Entrevista al escritor Jorge Landó
“Sigo teniendo preferencia por el diálogo, por la sobremesa y cierta fobia al teléfono”
Jorge Fernando Landó nació el 26 de abril de 1942 en Gualeguaychú. Hijo de Fernando Daniel Landó Basavilbaso y de Nélida Sara Copello, es el mayor de tres hermanos. “Mis padres fueron metódicos. Nací yo y a los cuatro años nació mi hermano, cuatro años más tarde mi hermana. Fueron un reloj”, dice con el humor que lo caracteriza.
Este escritor próximo a cumplir setenta años, se entrevistó con EL ARGENTINO en la mañana del miércoles, en un horario impropio para quienes tienen la costumbre de extender el diálogo hasta esa hora de la madrugada cuando la noche se confunde con el alba.
El oficio de escribir pero también el recuerdo de maestros que dejaron huellas imborrables en su alma fueron parte de los temas abordados. El hábito y el placer de la lectura, la experiencia de haber sido parte de Gente de Letras y algunas memorias desprolijas que fueron apareciendo a medida que el mate pasaba de mano en mano también fueron poblados por la palabra de este autor “que siempre regresa a este paisaje único como es Entre Ríos”.
También estuvo presente el recuerdo de su bisabuelo paterno, que llegó a la ciudad desde la República Oriental del Uruguay. “Era constructor, como la mayoría de los tanos. Una especie de ingenieri”.
También referenciará con orgullo que fueron propietarios de la Farmacia Landó, que más tarde se llamaría Farmacia del Pueblo, ubicada en la mítica esquina de 25 de Mayo y Montevideo. “Era el tiempo donde más que farmacéutico se llamaban boticarios. Hacían recetas magistrales, elaboradas a mortero”.
“Mi casa de infancia estaba frente a lo que hoy es la Casa de la Cultura. Era una casa de alto, con 16 ambientes, tipo chorizos. Al final había un baño enorme, donde capaz que se podía organizar un baile para cincuenta personas”, dirá con más nostalgia que ironía.
Un escritor no es solamente el que escribe y mucho menos el que escribe libros. Un escritor no es enteramente un docente, pero sí puede ser enteramente un maestro. En todo caso, siempre será un discente, es decir, un discípulo. Así se define Jorge Landó, un alumno permanente. Y en esto descubre algo curioso: en literatura no hay nada escrito.
Capaz –y esto es una conjetura- Jorge Landó no vive de la literatura, de sus libros. Pero la literatura, el acto de escribir lo hace vivir.
A los veinte años conoció a Juan L. Ortíz. Estaba en Paraná y lo ve llegar en bicicleta por la costanera de ese pariente del mar. Lo para. Juan L. traía en su bicicleta un bolso de playa, de esos que tienen un compartimento de goma para poner la malla mojada. Comenzaron a hablar y del bolso el poeta de la luz y del río saca un manojo de papeles y le muestra lo último que había escrito en ese momento. Jorge Landó quedó deslumbrado. A la tarde lo visitó en la casa, y desde entonces siempre tiene necesidad de volver a Juan L. “De la misma forma a (José) Pedroni, a (Alfredo) Veiravé y a tantos otros”, dice mientras termina –uno tras otro- su cigarrillo.
-¿Dónde cursó la primaria?
