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Diario El Argentinojueves 25 de abril de 2024
Opinión

Sobre todas las cosas y algunas otras: En torno a lo sinónimos

Sobre todas las cosas y algunas otras: En torno a lo sinónimos

Por Pedro Luis Barcia (*)

EL ARGENTINO

 

El sintagma “en torno” sugiere que el columnista no va a hacer centro en el tema, sino vagabundear por sus arrabales sin asentarse en la cuestión. Pero, a la vez, sugiere que ninguna realidad es insular pues está condicionada por su contexto, que hay que entenderlo previamente para hacer centro luego. Correspondería a la respuesta del gitano de Antonio Machado: -“¿Qué haces, hermano?”–“Dando vueltas al atajo”. Parece respuesta de político que no va al grano. “Rodear”, “merodear”, volterear”, “revolucionar” no indican los mismos movimientos. Y ya estamos, lector, en el ombligo del tema.

En rigor, los sinónimos totales, los que aluden a la misma realidad con distintas voces, sin variaciones, son escasísimos en nuestra lengua. Lo son “can” y “perro”, “espéculo” y “espejo”, aunque su uso difiere según la situación de la comunicación. El otorrinolaringólogo usa un espéculo para observar nuestras fauces, pero nadie se peina frente a un espéculo. No son sinónimos estrictos “abanico” y “pantalla”. No es lo mismo decir “mi señora”, “mi esposa”, “mi cónyuge”, “mi compañera”, “mi pareja”… Lo frecuente es que dos palabras sinónimas coincidan solo parcialmente, no en toda su plenitud semántica.

Hay dos tipos de diccionarios de sinónimos. Los más corrientes son los que enumeran una retahíla de verbos, sustantivos y adjetivos que se proponen como tales. Pero la realidad no es de identidad. Una mujer puede ser “linda”, “hermosa”, “bonita”, “bella”, “atractiva” y un largo etcétera. Pero cada uno de estos adjetivos alude a cualidades diferentes. “Lindo” alude a lo pequeño, “hermoso” a lo de formas redondas, carnosas. Moria Casán no es linda, es hermosa y aun desbordadamente hermosa. Pero no es bonita ni atractiva. Y así parecidamente.

Este es el tipo común diccionarios de sinónimos, que no nos ayuda mucho a distinguir matices entre “rojo”, “colorado”, “rubicundo, “punzó”, etcétera. En cambio, hay un segundo tipo de lexicones muy escaso, que se aplica a distinguir las variantes entre sinónimo y sinónimo. El clásico es el de mi tío tatarabuelo don Roque Barcia (1823-1885), autor del conocido “Diccionario de sinónimos”, cuya edición póstuma aumentada y corregida data de 1910. Otro, moderno, es el de Zunqui: Diccionario razonado de sinónimos castellanos, excelente e inhallable.

Como en todo hecho de lengua, las acepciones se definen contextualmente. En la calibración a la situación comunicativa que se vive radica la pericia o capacidad lingüística del que habla o escribe.

Hay un vicio muy generalizado que se despreocupa de la distinción entre sinónimos. Así, “Su” Giménez, aplica el adjetivo “fantástico” a unas medias caladas que lleva la mujer de Maradona o a un cuento de Borges, o al peinado de Graciela Borges. Nosotros aplicamos el adjetivo “macanudo” al voleo. (Salvo que sea escocés: Mc Anudo). O nos referimos al “coso ese”, “tomá el coso.”, etcétera. Esta modalidad es la de los denominados vocablos “baúl”: porque en ellos se mete cualquier cosa. Son hijos o de la ignorancia lingüística del hablante o de su pereza que lo exime del trabajo de buscar entre los sinónimos cuál debe usar.

Los argentinos manejamos un segundo recurso cuando no sabemos cuál sería el adjetivo, entre los sinónimos posibles, que debemos aplicar a tal sustantivo. Entonces potrereamos al sustantivo con un cerquito de adjetivos para que no se nos escape el pingo, y así no nos jugamos en decir cuál le cabe con estrictez al sujeto.

Todo maestro pide a sus alumnos que carguen en la mochila un diccionario de la lengua que suele dormir el sueño de los justos todo el año y difícilmente se recurre a él. Se lo tiene a mano y no se le mete mano. Hoy día sería innecesario portarlo enmochilado porque con el celular podemos rastrear diccionarios varios. El pibe cargaría menos peso y le daría utilidad didáctica al portátil. (Puede ver, lector, mi trabajito, “Cómo dar clase con un celular”, en el libro Profe, no tengamos recreo, 2014).

Pero el objeto que brilla por su ausencia –para usar la sabida expresión de Tácito- es el Diccionario de sinónimos. Es el bello durmiente eterno en las clases. Ningún docente o alumno lo despierta ni se ejercita con él. Y esta ausencia es grave en el aprendizaje de nuestra lengua. Se hacen en clase ejercicios de antinomia, a lo sumo. Yo manejo uno que es componer un equipo de futbol, graficado en la cancha, con sustantivos, verbos y adjetivos, y que el alumno proponga en cada sitio del otro lado del césped el jugador opuesto.

Eso es fácil, lo difícil es habituarlo al muchacho o chica en la calibración del uso de los sinónimos: por qué este sí, y este, no. La antinomia nos resulta fácil a los argentinos porque uno de nuestros rasgos identitarios es el pensar antinómico, con varias brechas desde la Colonia. Practicamos con naturalidad la oposición polar en todos los campos.

La grieta es nuestro ADN. Lo difícil, pedagógicamente es lograr que nuestro alumno no estime pendularmente todo, por opuestos: blanco o negro. Goethe decía: “La sabiduría de lo gris”. La vastísima escala de los grises es la vida activa y creadora del pensamiento y del sentimiento. El arte de pensar consiste en distinguir los matices de la realidad, y entre realidades casi idénticas. Este ejercicio afina nuestra percepción de las realidades y nos flexibiliza en los juicios, y ayuda a la convivencia. Diferenciar lo caliente de lo tórrido, de lo quemante, de lo atemperado, de lo tibio, etcétera. Ampliamos nuestra visión de la vida y de las personas. Pensar es discriminar –verbo degenerado por los medios al usarlo solo negativamente- voz que viene del verbo latino “discriminare”: separar el grano de la paja en la cosecha. Eso, estimado lector, es saber pensar.

 

(*) Pedro Luis Barcia es expresidente de las Academia Nacional de Educación y Argentina de Letras.


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