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Opinión

Carmelo Silva se fue por el camino de los sueños eternos

Carmelo Silva se fue por el  camino de los sueños eternos

    Ayer se hizo el sepelio de don Carmelo Silva, que ahora se incorpora a esa clase de ser universal que habitará la memoria de quienes lo amaron, pero también de quienes lo admiraron por su arte musical en el bandoneón, pero especialmente porque fue una buena persona.


El ser buena persona: he ahí su legado, entre otras virtudes que saben prodigar aquellos que han hecho de la vida un canto al amor y a la amistad.

Había nacido el 14 de noviembre de 1932 en el seno de una familia humilde, de trabajadores de toda la vida. La primaria la cursó en la Escuela N° 5 (hoy Escuela N° 90). Y él recordó en su momento en un diálogo que mantuvo con EL ARGENTINO que antes de encontrarse con el “fuelle que se subleva” trabajó de albañil y de canillita para luego ingresar a un trabajo más estable que le duró hasta que se jubiló.

La chapa N° 1004 da testimonio de su paso como trabajador en el ex Frigorífico Gualeguaychú: primero en el departamento de Tripería, más tarde en Cortes Especiales y al final como estibador en la cámara de frío.

Pero Carmelo Silva fue un trabajador de la música, esa vocación que siempre llenó su alma “desde la infancia”, como alguna vez confesó.

Casado con Sara Severina Taravini, su compañera de toda la vida, tuvo siete hijos: Luis Ricado “Pico”, Juan Carlos, José Vicente, Elsa María Marta, Norma Beatriz, María de los Ángeles y María Elena, además de gozar de la dicha de nietos y bisnietos.

Su primer maestro en el bandoneón fue un uruguayo de apellido Lozano, que vivía en el barrio de la calle Juan José Franco. Luego estudiará con el gran maestro Domingo Mattio, que había tocado nada menos que durante casi tres décadas al lado del inmortal Aníbal Carmelo “Pichuco” Troilo. A través de ellos conoció todos los secretos de ese instrumento que lo identificará para siempre: porque decir Carmelo Silva es decir bandoneón.

Su talento musical lo llevó por los escenarios más exquisitos de Europa. El primer viaje a Italia lo hizo en 1996. Roma, Venecia, Torino fueron las ciudades que lo aclamaron.

Su primer bandoneón llegó de la mano de su hermano Raúl “Camaratta” Silva.

Mientras se escriben estas líneas, suena en el aire varios tangos: porque si bien la muerte implica el final de la vida física, nunca será el final de una existencia.

Carmelo fue también un innovador y llevó el bandoneón a la pasarela del Carnaval del País y deleitó a una tribuna afiebrada por ese fuelle que también sabe de ritmos y pasiones.

El viernes 23 de junio hizo su última función en público. Fue en Concepción del Uruguay y tocó junto a su hijo “Pico” Silva. Fue una actuación apoteótica, culminante y jubilosa también.

Y así como en el aire suena un tango mientras se escribe esta columna, aparecen de repente tres lecturas distintas en el tiempo pero iguales en el espíritu.

El periodista y escritor mexicano, Carlos Fuentes, alguna vez dijo: “Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos”.

Y el grande de Mahatma Gandhi enseñó que “si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel”. Así podemos concluir con Isabel Allende que “la muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan”. Por eso Carmelo Silva seguirá entre nosotros.


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