-La primaria la curso en la Escuela Normal Olegario Víctor Andrade (Enova) hasta quinto grado. Era la época donde íbamos a primer grado inferior y luego superior. El sexto grado lo termino en la Escuela Rawson. De la primaria tengo muchos recuerdos. Especialmente la dedicación de las señoritas maestras. Entre ellas, siempre tengo presente la dulzura de la señorita de quinto grado, María Julia Duarte. Ella nos hacía hacer títeres, pero de alta escuela. De esto también pueden dar fe mis compañeros de entonces, Coco Leiva, Susana Chesini y tantos más. Y la secundaria la curso en el Colegio Nacional Luis Clavarino. Soy bachiller. En primer año fue inolvidable la experiencia que tuvimos con el profesor de Historia, Juan Batto, quien nos contagió la pasión por la memoria y el saber los hechos que nos trajeron a este presente. Esa pasión hasta el día de hoy me dura. También recuerdo con mucho cariño a la materia Castellano que impartía la profesora Anita Martínez Hanisquiri, a la que le decíamos cariñosamente “La Gallega”, porque tenía un cierto tono hispánico en su hablar. Ella siempre me animó a escribir, pero fundamentalmente a leer. Y otro profesor que dejó su huella inconfundible e imborrable fue Rodolfo García, un grande entre los grandes. Lo tuve poco tiempo, pero el suficiente para amarlo de manera entrañable. Lo tuve poco tiempo porque en el ´55 lo dejaron sin laburo. Regresó a las aulas en el 58, con las clases ya empezadas. Hanisquiri y García fueron como una bisagra, tanto para escribir como para gozar del hábito de leer. Con Hanisquiri conocimos a muchos escritores que en ese entonces no eran tan clásicos. Leímos “Pago chico” de Payró, que no era bien visto porque era socialista. Yo habría tenido trece o catorce años y ellos me alentaron a escribir, a leer. Me enseñaron a leer poesía con la vista pero fundamentalmente a leerla con el oído. Con “El Chancho” García debatíamos de manera permanente. Nos daba Literatura Argentina y las letras se mezclaban con la cultura, la historia, la geografía, la economía, las virtudes, la moral y la ética.
-¿Recuerda algo en particular?
-Muchas cosas, porque con ellos todo era particular. Una vez el profesor García me pide que pase al frente y me hace escribir en el pizarrón la siguiente secuencia: “Mitre. Político. Militar. Escritor. Historiador. Poeta. Traductor”. Entonces, le dije si me dejaba escribir “sinvergüenza”. Y sin enojarse por mi insolencia me dijo de manera aleccionadora: “No tire piedras contra el bronce porque le rebotarán y pueden partirle la cabeza”. Así enseñaba, dejando que uno se exprese, pero no dejaba nada pasar al azar.
-¿Estudios superiores?
-Todos incompletos. Al principio quería estudiar Medicina, influenciado por Luis Méndez que nos daba Anatomía. Fui a La Plata con ese objetivo, pero luego me pasé a Abogacía y también abandoné. Se podría decir que soy desertor de las mejores carreras tradicionales del país. Lo que nunca abandoné fue el teatro. Estudié con Juan Carlos Gené, con Francisco Javier. Y lo otro que siempre está conmigo es esta necesidad de leer y de escribir. Con el teatro podía vivir algunas temporadas, especialmente en la Provincia de Buenos Aires, en La Plata e incluso en Misiones. Pero fueron más las épocas bravas que las buenas. Tenía un amigo, Elbio “El Negro” Galván, que tocaba la guitarra y cantaba. Cuando el hambre no nos daba tregua, me decía: “Vení, Jorge, vamos a comer”. Y entonces salíamos por las peñas a tocar y a cantar. Él hacía un par de canciones folclóricas y yo recitaba escritos de Yamandú Rodríguez y así nos ganábamos las empanadas, las pizzas e incluso el vino.
-¿Cómo ingresa a Gente de Letras?
-Cuando me vine a Gualeguaychú en 1997, estaba los fines de semana porque trabajaba en una cantera de conchillas de Victoria y también andaba en las oficinas de esa firma en Paraná. Generalmente llegaba a la ciudad los viernes por la noche y Gente de Letras se reunían los martes. Pero, en aquel tiempo programaban para los sábados diversos actos y ese espacio, para alguien que estaba medio descolgado o recién llegado, ir a Gente de Letras era una muy buena salida. Así los conocí, como público. Era un grupo grande, de casi 25 personas. Una vez pude ir a la reunión de los martes, medio de casualidad. Ya me habían publicado en la revista de Gente de Letras un romance muy viejo, de 1984. Todavía me sigue gustando ese romance. Luego dejé de laburar en la cantera y participo seguido con Gente de Letras, haciendo al principio los partes de prensa. Confeccionaba las gacetillas en la vieja y querida máquina de escribir Olivetti y luego hacía fotocopias para distribuir en los distintos medios. Más tarde integré el comité de redacción de la revista hasta fines de 2001, cuando me vuelvo a ir de la ciudad. Se fue Luis Castillo que era el director de la revista y Olga Lonardi, sola su alma, a pulmón, sacó un número en diciembre de 2001. Fue casi una patriada.
