batalla de El Álamo, Texas, cuando los mexicanos resistieron el avance de Estados Unidos y les gritaban “green go” (“verdes, váyanse”), debido a que el ejército estadounidense vestía uniforme verde.
Como sea, en Gualeguaychú se le llama gringo a todo aquel descendiente de ingleses, alemanes, franceses e italianos, aunque hoy los gringos de la colonia sean casi los últimos autóctonos del campo. Para ellos ser gringos o ser criollos, no es otra cosa que hacer de lo vivido una conciencia y de esa experiencia una forma de ser y estar en el mundo.
Don Manuel sale al encuentro, mientras tutela las maniobras que dirige su hijo Gustavo para desenterrar con un tractor un camión que carga una maquinaria pesada.
Saluda con la proverbial sonrisa del buen anfitrión y en el primer apretón de mano aclara “que soy lector de EL ARGENTINO desde hace más de cuarenta años”.
Invita a pasar a la casa, pero la propuesta se cambia por una caminata por los alrededores del campo, bordeando siempre la sombra de los árboles y cada tanto haciendo un alto en algún recuerdo.
“Nací el 13 de junio de 1934 y aquí vivo desde el 17 de abril de 1963. Mi casa paterna estaba ubicada sobre la ruta 20, en la zona del Rincón del Gato. Siempre he vivido en el campo. Mi padre era colono. Vivió en varias partes: en El Potrero, en la Colonia Santa Ana, camino al Gualeyancito”, dirá a modo de introducción, acaso resumiendo lo imposible: la vida.
-¿En el campo se está solo?
-Es difícil estar solo en el campo. Prácticamente todos los que estamos aquí nos conocemos desde hace añares. Por ejemplo, vecino de mi campo está el de Antonio Veronessi, con quien fuimos juntos a la escuela primaria. Lo veo venir y por su postura me doy cuenta si está triste o alegre, de tanto que lo conozco.
-Bueno, hoy las comunicaciones son diferentes, más al alcance de la mano…
-Sí, hay más tecnología para comunicarse. Pero antes la comunicación era más humana, más personal. Cuando era pibe vivía en Rincón del Gato, en la casa paterna. Y para ir a Gualeguaychú había que salir muy temprano, en un carro tirado por dos caballos. Era toda una aventura preparar el viaje como hacerlo. Se cargaba en una bolsa pan casero, el mate, algún alimento para el camino, agua, y las recomendaciones de comportamiento. Salíamos bien temprano y para la salida del sol estábamos cruzando el puente del Gualeyán. En un apunte llevábamos anotado todo lo que teníamos que hacer, paso a paso. A la entrada, por Primera Junta estaba el almacén de don Patrone y ahí dejábamos el pedido para la casa como fideos, arroz, yerba, azúcar y demás víveres. Cuando mi padre emprendía el regreso al campo, hacía allí una última parada y recogía en la carreta ese encargo.
-¿Y la escuela primaria la hizo en el campo también?
- La Escuela la cursé en la N° 48 que ahora se llama “Perito Moreno”. Hice hasta cuarto grado, que era el máximo al que podíamos acceder. Recuerdo que teníamos maestros que bien merecen que se les haga un monumento por su compromiso. El mío se llamaba Juan José Frade, era un maestro que había venido de Concepción del Uruguay, y al que le estoy profundamente agradecido. Un orgullo que tengo es que mis hijos pudieron estudiar y todos cosecharon la importancia de trabajar y aprendieron que el trabajo dignifica.
-¿A qué le temían en aquellas épocas?
-Las langostas siempre andaban amenazando con destruir todo. Cuando aparecían las nubes de langostas, todo quedaba destruido. El cielo azul se ocultaba detrás de esas nubes de langostas. Había bandadas tan grandes que oscurecían el sol. Y cuando venían las “saltonas” poníamos chapas como una barrera y las teníamos que quemar con lanzallamas. Era una lucha casi cuerpo a cuerpo. No siempre el agricultor ganaba esa batalla. Y hoy nos amenaza otra clase de langostas, son pingüineras.
-El campo siempre tiene el contraste de las dificultades pero la alegría de la cosecha.
-En el campo siempre se vive la esperanza. El hombre de campo está hecho de esperanzas, por eso afronta los sacrificios casi como una ofrenda. Se trabaja con la vida y tal vez por eso se forja el carácter de hacerle frente a las dificultades. He conocido hombres de ciudad que cuando ni bien les va mal, ya abandonan todo. En cambio, el hombre de campo se hace más fuerte. Pero ese hacerse más fuerte no es una tozudez, sino el espíritu mismo de saber de esperanzas. He conocido muchas familias de campo que han perdido todo y han tenido que comenzar de nuevo. Y pese a esa experiencia, volvieron a comenzar con las ilusiones intactas, sabiendo que el trabajo y la vida honesta, al final ofrecen la mejor cosecha para los hijos y los nietos.
