Informe Especial
Las antigüedades atesoran las huellas de la historia
Ingresar a un local de antigüedades es introducirse en un ambiente donde lo efímero da paso a la historia. No necesariamente quien arriba interesado en una antigüedad lo hace en busca de esa historia, pero esa leyenda va impresa en el bien. Por lo general, quienes llegan buscan el valor estético o económico del objeto o de la obra de arte.
Tal vez inconscientemente, el comprador va a buscar el “aura” que queda impregnada desde el instante creativo del bien. Para utilizar palabras del filósofo alemán Walter Benjamin, el cliente adquiere “el aquí y el ahora” de la obra de arte. Se trata del momento irrepetible de su manufactura, imposible de hallar en los bienes modernos, tomados como mercancías desde el momento de la elaboración. Estas últimas borran sus huellas y están destinadas a irrumpir en nuestros hogares para ser consumidas. No puede ser otra la finalidad.
Cámaras de foto alemanas e inglesas que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial y que desembarcaron en la Pampa en la mano de nuestros empobrecidos abuelos; soldaditos de plomo que participaron en cruentas e imaginarias batallas de decenas de niños; muebles de cedro y roble que llevan impregnado el aroma de vestidos y pañuelos pertenecientes a distinguidas damas de familias patricias, fonolas en perfecto estado de conservación, donde seguramente se reprodujeron los acordes melodiosos de “Mi noche triste”, el primer tango cantado por el zorzal criollo. Por la singularidad de su creación como su perdurabilidad, estos objetos alcanzan valores superiores a cualquier mercancía. Por ello, la clientela que ingresa en esos espacios donde el tiempo queda suspendido es seleccionada, según reveló a EL ARGENTINO María Celeste Piacenza, propietaria de El Galpón. “Ingresa todo tipo de personas, pero quienes se llevan una antigüedad buscan objetos en particular y tienen un poder adquisitivo medio alto”, explicó.
Otra de las causas para su alto valor es el tiempo que demanda la restauración. Para ilustrar se puede citar el caso de una araña de techo centenaria, adquirida por Ester de Piacenza a principios del año pasado. Desde aquel entonces a esta parte se desarmó, se lavaron los caireles, le colocaron cables nuevos, la pulió y le consiguieron las partes faltantes. Ester confía en que a mediados de año esté lista para una “venta segura”.
Esta confianza se basa en el profundo conocimiento de Ester en el mercado de las antigüedades. La formación de los expertos y el manejo de información certera y de calidad son imprescindibles en el mercado de las antigüedades. Esa especialización es el nombre de la relación que establecen cliente y anticuario.
El anticuario sabe que junto con un objeto vende el halo de exclusividad que los mismos otorgan a quien los adquiere. Estatuillas chinas y esculturas de damas del romanticismo italiano, antes propias de museos o colecciones privadas, llegan a nuestros hogares y nos posicionan en un lugar de distinción. Ser portador de un cuadro original de Xul Solar nos eleva a otro escalón que el resto de los mortales. Lo mismo si alguna circunstancial visita se topa sorpresivamente con nuestra cama francesa del siglo XVIII. El bronce niquelado original de las cabeceras, su ensamble con el jergón de cedro y su valor superior a los mil pesos será comentario ineludible en la velada con nuestras visitas.
Son piezas escasas, por eso valiosas. Llevan el sabor añejo de lo hecho artesanalmente. Son artículos entrañables que aportan a cada rincón el toque de lo mágico y nostálgico, que además disparan la imaginación de quien las contempla. El objeto lo interpela y lo transporta a otros tiempos a los que solo es posible acceder con la adquisición del bien.
Simultáneamente, las antigüedades se sobreponen al espacio. Ellas estuvieron en ningún lado y en todas partes. “Esta araña vino de Andalucía; luego la compró y usó un matrimonio de la pampa bonaerense, hasta que sus herederos decidieron sacársela de encima y la vendieron a un negocio de antigüedades de Buenos Aires. La vi en el negocio y supe que debía terminar en mi living”, nos cuenta Olga, una fanáticas de aquellos bienes mayores a los cien años de vivencias.