-Fue cuando la revista dejó de salir durante tres años…
-Sí. De regreso en 2004, me llaman de Gente de Letras, que ya era –dicho con cariño- la pálida sombra de lo que había sido. A las reuniones íbamos cinco, seis personas. El asunto es que me piden que me haga cargo de la revista y al principio salieron números con bastante frecuencia: cuatro números por año. Luego la periodicidad se fue estirando hasta que llegamos a años donde publicábamos solamente un número. Este año, el 2011 sacamos el número ochenta. Pero lo hicimos por la pasión que nos inspiran los números redondos: no celebramos el 74, 78, sino los 70 o los 80. Ahora estoy cansado y por el momento no sigo más en ese maravilloso grupo de amigos.
-¿Cómo observa la producción literaria en la ciudad?
-Muy bien, especialmente porque hay una renovación generacional que es importante en su calidad literaria y además los más viejos siguen produciendo. Eso es muy bueno. La producción es importante y hay camadas que vienen empujando con vigor desde abajo. Fijate que los que habíamos quedado en Gente de Letras ya éramos muy viejos y a los gurises no les gusta juntarse tanto con nosotros. Eso sí, nosotros con los jóvenes podemos estar horas y horas dialogando e intercambiando pareceres, pero no siempre se da al revés.
-¿Cómo saciaba la lectura en su época?
-Como la mayoría, era un ratón de biblioteca. De chico iba a la Biblioteca Sarmiento. Los bibliotecarios eran Anaya, padre de una compañera de escuela primaria y la histórica Enriqueta Burlando. Ambos me veían llegar y me iban orientando, gradualmente, en las lecturas. Con sólo preguntar qué puedo leer, se me abría un abanico de posibilidades y descubrimientos que fue fascinante. El viernes me llevaba dos o tres libros para mi casa y los leía en ese fin de semana. Además, en mi casa se leía. Mi viejo tenía una biblioteca jurídica, filosófica y política importante.
-Y su relación con la palabra más allá de la lectura y la escritura…
-El idioma ha tenido cambios. Provengo de una generación donde la palabra oral es muy importante. Soy de una época donde el diálogo se fomentaba. No teníamos internet ni siquiera teléfonos de línea de manera masiva y el celular era inimaginable. Así que si queríamos saber de alguien, no había mejor sistema que verse cara a cara, sentarse y entablar un diálogo. Sigo teniendo preferencia por el diálogo, por la sobremesa y cierta fobia al teléfono. Cuando era muchacho no hablaba por teléfono con mis amigos. Agarraba la bicicleta y me iba a la casa de ellos, tomábamos mate y charlábamos del tema que viniera. Charlar entre amigos es algo que conservo. La charla siempre estuvo presente en mi vida. De chico, cosa rara, me dejaban asistir como escucha a la charla de los más grandes. Mi abuelo murió cuando yo tenía cinco años, pero recuerdo que en su farmacia se hacía todas las mañanas una especie de peña. Se ponían sillas y se sentaban los amigos de mi abuelo a dialogar. Del único que me acuerdo es de don Sixto Vela, por su figura y porque fue la última persona que vi en mi vida que usaba levita y una barba blanca imponente. Iba Luis Doello Jurado. Conversar, más adelante, con Enrique Piaggio, Antonio Machado, Ángel Vicente Aráoz. Ellos me re despertaron esta vocación, esta pasión por la literatura. Y si alguien se quiere quejar, aviso que el único que queda vivo es don Enrique.
