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Diálogo con Carlos Oscar Ingani, tornero y electricista

Diálogo con Carlos Oscar Ingani, tornero y electricista

“El trabajo y el estudio fueron valores importantes para organizarnos en la vida”


Carlos Oscar Ingani nació el 14 de noviembre de 1934 en Gualeguaychú. Su padre se llamaba Luciano Hugo y su madre María Antonia Farabello. Es el sexto de diez hermanos. Está casado con Doris Raquel Londra, con quien tuvo cinco hijos y trece nietos.

Ingani dialogó con EL ARGENTINO en la mañana del sábado pasado, mate de por medio, donde recordó sus primeros tiempos como mecánico tornero pero esencialmente cómo se desarrolló en el oficio de electricista. En su relato siempre hay una historia de gratitud y de saber valorar a quienes lo han ayudado para crecer. No es casual que de cada empleo haya heredado algo para mejorar su oficio, pero esencialmente para ser respetuoso con el prójimo. La amistad, la lealtad, el respeto son características que siempre lo han marcado. Y lo otro que también exhibe con orgullo como una marca innegociable es el sentido de familia y de comunidad: una raíz que le permitió expandir y cristalizar sin temores sus sueños y anhelos.

El calendario indica que mañana cumplirá 83 años de edad. Por eso este diálogo es propicio para reflexionar sobre un aprendizaje de vida, donde la cultura del esfuerzo siempre está presente y va de la mano con el sentimiento de gratitud.

 

-Primero algunas referencias familiares…

-Mis abuelos vinieron de Italia. Mi padre es inmigrante y cuando vino a la Argentina tenía siete años. Él había nacido en la provincia de Varese que pertenece a la zona de la Lombardía, en el Norte de Italia. Mi abuelo tenía el oficio de “chanchero” y fabricaban facturas con carne de cerdo y a eso se dedicaron en Gualeguaychú. Mi padre aprendió de mi abuelo ese oficio, pero su vocación era la mecánica. Así ingresó al Ministerio de Obras Públicas cuando hacían la Costanera de Gualeguaychú.

 

-¿Cuál fue su barrio de infancia?

-Mi casa paterna estaba en calle Bolívar y Sarmiento. Entonces era Bolívar y las vías, porque por ahí pasaba el ferrocarril. Es más, la ciudad se dividía “de las vías para acá” y “de las vías para allá”.

 

-Hizo una pausa…

-Me acordé que mi padre tenía alrededor de 37, tal vez 38 años cuando se inscribió en la Escuela Rawson, porque en esa institución funcionaba lo que se conocía como Universidad Popular. Allí enseñaban distintos oficios y mi padre fue a estudiar electricidad. Y él nos contó que tenía como profesor a un ingeniero de origen francés que se llamaba Pedro Augras, que era a su vez uno de los dueños del edificio “La Hobena”, que era una imprenta. Bueno, el asunto es que  Augras era un ingeniero recibido en Francia y enseñaba electricidad en la Universidad Popular. Así fue como lo invitó a mi padre para que vaya a trabajar con él para hacer las bobinas de los motores y a su vez tenía una de las imprentas más grandes que existía en ese entonces en la ciudad y tenía como cliente al Frigorífico Gualeguaychú y a casi todas las grandes firmas de Gualeguaychú. Así que mi padre salía de trabajar del Ministerio y se iba a trabajar a “La Hobena”.

 

-¿Y usted cómo entra en esa historia?

-Yo tendría unos doce años de edad y recuerdo que comencé a acompañarlo en su trabajo en “La Hobena”, para ayudarlo a desarmar motores. Un detalle: en esa época estaba la corriente continua, entonces para bobinar los motores había que contar los hilos de la bobina.  Y así como mi padre había aprendido un oficio de mi abuelo, más allá de que luego el desarrolló otra vocación; yo aprendí de él el oficio de electricista.

 

-Pero más allá de transmitir un saber de padre a hijo, ¿usted estudió?

-Por supuesto. Fui a la Escuela Fábrica donde aprendí la parte técnica. Allí no se enseñaba electricidad pero salí mecánico tornero. Le estoy hablando de los años 1949 cuando ingresé y en 1951 egresé. Y aquí tengo una experiencia que también me identifica mucho con mi padre. No sólo la cultura del trabajo, sino también las ansias de superarnos. Porque mi padre promediando los treinta y pico de años decidió estudiar: Así que el trabajo y el estudio fueron valores importantes para organizarnos en la vida. Así que tuve los dos oficios: el de mecánico tornero y electricista.

