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De nuestro pago: Las calles de Gualeguaychú, tienen ese qué se yo, ¿viste?

De nuestro pago: Las calles de  Gualeguaychú, tienen ese qué se yo, ¿viste?

Por Pedro Luis Barcia (*)

EL ARGENTINO

Cuando en un pueblo provinciano cuatro señoras se reúnen: juegan a la canasta uruguaya, despellejan a las prójimas o comentan la novela turca del calvo protagonista. En eso marcamos la diferencia. Cuando cuatro señoras gualeguaychuenses se reúnen ¿qué hacen?: generan un excelente libro, como lo es Por las calles de Gualeguaychú, obra a ocho manos que se complementan y no se traban, de dos reconocidas colegas de las letras: Carmen Gallisier de Lioni y Norma R. Martínez de Martinetti; junto a dos productivas hijas de Heródoto y Clío: las profesoras Leticia M. Mascheroni de Gasparovic y Delia L. Reynoso de Ramos.

Es posible que algún lector me diga: “Ya conocemos el libro”. Pero, usted, ¿lo compró? ¿O lo conoce de estampa solamente?, como dice el romance viejo, “de oídas que no de vista”. Vale la pena quitarse el cocodrilo de su bolsillo, adquirirlo y darse el gustazo de hojearlo y rehojearlo.

Según se me alcanza, –más allá de un par de guías de la Colonia- la obra primera de esta índole es Pehuajó. Nomenclatura de sus calles (1896), de Rafael Hernández, fundador de la Universidad de La Plata y hermano de don José, el autor de Martin Hierro (como decía una profesora de nuestra ciudad, porque “fierro” le sonaba grosero). En ese librito, aparece la primera biografía del padre del cantor y forajido (debió vivir “fuera del ejido” de las ciudades).

Para la cabeza de Goliat, el trabajo lo hizo Vicente Cutolo, Buenos Aires: historia de sus calles y sus nombres (1945)

Nuestro libro, en realidad, es varios en uno, porque a la vez historia el desarrollo urbano de nuestra ciudad, desde la planta en damero de su fundador hasta la actualidad: sus plazas, sus parques, sus espacios verdes; pero, a propósito de ello, nos va contando la evolución de usos y costumbres de las que eran testigos esas calles, desfiles de la primavera, carrozas y comparsas del Carnaval, las figuras populares que circulaban por ellas, y las inclementes riadas de las inundaciones que asolaban esas calles, y cómo las calles son señoras van mutando de nombres y cambiando de facha, porque está en su condición natural, la de no permanecer fijadas en una imagen. Estos cambios ciudadanos van acompañados con una rica galería de fotos que nos allegan el ayer y, por veces, lo contrastan con el hoy, como se muestra en varias esquinas que exhiben esa comparación en el tiempo: Urquiza y 9 de julio, Chile o Monseños Chalup y Bolívar, Avenida Rocamora y 25 de Mayo.

Es bueno que los habitantes de una ciudad, sus viandantes turísticos o nuestros gurises, sepan quiénes son los patrones de las calles que patean. Para esclarecernos esto, las autoras nos allegan al final un listín alfabético donde cada vía está caracterizada con el allanamiento de quién fue el nominante de cada una: micobiografías anoticiadoras muy útiles.

Ello evita que nuestros pibes no cometan la estolidez del porteñito que le preguntaba a su padre: “-Pa, ¿por qué a las batallas les ponen nombres de calles?”.

La obra lleva el sello del meritorio Instituto Magnasco, y las cuatro autoras son “magnascas” de cepa. La edición es de calidad en su diseño y el papel de ilustración realza su categoría.

El libro se lee grata y fluidamente por el estilo en que está escrito, evita la seca retahíla enumerativa de las calles como otras obras afines. Además, invita a repasar sus páginas para rever sus ilustraciones. Me he demorado dos termos de mate en ello. Son estribos para rescatar el pasado y advertir el paso del tiempo sobre nuestra ciudad, sus modos de locomoción, sus negocios, la Estación, el Parque, el río y su antiguo cruce en balsa o más tarde por el puente, que aún se mantiene firme como rulo de estatua. Y así transitamos lecturalmente por nuestras calles al tiempo que nos lleva el río numerable de los años…

¿Habrá en la urdida trama de nuestras calles alguna como aquella que transita el muchacho protagonista del cuento “El muro”, de H. G. Wells (por supuesto que usted lo leyó, ¿verdad?), al desviarse del curso habitual de su camino y enfocar por una calle desconocida que le muestra una puertita en un alto muro, y al franquearla topa con un jardín maravilloso, que le cambia la experiencia de la vida. Pero, luego, nunca más se orientará para poder hallarla nuevamente y retornar al gozo que viviera. La reflexión supone que cuando nos apartamos del camino rutinario, podemos tropezar con sorpresas invaluables. Pero también, la contraria, que señala Borges: “Nadie percibe la belleza de los habituales caminos”. El acostumbramiento nos opaca la vista, para la calle cotidiana o para la patrona que tenemos en casa.

Se trata de una valiosa contribución a nuestra cultura e identidad. Sería oportuno y justo –si ya no lo ha hecho- que la Intendencia sacara un decreto señalando su importancia educativa y cultural. Y que adquiera ejemplares para las bibliotecas públicas de la ciudad. Y que nuestras escuelas la circularan y aprovecharan didácticamente.

Tenemos ahora un libro propio. Pocas ciudades han plasmado el suyo. Felicito vivamente a las cuatro autoras, cuatro pétalos del trébol de la suerte.

(*) Expresidente de las Academia Nacional de Educación y Argentina de Letras.


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