-Se ha perdido esto del diálogo…
-En lo personal no lo he perdido. Sigo teniendo interlocutores y nos reunimos en alguna casa a comer, a tomar vino, un mate y hablamos horas, fundamentalmente de literatura. Incluso siempre se suman gente nueva. Un amigo, que escribe poesía de la buena y trabaja en el Casino, siempre aparece para charlar. Cuando tiene franco me manda un mensaje de texto breve que dice: “Café. Tarde”. Y nos quedamos hasta altas horas de la madrugada hablando, hablando.
-¿Está escribiendo?
-Poco y nada. Me mudé varias veces en los últimos tiempos y ese acomodarse me quita las ganas. Además, vivo en un lugar muy chiquito y estoy acostumbrado a sentarme solo. Me cuesta encontrar el espacio para sentarme a pensar y a escribir. Pero, lo que no he dejado de hacer es leer. Ahora estoy leyendo historia, cuentos y novelas. Leo a (Jorge Luis) Borges siempre, a Saramago, Tomás Eloy Martínez, entre otros. Y estoy leyendo Historia Argentinas de José María Rosas. Son veinte tomos y voy por el quinto. Termino uno, descanso y voy a la biblioteca a buscar el otro. No escribo con la frecuencia que me gustaría, pero leo con mucha avidez. Leyendo historia me nacen algunos reproches: por ejemplo que no podamos romper con el centralismo porteño. Que no podamos vivir el federalismo de manera más plena. Nos pasa a los trabajadores de la cultura. ¿Cuántos artistas del interior talentosos en letras, plástica, teatro y otras artes tienen que remar de manera infatigable para coronar sus esfuerzos porque la meca sigue siendo el puerto de Buenos Aires? La difusión de la cultura sigue siendo centralista.
-Encima se venden pocos libros…
-Así es. No sólo que tenemos que aprender a escribir, sino también aprender a publicar nuestros libros, muchas veces pagando. Y eso tampoco es suficiente. Ahora debemos aprender a distribuirlos. Hace unos años vino un escritor de Victoria, Carlos Sforza, a presentar un libro de cuentos muy bueno y hablamos de esta situación. Es más, ni siquiera en Buenos Aires es común encontrar poesía en las librerías. Un poeta, que es un gran aforista, llamado Guillermo Boido, heredero de (Antonio) Porchia y (Roberto) Juarroz, sentenció: “La poesía no se vende, porque no se vende”. Y es cierto. La vez pasada andaba buscando para un amigo que vive hace años en Estados Unidos, libros de Raúl González Tuñón. Recorrí muchas librerías, en muchas partes y pude encontrar solamente uno. El resto le tuve que hacer fotocopias de los títulos que eran míos. Es real: la poesía no se vende, porque no se vende. Después hay algunos misterios. Es casi imposible encontrar en una librería de Gualeguaychú y me atrevo a decir de la provincia, un ejemplar de cualquier Premio Fray Mocho. Anduve buscando y encontré algunos en Bibliotecas Populares, pero es muy difícil que estén en las librerías. Pero, en fin: siempre seguiremos escribiendo.
Elogio del vino
“No perdurará la poesía escrita por los bebedores de agua”
Quinto Horacio Flaco (Poeta latino S. I A. de C.)
“Elegí hermano, vino, diván o sicofárrmacos”
Julián Barrios (Filósofo argentino S. XX D. de C.)
Vino amigo
viejo compañero
fruto oscuro o dorado de la viña
que se cultiva lejos
fabricante de calma artífice de olvido
tu sabor suena como un piano
en blues, en tango o chacarera
tu palabra que escucho en mi garganta
es la mejor terapia
sin dólares divanes ni pastillas.
Te contraindican vino
los sesudos doctores de la angustia
dicen que potenciás su brujería
yo contraindico las pastillas
que te potencian vino inútilmente
para qué potenciarte si traés de la tierra
la savia inagotable del saber infinito
si has bebido del sol luz para largo tiempo
por eso alumbrás vino y tu luz es tan clara
que ciega a veces si no saben mirarte
al fin de cuentas ciegos fueron Borges
Homero y Milton.