-¿Qué le dice hoy el campo a la ciudad?
-No sé si hay un mensaje en particular. Lo que sí sé es que, siempre hablando en términos generales, los jóvenes y los no tan jóvenes han perdido la cultura del trabajo en la ciudad. Han perdido o no han vivido la importancia de levantarse cada vez que uno se cae. Esa es una enseñanza del campo, que bien merece ser aprendida. La juventud sólo ve apariencias. Hoy puede observar un tractor último modelo con aire acondicionado, con GPS, con la última tecnología. Pero no ven el sacrificio que se hizo para eso. Y el sacrificio no es otra cosa que rendirle honor a la cultura del trabajo y cuando se puede a la del ahorro. Si vieran un poquito más allá, se darían cuenta que antes uno se subía al tractor a las siete de la mañana y se bajaba al otro día a la misma hora, pero sin las comodidades de hoy. Cuando uno se bajaba del tractor, le blanqueaba la helada en la espalda, porque ni las capas de entonces alcanzaban para cubrirse de la intemperie. Si uno le cuenta a un joven de hoy el sacrificio que había que hacer antes, les digo que ni de novio podrían andar. Por ejemplo, yo para visitar a mi novia tenía que hacer ocho leguas a caballo.
-Eso es querer. Además ni siquiera tenían celulares para mensajes…
-No, no teníamos nada de eso. Recuerdo cuando compramos la primera garrafa de gas. Era un envase de tres kilos y lo usábamos para calentar un mate rápido. Fue todo un lujo y lo vivimos como un adelanto importante. Lo mismo nos pasó con la electricidad. Antes era un sol de noche, que había que bombearlo para que alumbrara con más intensidad. Las cosas cambian, algunas para bien y otras lo dudo. Mire, a pesar de tantos cambios, algo permanece: es la cultura del trabajo. Y lo digo por mis empleados. Los que fueron criados en el campo son trabajadores y de mucha confianza. Además, hay que tener conciencia de que la jornada laboral en el campo no se puede, a veces, fijar por horas. A veces son más y otras veces son menos, dependiendo de la faena que haya que hacer. Lo importante es terminar siempre lo que se ha comenzado. No sabemos hacer otra cosa que trabajar. Es un crimen tener tantas maquinarias paradas. Mal o bien hay que seguir, la rueda no puede ser detenida. Y todo aquel que es agricultor sabe de lo que estoy hablando. Por eso insisto, es bueno acceder a los adelantos tecnológicos; pero no hay que perder los valores, que es lo único que nos hace adelantar como personas.
-¿Y la vida espiritual cómo la llevan adelante en el campo?
-Pertenezco a la Iglesia Evangélica del Río de la Plata. Nuestro pastor es Delcio. Fui presidente de la comisión cuando se levantó el templo en Gualeguaychú, el que está ubicado en Corrientes y Colombo. Para la vida religiosa hay que ir al pueblo, aunque en mi caso particular debo decir que estoy radicado en la ciudad desde los años ´90. Participar de la fe es clave para la vida. Tener sentido religioso es una necesidad que nos hace persona.
-El campo está atravesando una época brava. ¿Tiene esperanza de una solución?
-Siempre la tengo. Hay que tener fe de que vamos a salir adelante. No sólo la gente del campo sabe que están mal, sino que la gran mayoría de la gente que vive en la ciudad comprende esta situación. Muchas industrias y comercio en el país se mueven cuando el campo está en movimiento. Las deudas que hay son muchas: los docentes están mal, los enfermeros, el policía. Encima gran parte de sus sueldos el Estado se los paga en negro y la plata para que funcionen casi nunca alcanza. Muchas cosas están mal. Un empleado cuesta en carga social 860 pesos y cuando la vez pasada necesitamos una atención médica, a pesar de tener obra social nos cobraron 25 pesos de plus y nadie nos defiende de eso. Es lamentable lo que nos pasa hoy, pero hay que tener fe a pesar de todo. Los anhelos y las esperanzas nunca hay que abandonarlas, porque sin ella no vamos a ningún lado.
-Y qué es lo que más preocupa hoy en día…
-Preocupaciones siempre tenemos, y de toda clase. Pero si tuviera que nombrar a una, sería el éxodo rural. Es mucha la gente que se está yendo. Por ejemplo, aquí en la Colonia Oficial Las Piedras había originalmente 18 colonos que el Gobierno en su momento les dio el campo y hoy apenas quedan dos originales de esa época. Eran agricultores y casi todos se fueron. El éxodo es lento pero nadie lo detiene. Es una pena cómo el campo se está despoblando.
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO ©
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