Es similar el caso de la caja registradora que descansa en un rincón y espera un nuevo dueño en el local de Ester. Pasó los controles de la Aduana Nacional el 15 de diciembre de 1925. De inmediato fue puesta a la venta, como novedad, en un local de la en ese entonces aristocrática Avenida Corrientes. Un comerciante que necesitaba volver más eficientes sus cuentas la adquirió para su pulpería de la localidad bonaerense de José Mármol. Décadas más tardes fue a parar a una estancia del departamento Gualeguaychú, hasta que fue adquirida por el local de antigüedades de Del Valle y Maipú.
Así como en su aspecto lleva impregnadas las cicatrices de un tiempo que pasó, la vetusta caja es también testigo, no tan silenciosa, de cientos de veladas donde los gauchos se trenzaban en interminables partidas de truco, bochas y tabas o simplemente se dejaban engatusar por alguna china durante los festivales de payada.
El Galpón resulta una rareza en nuestra ciudad, donde las casas de antigüedades se cuentan con los dedos de una mano. Generalmente, son administradas por comerciantes que, lejos de obtener ganancias extraordinarias, se inclinan hacia esa actividad por tradición familiar. Curiosamente, los precios son accesibles y están muy por debajo del mercado porteño de antigüedades.
Es el caso del local “Anticuario”, en Del Valle y 3 de Febrero, reorientado desde hace algunos años hacia puertas y todo tipo de aberturas añejas. El nicho apunta a personas interesadas en restaurar casas antiguas o que se inclinan hacia estilos anticuados en la construcción. “Antes se construía con otras maderas y medidas, pero por una cuestión de costos y de mercado se fue abandonando. No obstante, existe un perfil de personas dispuesto a incluir canceles de roble antiguas, elaboradas por ebanistas más que por carpinteros”, explicó Alicia, propietaria del negocio que resguarda puertas de la primera mitad del siglo XX. En ese espacio que se mantiene en penumbras para conservar la madera, se respiran silencios difíciles de hallar en la vorágine de una ciudad que descansa junto al río pero que progresa al ritmo de la modernidad.
Frente a la vorágine de los tiempos que corren, las antigüedades recuperan y pregonan porciones de historia. Nos sacuden con anécdotas de otras épocas pero, paradójicamente, eternizan los momentos de su existencia. Desde el momento de su concepción, todo bien lleva estampado su fin, con excepción de las antigüedades; ellas nacen, crecen y resisten el paso del tiempo.
La antigüedad posee el atributo de atesorar experiencias, trascendiendo la vida de sus propietarios; deja de ser un objeto obsoleto, desechable y olvidable para transformarse en permanente y eterno. Su valor es el de la historia, de los hechos de los que fue testigo y protagonista. Que no es otro que el valor del silencioso testimonio que sugiere, del misterio que le permitió sobrevivir a su condena a muerte.
#Las antigüedades como mercancías
La compra y venta de antigüedades constituye, sin dudas, uno de los segmentos más interesantes y a la vez más controversiales en el mercado del arte, por la aparición de falsificadores y delincuentes.
Así las cosas, se vuelve una actividad sensible, donde hay que pisar en arenas movedizas. Esa misma sensibilidad lleva a una escalada en los valores de los objetos de arte y antigüedades, que en no pocos casos llegan a valores exorbitantes que superan el millón de dólares en las subastas del sector,
Hasta 1950 fue París el centro neurálgico del mercado del arte y las antigüedades. Desde ese entonces, Londres y Nueva York salieron a pelearle la hegemonía.
A partir de1980 se produce la eclosión del mercado del arte y las antigüedades en todo el globo. Se registran récords en los valores de obras y piezas, con la novedosa irrupción del dinero en efectivo generando transacciones que nada tienen que envidiar a otros sectores de la economía, según se publicó en el blog de la Red Social de la Facultad de Arquitectura y Diseño de la Universidad de Buenos Aires.
Diego Martínez Garbino
EL ARGENTINO ©
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