Por eso seguí vino
tu marcha al horizonte porque se muere más
de soledad que de cirrosis.
Jorge F. Landó
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO ©
Este escritor próximo a cumplir setenta años, se entrevistó con EL ARGENTINO en la mañana del miércoles, en un horario impropio para quienes tienen la costumbre de extender el diálogo hasta esa hora de la madrugada cuando la noche se confunde con el alba.
El oficio de escribir pero también el recuerdo de maestros que dejaron huellas imborrables en su alma fueron parte de los temas abordados. El hábito y el placer de la lectura, la experiencia de haber sido parte de Gente de Letras y algunas memorias desprolijas que fueron apareciendo a medida que el mate pasaba de mano en mano también fueron poblados por la palabra de este autor “que siempre regresa a este paisaje único como es Entre Ríos”.
También estuvo presente el recuerdo de su bisabuelo paterno, que llegó a la ciudad desde la República Oriental del Uruguay. “Era constructor, como la mayoría de los tanos. Una especie de ingenieri”.
También referenciará con orgullo que fueron propietarios de la Farmacia Landó, que más tarde se llamaría Farmacia del Pueblo, ubicada en la mítica esquina de 25 de Mayo y Montevideo. “Era el tiempo donde más que farmacéutico se llamaban boticarios. Hacían recetas magistrales, elaboradas a mortero”.
“Mi casa de infancia estaba frente a lo que hoy es la Casa de la Cultura. Era una casa de alto, con 16 ambientes, tipo chorizos. Al final había un baño enorme, donde capaz que se podía organizar un baile para cincuenta personas”, dirá con más nostalgia que ironía.
Un escritor no es solamente el que escribe y mucho menos el que escribe libros. Un escritor no es enteramente un docente, pero sí puede ser enteramente un maestro. En todo caso, siempre será un discente, es decir, un discípulo. Así se define Jorge Landó, un alumno permanente. Y en esto descubre algo curioso: en literatura no hay nada escrito.
Capaz –y esto es una conjetura- Jorge Landó no vive de la literatura, de sus libros. Pero la literatura, el acto de escribir lo hace vivir.
A los veinte años conoció a Juan L. Ortíz. Estaba en Paraná y lo ve llegar en bicicleta por la costanera de ese pariente del mar. Lo para. Juan L. traía en su bicicleta un bolso de playa, de esos que tienen un compartimento de goma para poner la malla mojada. Comenzaron a hablar y del bolso el poeta de la luz y del río saca un manojo de papeles y le muestra lo último que había escrito en ese momento. Jorge Landó quedó deslumbrado. A la tarde lo visitó en la casa, y desde entonces siempre tiene necesidad de volver a Juan L. “De la misma forma a (José) Pedroni, a (Alfredo) Veiravé y a tantos otros”, dice mientras termina –uno tras otro- su cigarrillo.
-¿Dónde cursó la primaria?