 

-Usted también es un hombre de fe…

-La fe es algo que también traemos de casa. De chico iba a la Parroquia Santa Teresita. Allí hice la primera comunión y participé primero como aspirante a la Acción Católica y luego a los Jóvenes e incluso llegué a ser presidente de ese movimiento. Le estoy hablando de 1954, cuando ya me había recibido de la Escuela Fábrica y tenía 18 años. Y estando ya monseñor Chalup, me nombraron presidente de la Acción Católica de la diócesis. Por suerte tuve una infancia y una juventud donde vivíamos los valores de manera cotidiana: la amistad, la lealtad, el respeto… y si bien cada época tiene sus cosas a favor y en contra, la mía la recuerdo como años de mucha felicidad, de sentirnos cuidados entre todos… Le conté que vengo de una familia numerosa, donde éramos diez hermanos y había que preparar la comida, atender la salud, la educación, la vestimenta, los horarios, las diferentes inquietudes. Recuerdo que cuando mi padre puso el taller para bobinar motores en casa, yo era el encargado de prepararle los trabajos. Él venía del Ministerio de Obras Públicas y los trabajos para bobinar debían estar todos listos. A mí me tocaba desarmar la bobina, contar las vueltas de los hilos, y dejarlos preparados para que lo terminara mi padre. Incluso teníamos moldes para hacer algunas bobinas.

 

-¿Siempre trabajó con su padre?

-No. Al poco tiempo de haber egresado de la Escuela Fábrica, me fui a trabajar a los talleres de Juan Farabello. Entré a los 17 años como rectificador de pistones. Esa fue una experiencia donde aprendí mucho, como en todos mis empleos. De ahí pasé al taller de Boggiano, pero ya como tornero. Me acuerdo de un señor de apellido Angeramo que fue como un maestro en ese oficio, pero fundamentalmente un señor en la vida. Éramos tres los torneros en ese taller. Ya estaba de novio con mi única y actual mujer y nos casamos en 1957. Y pasé también como tornero en Thea, Bernay y Fernández y que luego fueron los primeros en comercializar la marca de automóviles Citroën.

 

-A fines de los años ´50 del siglo pasado, Gualeguaychú tenía una realidad preocupante en materia de energía eléctrica…

-Así es. En 1959 había una usina muy antigua y ya no alcanzaba para la demanda de electricidad que existía en ese entonces. Recuerdo que como tornero el trabajo era interrumpido por la falta de energía eléctrica, cuyo servicio se cortaba muy a menudo. Así también comenzaron a requerir mi otro oficio de electricista. Se formó la Cooperativa Eléctrica que trajo un grupo electrógeno enorme y que funcionaba con corriente alternada. Con esa corriente se comenzó a alimentar ciertas secciones de la ciudad y había que hacer las instalaciones domiciliarias nuevas. Así empecé a tomar muchos trabajos de instalación eléctrica y de a poco me fui alejando del torno. Mire, en aquella época ganaba como tornero un muy buen sueldo de 1.800 pesos de entonces y cuando me puse como electricista, saqué en un mes cuatro mil pesos…

 

-Y se fue ampliando en el oficio…

-Sí, porque a las instalaciones domiciliarias le sumé trabajos en talleres, empresas e industrias. Y comencé a especializarme en tableros. Y a medida que tomaba trabajos, iba aprendiendo. El asunto que tomé contacto con uno de mis primeros patrones, Juan Farabello, quien me comentó que estaba dispuesto a traer de Buenos Aires unos grupos electrógenos, marca Winco. Él tenía el taller de rectificaciones de motores en Maipú, entre Bolívar y San Martín. Su idea era vender esos grupos electrógenos al campo y me consultó si me animaba a instalarlos. Salíamos de gira y vendíamos grupos electrógenos y yo les hacía la instalación domiciliaria y la puesta en marcha de esos equipos. Los primeros que vendimos fueron en Larroque, pero anduvimos por todos lados del Departamento. Luego esos grupos electrógenos los comenzó a comercializar Andrés Rivas y seguí con la misma dinámica. Gracias a don Andrés Rivas compré mi primera “chata”: una Ford A que costó casi 90 mil pesos. Había ahorrado 35 mil pesos, don Andrés me prestó otros 25 mil y saqué un crédito en la Cooperativa de Crédito que recién comenzaba a funcionar en esa época. Pero esa “chata” me duró un mes.

