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Opinión

Fiesta de Revelación

Fiesta de Revelación

Por Plauto Cardoso (*) EL ARGENTINO


“Hoy busco cobijarme dentro de un romance / Dejo que personajes e historias me llenen de lo real / Habito memorias y me deparo con el parqué de tablas/ de madera oscura y clara de la casa de mi abuela / El piso de ladrillos de la cocina blanco y negro / parecía un tablero de ajedrez / El olor a carne asada en la calentura del arroz / El jugo de bacuri hecho cortado con tijera / Así sobrevivo a este dia cínico / Farsa de rito / Poca elegancia en tiempos violentos”.  Tânia Rêgo, Ultrajante.

 

 

Dice el columnista de Folha de São Paulo, José Simão, que sabemos que nos estamos poniendo viejos cuando la Globo lanza una novela de época y es nuestra época. Tengo un alma antigua, uso reloj de bolsillo, no tengo perfil en ninguna red social y así mismo soy perseguido por insistentes anuncios en mi email y navegador.

No es que quiera un pasado idílico y soñado, pero extraño un presente y un futuro con intimidad y complicidad de a dos, en familia, con pocos amigos.

Vengo de una época en la cual la preocupación mayor era la capacidad del mercado de reificación del arte, de expresiones culturales, y de absorber la propia subjetividad humana y comercializarla, en un proceso histórico inherente a las sociedades capitalistas como nos había alertado Karl Marx. No había desacralización mayor, y las trincheras de la contracultura eran armadas en este escenario.

Que naif éramos. Mal sabíamos que no habría en pocas décadas una única sombra siquiera que nos protegiera de las miradas digitales siempre atentas a robarnos el carácter de seres orgánicos e imponernos la pasividad y automatismo de los objetos y mercaderías circulantes en el mercado. Como en el icónico video clip –soy de esa época- de la canción The Wall, de la psicodélica banda Pink Floyd, caminamos como los pequeños estudiantes ingleses rumbo al moledor de carne y terminamos como un ejército autómata de 2 mil millones de proveedores de contenido íntimo gratuito a una red social que lucra con la carne picada de nuestros datos personales, que voluntariamente le regalamos.

No existe acto privado de intimidad que no pueda más ser cosificado y comercializado, y lo peor, con el apoyo y aplauso de bestializados seres.

El ápice ilustrativo de la transformación de la vida en un único reality show es la tal Fiesta de Revelación, que ultrapasa la crudeza epidérmica de las nudes y la insistencia de la cultura de las selfies en banalizar lo cotidiano. ¿Te acordás la emoción del ritual de a dos del descubrimiento del sexo de tu tan soñado bebé? ¿Ese momento en el cual nacía un padre y una madre? Nacía, también, en un seguido y emocionante ritual familiar, un abuelo y una abuela, un tío y una tía, en el contarle con brillo en los ojos a los más cercanos e íntimos el sexo del futuro retoño.

¡Olvidate! Tonterías pasadas de moda. La onda del momento es pedirle al obstetra que no se atreva a romper el secreto sobre lo que esconde el infante entre las piernas en su oscura y gélida sala de ecografías, que no amenace impedir que la vecindad y por qué no, el mundo, participe de ese momento que a todos súbitamente parece interesarles.  ¿Por qué no entregarle el resultado del examen a un catering de fiestas, gente íntima que la pareja acaba de conocer por teléfono, y pedirles que confeccionen una torta con un rosa interno, en caso de una nena, o un celeste escondido bajo una densa capa de chocolate, si es un varón? Después es sólo armar el circo en el salón de fiestas del edificio, preparar los celulares, calentar el Instagram, accionar Youtube, Wasap en mano y …chachan, cortar la torta en presencia de miles de personas on y offline y derramar una lágrima de emoción naturalmente ensayada. Fiesta de Revelación. La idiotez del momento.

Pedidos de casamiento en aeropuertos, en aviones, sexo filmado y distribuido por celular. En este contexto, siento que envejecí incluso antes de que la novela de mi época fuese al aire.

Me acuerdo con frecuencia del inusitado personaje de Woody Allen en la película Sleeper, de 1973, en la Argentina traducido como El Dormilón. Miles Monroe se interna para una pequeña cirugía de apendicitis, entra en coma y despierta en el distante y extraño mundo de 2173. Le causaba una particular angustia una máquina llamada Orgasmatron. La mujer entraba de un lado y el hombre, separadamente, del otro. La máquina se movía, soltaba un humo y los dos salían cada uno por su lado, sin haber tenido contacto físico, pero con miradas de éxtasis. Ese era el sexo del futuro. Pasado un rato, venía una insatisfacción del personaje. En vano intentaba explicarles a las mujeres de ese lejano futuro, que había otra manera, un poco más manual, de hacer el amor. En vano. Nadie lo escuchaba.

Detalle: la máquina estaba en la sala.

Me recuerdo riéndome, 30 años atrás cuando vi la película por primera vez, de las angustias del personaje rebelde de Woody Allen, que resistía anacrónicamente a los “avances” del futuro. Mal sabía que Miles Monroe era yo. Sin precisar dormir décadas, testimonié el nacimiento de orgasmatrons frente a mis narices, a simple vista.

En vano insisto en mi arcaísmo, que ciertas cosas deberían suceder en la intimidad de la pareja. Mi mujer todavía me escucha. Temo que mi retoño no. Supe su sexo a los 5 meses de embarazo, solo mi esposa y yo, cuando vivíamos en Buenos Aires. Solamente después de esto, y por una analógica llamada sin video, fue que los abuelos se supieron abuelos. Ni sabían que embarazados estábamos.

Un mundo con estética de video juego. Me voy a Gualeguaychú. Allá soy amigo del rey. Tengo el mate que quiero, en la vereda que elegiré.

 

(*) Plauto Cardoso es escritor, docente, investigador y abogado en las áreas de Derecho Constitucional, Derecho Procesal Civil, Derechos Humanos, Derecho & Política y Derecho & Literatura/Cine. Es director del Instituto de Derecho de Integración de la Asociación Argentina de Justicia Constitucional (AAJC). Ama Gualeguaychú.


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