-La primaria la curso en la Escuela Normal Olegario Víctor Andrade (Enova) hasta quinto grado. Era la época donde íbamos a primer grado inferior y luego superior. El sexto grado lo termino en la Escuela Rawson. De la primaria tengo muchos recuerdos. Especialmente la dedicación de las señoritas maestras. Entre ellas, siempre tengo presente la dulzura de la señorita de quinto grado, María Julia Duarte. Ella nos hacía hacer títeres, pero de alta escuela. De esto también pueden dar fe mis compañeros de entonces, Coco Leiva, Susana Chesini y tantos más. Y la secundaria la curso en el Colegio Nacional Luis Clavarino. Soy bachiller. En primer año fue inolvidable la experiencia que tuvimos con el profesor de Historia, Juan Batto, quien nos contagió la pasión por la memoria y el saber los hechos que nos trajeron a este presente. Esa pasión hasta el día de hoy me dura. También recuerdo con mucho cariño a la materia Castellano que impartía la profesora Anita Martínez Hanisquiri, a la que le decíamos cariñosamente “La Gallega”, porque tenía un cierto tono hispánico en su hablar. Ella siempre me animó a escribir, pero fundamentalmente a leer. Y otro profesor que dejó su huella inconfundible e imborrable fue Rodolfo García, un grande entre los grandes. Lo tuve poco tiempo, pero el suficiente para amarlo de manera entrañable. Lo tuve poco tiempo porque en el ´55 lo dejaron sin laburo. Regresó a las aulas en el 58, con las clases ya empezadas. Hanisquiri y García fueron como una bisagra, tanto para escribir como para gozar del hábito de leer. Con Hanisquiri conocimos a muchos escritores que en ese entonces no eran tan clásicos. Leímos “Pago chico” de Payró, que no era bien visto porque era socialista. Yo habría tenido trece o catorce años y ellos me alentaron a escribir, a leer. Me enseñaron a leer poesía con la vista pero fundamentalmente a leerla con el oído. Con “El Chancho” García debatíamos de manera permanente. Nos daba Literatura Argentina y las letras se mezclaban con la cultura, la historia, la geografía, la economía, las virtudes, la moral y la ética.
-¿Recuerda algo en particular?
-Muchas cosas, porque con ellos todo era particular. Una vez el profesor García me pide que pase al frente y me hace escribir en el pizarrón la siguiente secuencia: “Mitre. Político. Militar. Escritor. Historiador. Poeta. Traductor”. Entonces, le dije si me dejaba escribir “sinvergüenza”. Y sin enojarse por mi insolencia me dijo de manera aleccionadora: “No tire piedras contra el bronce porque le rebotarán y pueden partirle la cabeza”. Así enseñaba, dejando que uno se exprese, pero no dejaba nada pasar al azar.
-¿Estudios superiores?
-Todos incompletos. Al principio quería estudiar Medicina, influenciado por Luis Méndez que nos daba Anatomía. Fui a La Plata con ese objetivo, pero luego me pasé a Abogacía y también abandoné. Se podría decir que soy desertor de las mejores carreras tradicionales del país. Lo que nunca abandoné fue el teatro. Estudié con Juan Carlos Gené, con Francisco Javier. Y lo otro que siempre está conmigo es esta necesidad de leer y de escribir. Con el teatro podía vivir algunas temporadas, especialmente en la Provincia de Buenos Aires, en La Plata e incluso en Misiones. Pero fueron más las épocas bravas que las buenas. Tenía un amigo, Elbio “El Negro” Galván, que tocaba la guitarra y cantaba. Cuando el hambre no nos daba tregua, me decía: “Vení, Jorge, vamos a comer”. Y entonces salíamos por las peñas a tocar y a cantar. Él hacía un par de canciones folclóricas y yo recitaba escritos de Yamandú Rodríguez y así nos ganábamos las empanadas, las pizzas e incluso el vino.
-¿Cómo ingresa a Gente de Letras?
-Cuando me vine a Gualeguaychú en 1997, estaba los fines de semana porque trabajaba en una cantera de conchillas de Victoria y también andaba en las oficinas de esa firma en Paraná. Generalmente llegaba a la ciudad los viernes por la noche y Gente de Letras se reunían los martes. Pero, en aquel tiempo programaban para los sábados diversos actos y ese espacio, para alguien que estaba medio descolgado o recién llegado, ir a Gente de Letras era una muy buena salida. Así los conocí, como público. Era un grupo grande, de casi 25 personas. Una vez pude ir a la reunión de los martes, medio de casualidad. Ya me habían publicado en la revista de Gente de Letras un romance muy viejo, de 1984. Todavía me sigue gustando ese romance. Luego dejé de laburar en la cantera y participo seguido con Gente de Letras, haciendo al principio los partes de prensa. Confeccionaba las gacetillas en la vieja y querida máquina de escribir Olivetti y luego hacía fotocopias para distribuir en los distintos medios. Más tarde integré el comité de redacción de la revista hasta fines de 2001, cuando me vuelvo a ir de la ciudad. Se fue Luis Castillo que era el director de la revista y Olga Lonardi, sola su alma, a pulmón, sacó un número en diciembre de 2001. Fue casi una patriada.