 

-¿Qué le pasó?

-Siempre estaba relacionado con Servis Diésel que ya comercializaban Citroën, y los voy a visitar. Y cuando la ven, la elogian mucho y me comentan que tenían un cliente que andaba buscando algo similar. Al otro día los acompaño a Rosario del Tala porque tenían que ver un vehículo que me querían ofrecer a cambio. Era una Coupé Ford 8 que estaba impecable. Y así cambié de vehículo, en un negocio donde todos beneficiamos. Con esa Coupé salía al campo a colocar los grupos electrógenos, a hacer las instalaciones domiciliarias en las viviendas rurales y no había barro que me detuviera con ese vehículo.

 

-Y andando por el Departamento y la colonia habrá tenido muchas experiencias…

-Sí, innumerables. Una vez fui a reparar un grupo electrógeno a la estancia La Peregrina en Ceibas. Y los propietarios estaban levantando un chalet con un arquitecto y una empresa de Buenos Aires. El asunto es que arreglé el motor que tenía una pavada, pero pregunté quién iba a hacer la instalación eléctrica de ese chalet y el constructor me dice que todavía no lo tenían decidido. Así que me ofrecí; me dio los planos para hacer el presupuesto y a los pocos días le hice la propuesta que la tomaron de manera inmediata; porque mi presupuesto si bien era más alto del que pasaba habitualmente para la ciudad, era un cincuenta por ciento menos que el que ellos tenían por Buenos Aires. Fue una experiencia muy importante para mi crecimiento profesional y personal. Luego ellos compraron un campo cerca de la Aldea San Antonio y me volvieron a contratar. La confianza entre quien contrata y quien ofrece un servicio no se puede vulnerar, ese es un secreto que hace a las relaciones laborales mucho más fecundas y duraderas. Otra relación que también fue muy positiva fue con la gente de la estancia Ñandubaysal, a quienes instalé el primer grupo electrógeno. Y cuando ellos avanzaron con el proyecto del balneario, también me llamaron para hacer esas instalaciones e iluminaciones. Lo mismo me ocurrió con el Parque Industrial, especialmente instalando la parte eléctrica de las bombas y atendía varias industrias. Y otro tanto con la Cooperativa Arrocera y la Cooperativa Tambera.

 

-Otra vez se quedó en silencio…

-Es que los recuerdos son muchos. Ahora me estaba acordando que en calle Rivadavia y Seguí, donde se instaló la máquina envasadora de vino. Esas instalaciones se las hice y desde entonces tuve una fecunda relación con don Pablo Rufino Baggio. Con ellos estaba don Juan Pons, que si bien trabajaba como mecánico en el Frigorífico, le atendía todo el aspecto de las maquinarias. Ellos hacían la parte mecánica y yo la eléctrica. Más tarde vino la producción de jugo de pomelo en calle Andrade, entre Churruarín y Alberdi, que era una instalación de un club de planeadores. El primer jugo que se hizo fue elaborado en una batea gigante, donde se revolvía con una cuchara de madera enorme y se agregaba agua con una manguera. Y de ahí se embotellaban y se cerraban los envases con unos golpecitos en la tapa: todo bien artesanal. Ahí conocí a don Oscar Cámera, un gran trabajador y con mucha responsabilidad y sabía las proporciones de los ingredientes para hacer el jugo. Más tarde don Pablo Rufino me llevaba a Buenos Aires para comprar máquinas y bombas en diferentes remates y esa vinculación también fue muy importante en mi desarrollo. Por eso siempre digo que la cultura del trabajo y de superación que nos inculcaron nuestros padres, lo aprendido en la Escuela Fábrica, el haber tenido en los inicios patrones generosos que me ayudaron a progresar, el haber estrechado vínculo con clientes que valoraron el servicio que se les ofrecía… y el mantener siempre viva la inquietud por superar los desafíos, fueron factores esenciales para crecer. Por eso estoy muy agradecido a mi familia, a la ciudad… en fin… a la vida.

 

Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO


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