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Opinión

  De nuestro pago

Los gauchos colonos, de Mario César Gras (III)

 Los gauchos colonos, de Mario César Gras (III)

Por Pedro Luis Barcia (*) EL ARGENTINO


Uno de los dos lectores que tienen estas columnas se preguntará: “¿Es tan importante Gras como novelista para dedicarle varias entregas?”. No, no lo es, por eso le debo destinar más espacio.

Si fuera un Cervantes diría: “Es un genio” (nueve letras), y si fuera Borges escribiría: “El más influyente autor argentino en la literatura contemporánea”. (Nueve palabras). Y listo el pollo y pelado el narrador.

Lo difícil es acotar las dimensiones de un escritor de segunda o tercera línea: requiere calibración en el juicio, muchos “peros”, esto sí pero aquello no. Y eso ocupa espacio. En eso estoy. Posiblemente sea el único  argentino vivo que haya leído las cinco novelas del autor, escritas entre 1925 y 1936,  a las que he destinado tiempo por ser  de nuestro pago. Y mi obligación es compartir con mis copoblanos lo que sé de un novelista nacido entre nosotros. Aunque usted me recuerde el proverbio africano: “Venid a mi joyitas mías”, dijo la escarabaja  a sus pelotitas negras.

Si La casa trágica es su novela más impactante, la siguiente, Los gauchos colonos (Bs.As. Rosso, 1928) es la mejor escrita.

Gras la llama “novela agraria”. El protagonista, Eufemio Morales es un criollo uruguayo, radicado en Entre Ríos que ha sido de joven  domador, tropero, lanza en entreveros políticos. Ahora es sexagenario y quiere asentarse: ha colgado las boleadoras y se ha hecho chacarero, colono agricultor, -en el Rincón del Gualeyán, hacia 1920- tarea de gringos, como le dice su mujer, Casimira Gómez: “Ande se ha visto un gaucho redondo metido a colón” (el paisano no decía “colono”).

El tema de la obra es la ruina de un criollo maduro que decide cambiar su modo de vida, vida que se le vuelve tarea de Sísifo: la primera cosecha se la lleva la langosta; la segunda, la sequía; el maizal, las cotorras y las heladas. Y cuando va a salir a flote, el proveedor sanguijuela y el prestamista usurero amenazan a quedarse con todo.

Los tiempos han cambiado: vemos trajinar la trilladora, runrunear un Ford, y desarrollarse una cabaña de Shortons en la estancia vecina de Arturo Pitaluga, padre del muchacho que rondará a la hija de  Eufemio. Y lo que es preludio se hace concreción: la muchacha es seducida por Arturo que  luego la abandona embarazada. El tópico de la posesión de la hija del colono por el hijo del patrón ya se había anticipado en “Los caranchos de ‘La Florida’”, de Lynch, quien había comentado en carta personal la anterior novela de Gras.

El manejo de la lengua gaucha es preciso, salpicada de dichos y comparaciones. Muy bien logradas las descripciones de escenas típicas, como la trilla, la tarde de lluvia con tortas fritas y pororó, la fabricación casera de quesos, un valseado, y otras.

Vuelve Eduviges con su crío en el vientre a casa con sus padres. Y todo parece ordenarse con la promesa de una floreciente cosecha en puerta, cuando les cae el auto con el embargo del cerealista inhumano y del proveedor rapaz, que les ciega todo futuro. Entonces, Eufemio incendia el campo, y con un piujujú grita: “No les queda ni esto a los gringos. Le prendí fuego por los cuatro costados”.  La quemazón se alza como en “El diablo en Pago Chico”, de Payró o “”En los esteros”, de Emilio Berisso. Su cosecha no será suya, pero tampoco de los chupasangres. Un carancho sobrevuela la escena como símbolo de la rapacería frustrada. Eufemio se resiga: “Está de Dios que no es pal gaucho la colonia”.

El libro está datado: “En Gualeguaychú, 25 de Mayo de 1928”.

 

(*) Pedro Luis Barcia es expresidente de las Academia Nacional de Educación y Argentina de Letras.


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