-Fue cuando la revista dejó de salir durante tres años…
-Sí. De regreso en 2004, me llaman de Gente de Letras, que ya era –dicho con cariño- la pálida sombra de lo que había sido. A las reuniones íbamos cinco, seis personas. El asunto es que me piden que me haga cargo de la revista y al principio salieron números con bastante frecuencia: cuatro números por año. Luego la periodicidad se fue estirando hasta que llegamos a años donde publicábamos solamente un número. Este año, el 2011 sacamos el número ochenta. Pero lo hicimos por la pasión que nos inspiran los números redondos: no celebramos el 74, 78, sino los 70 o los 80. Ahora estoy cansado y por el momento no sigo más en ese maravilloso grupo de amigos.
-¿Cómo observa la producción literaria en la ciudad?
-Muy bien, especialmente porque hay una renovación generacional que es importante en su calidad literaria y además los más viejos siguen produciendo. Eso es muy bueno. La producción es importante y hay camadas que vienen empujando con vigor desde abajo. Fijate que los que habíamos quedado en Gente de Letras ya éramos muy viejos y a los gurises no les gusta juntarse tanto con nosotros. Eso sí, nosotros con los jóvenes podemos estar horas y horas dialogando e intercambiando pareceres, pero no siempre se da al revés.
-¿Cómo saciaba la lectura en su época?
-Como la mayoría, era un ratón de biblioteca. De chico iba a la Biblioteca Sarmiento. Los bibliotecarios eran Anaya, padre de una compañera de escuela primaria y la histórica Enriqueta Burlando. Ambos me veían llegar y me iban orientando, gradualmente, en las lecturas. Con sólo preguntar qué puedo leer, se me abría un abanico de posibilidades y descubrimientos que fue fascinante. El viernes me llevaba dos o tres libros para mi casa y los leía en ese fin de semana. Además, en mi casa se leía. Mi viejo tenía una biblioteca jurídica, filosófica y política importante.
-Y su relación con la palabra más allá de la lectura y la escritura…
-El idioma ha tenido cambios. Provengo de una generación donde la palabra oral es muy importante. Soy de una época donde el diálogo se fomentaba. No teníamos internet ni siquiera teléfonos de línea de manera masiva y el celular era inimaginable. Así que si queríamos saber de alguien, no había mejor sistema que verse cara a cara, sentarse y entablar un diálogo. Sigo teniendo preferencia por el diálogo, por la sobremesa y cierta fobia al teléfono. Cuando era muchacho no hablaba por teléfono con mis amigos. Agarraba la bicicleta y me iba a la casa de ellos, tomábamos mate y charlábamos del tema que viniera. Charlar entre amigos es algo que conservo. La charla siempre estuvo presente en mi vida. De chico, cosa rara, me dejaban asistir como escucha a la charla de los más grandes. Mi abuelo murió cuando yo tenía cinco años, pero recuerdo que en su farmacia se hacía todas las mañanas una especie de peña. Se ponían sillas y se sentaban los amigos de mi abuelo a dialogar. Del único que me acuerdo es de don Sixto Vela, por su figura y porque fue la última persona que vi en mi vida que usaba levita y una barba blanca imponente. Iba Luis Doello Jurado. Conversar, más adelante, con Enrique Piaggio, Antonio Machado, Ángel Vicente Aráoz. Ellos me re despertaron esta vocación, esta pasión por la literatura. Y si alguien se quiere quejar, aviso que el único que queda vivo es don Enrique.
-Se ha perdido esto del diálogo…
-En lo personal no lo he perdido. Sigo teniendo interlocutores y nos reunimos en alguna casa a comer, a tomar vino, un mate y hablamos horas, fundamentalmente de literatura. Incluso siempre se suman gente nueva. Un amigo, que escribe poesía de la buena y trabaja en el Casino, siempre aparece para charlar. Cuando tiene franco me manda un mensaje de texto breve que dice: “Café. Tarde”. Y nos quedamos hasta altas horas de la madrugada hablando, hablando.
-¿Está escribiendo?
-Poco y nada. Me mudé varias veces en los últimos tiempos y ese acomodarse me quita las ganas. Además, vivo en un lugar muy chiquito y estoy acostumbrado a sentarme solo. Me cuesta encontrar el espacio para sentarme a pensar y a escribir. Pero, lo que no he dejado de hacer es leer. Ahora estoy leyendo historia, cuentos y novelas. Leo a (Jorge Luis) Borges siempre, a Saramago, Tomás Eloy Martínez, entre otros. Y estoy leyendo Historia Argentinas de José María Rosas. Son veinte tomos y voy por el quinto. Termino uno, descanso y voy a la biblioteca a buscar el otro. No escribo con la frecuencia que me gustaría, pero leo con mucha avidez. Leyendo historia me nacen algunos reproches: por ejemplo que no podamos romper con el centralismo porteño. Que no podamos vivir el federalismo de manera más plena. Nos pasa a los trabajadores de la cultura. ¿Cuántos artistas del interior talentosos en letras, plástica, teatro y otras artes tienen que remar de manera infatigable para coronar sus esfuerzos porque la meca sigue siendo el puerto de Buenos Aires? La difusión de la cultura sigue siendo centralista.
-Encima se venden pocos libros…
-Así es. No sólo que tenemos que aprender a escribir, sino también aprender a publicar nuestros libros, muchas veces pagando. Y eso tampoco es suficiente. Ahora debemos aprender a distribuirlos. Hace unos años vino un escritor de Victoria, Carlos Sforza, a presentar un libro de cuentos muy bueno y hablamos de esta situación. Es más, ni siquiera en Buenos Aires es común encontrar poesía en las librerías. Un poeta, que es un gran aforista, llamado Guillermo Boido, heredero de (Antonio) Porchia y (Roberto) Juarroz, sentenció: “La poesía no se vende, porque no se vende”. Y es cierto. La vez pasada andaba buscando para un amigo que vive hace años en Estados Unidos, libros de Raúl González Tuñón. Recorrí muchas librerías, en muchas partes y pude encontrar solamente uno. El resto le tuve que hacer fotocopias de los títulos que eran míos. Es real: la poesía no se vende, porque no se vende. Después hay algunos misterios. Es casi imposible encontrar en una librería de Gualeguaychú y me atrevo a decir de la provincia, un ejemplar de cualquier Premio Fray Mocho. Anduve buscando y encontré algunos en Bibliotecas Populares, pero es muy difícil que estén en las librerías. Pero, en fin: siempre seguiremos escribiendo.
Elogio del vino
“No perdurará la poesía escrita por los bebedores de agua”
Quinto Horacio Flaco (Poeta latino S. I A. de C.)
“Elegí hermano, vino, diván o sicofárrmacos”
Julián Barrios (Filósofo argentino S. XX D. de C.)
Vino amigo
viejo compañero
fruto oscuro o dorado de la viña
que se cultiva lejos
fabricante de calma artífice de olvido
tu sabor suena como un piano
en blues, en tango o chacarera
tu palabra que escucho en mi garganta
es la mejor terapia
sin dólares divanes ni pastillas.
Te contraindican vino
los sesudos doctores de la angustia
dicen que potenciás su brujería
yo contraindico las pastillas
que te potencian vino inútilmente
para qué potenciarte si traés de la tierra
la savia inagotable del saber infinito
si has bebido del sol luz para largo tiempo
por eso alumbrás vino y tu luz es tan clara
que ciega a veces si no saben mirarte
al fin de cuentas ciegos fueron Borges
Homero y Milton.
Por eso seguí vino
tu marcha al horizonte porque se muere más
de soledad que de cirrosis.
Jorge F. Landó
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO ©
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