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¿Qué camino hay que tomar?

¿Qué camino hay que tomar?

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano (*)

EL ARGENTINO

No sé si alguna vez te pasó. A mí sí, y en varias oportunidades.

Estás en una ruta, y en el kilómetro que te han indicado tomás otro camino secundario. Sin GPS y con pocas referencias. De pronto te encontrás decidiendo si tomar una curva hacia la derecha o continuar en el mismo sentido. Y te jugás por una de las alternativas confiando en tu intuición u olfato, pero sin demasiadas certezas. Tal vez después de unos kilómetros ves que fue una opción equivocada y hay que desandar y volver a empezar, no todo, pero sí una parte.

En la vida cotidiana solemos tomar decisiones sobre cuestiones menores, pero de vez en cuando nos toca realizar opciones importantes, y sin todas las cartas en la mano. Y nos confiamos en la experiencia, el consejo de los amigos, en algunas “señales” que nos impulsan.

Hoy celebramos la Fiesta de la “Epifanía” de Jesús, la manifestación de su divinidad fuera de las fronteras de Israel. Los tres hombres sabios que vienen desde lejos, y que comúnmente hemos denominado como los “Reyes magos”, aunque no eran lo uno ni lo otro. Ellos representan a la humanidad que busca a Dios, aunque por caminos distintos al Pueblo de Israel. Hoy podemos tener en cuenta a las diversas culturas que anhelan el encuentro con Dios, que desean la paz, la fraternidad en el mundo. Y también nos representan a nosotros que muchas veces andamos a tientas, como en tinieblas, pero dejándonos conducir por una estrella.

Ellos se pusieron en marcha siguiendo una estrella. Esto nos indica que se mueven de noche, en el tiempo de las sombras y de las incertidumbres. Pero no andan sin rumbo, se dejan guiar. Tienen bien claro el sentido del viaje, el para qué. Van a un encuentro. Desconocen el camino, los tiempos, los ritmos. Pero saben que hay Alguien que se hace cargo de esas cuestiones.

Confían en no ser defraudados. A cada día le basta un tramo para seguir acortando distancia con el Niño.

Al llegar a Jerusalén preguntan: “¿Dónde está el Rey de los Judíos que acaba de nacer?” (Mt 2, 2) y Herodes se sobresaltó por miedo a recibir un competidor. Y entonces convocó a los sumos sacerdotes y maestros de la ley, quienes le respondieron perfectamente citando al Profeta Miqueas, que siglos antes había anticipado que el Mesías nacería en Belén. Pero saber la respuesta a ellos no los movilizó, no los puso en marcha. La Navidad nos muestra que para lograr el Encuentro con Jesús hay que desinstalarse, moverse como lo hicieron los pastores y estos personajes venidos de lejos.

“La estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos” (Mt 2, 9) hasta que se detuvo delante de la gruta. “Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra” (Mt. 2, 10-11).

¿Qué vieron? A María, José, el Niño, rodeados de animales, algunos vecinos -pastores... ¿Tal vez pensaban encontrarlo en un palacio? No lo sabemos. La luz de la estrella es un signo de la fe, que ayuda a percibir y experimentar lo que no se ve así nomás.

“Y se volvieron a su casa por otro camino” (Mt. 2, 12). La alegría era muy grande. Este regreso es un camino misionero. Como dirán los Apóstoles después de recibir el Espíritu Santo: “no podemos callar lo que hemos visto y oído”. (Hc 4, 20)

Esta celebración nos enseña que aquel a quien adoramos pequeño y frágil es el Dios del Universo, llamado a ser anunciado y reconocido por toda la humanidad. No vino por unos pocos, sino por todos. De distintas maneras quiere encontrarse con nosotros. Estemos atentos.

Así como la estrella guió a los sabios hasta el Niño Jesús en el pesebre de Belén, el que guía nuestra fe en este tiempo es el Papa que escribió en estos días una carta a los obispos de los Estados Unidos. Leyéndola, pensé en compartir algunos párrafos porque nos pueden servir como orientaciones para el discernimiento en el seno de nuestras propias vidas también:

“Esta actitud (de servicio) no reivindica para sí los primeros lugares ni el éxito o el aplauso de nuestros actos, sino que pide, de nosotros pastores, la opción fundamental de querer ser semilla que germinará cuando y donde el Señor mejor lo disponga. Se trata de una opción que nos salva de caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos con los criterios de funcionalidad y eficiencia que rige el mundo de los negocios; más bien el camino es abrirnos a la eficacia y al poder transformador del Reino de Dios que al igual que un grano de mostaza —la más pequeña e insignificante de todas las semillas— logra convertirse en arbusto que sirve para cobijar (Cf. Mt 13, 32-33). No podemos permitirnos, en medio de la tormenta, perder la fe en la fuerza silenciosa, cotidiana y operante del Espíritu Santo en el corazón de los hombres y de la historia.

“La credibilidad nace de la confianza, y la confianza nace del servicio sincero y cotidiano, humilde y gratuito hacia todos, pero especialmente hacia los preferidos del Señor (Mt 25, 31-46). Un servicio que no pretende ser marketinero o estratégico para recuperar el lugar perdido o el reconocimiento vano en el entramado social sino —como quise señalarlo en la última Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate— porque pertenece «a la sustancia misma del Evangelio de Jesús».

“El llamado a la santidad nos defiende de caer en falsas oposiciones o reduccionismos y de callarnos ante un ambiente propenso al odio y a la marginación, a la desunión y a la violencia entre hermanos. La Iglesia «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) lleva en su ser y en su seno la sagrada misión de ser tierra de encuentro y hospitalidad no sólo para sus miembros sino con todo el género humano. Pertenece a su identidad y misión trabajar incansablemente por todo aquello que contribuya a la unidad entre personas y pueblos como símbolo y sacramento de la entrega de Cristo en la Cruz por todos los hombres sin ningún tipo de distinción, «ya no hay judío o pagano, esclavo ni hombre libre, varón y mujer, porque todos Ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28). Este es su mayor servicio, más aún cuando vemos el resurgimiento de nuevos y viejos discursos fratricidas. Nuestras comunidades hoy deben testimoniar de modo concreto y creativo que Dios es Padre de todos y que ante su mirada la única clasificación posible es la de hijos y hermanos. La credibilidad se juega también en la medida en que ayudemos, junto a otros actores, a hilar un entramado social y cultural que no sólo se está resquebrajando sino también alberga y posibilita nuevos odios. Como Iglesia no podemos quedar presos de una u otra trinchera, sino velar y partir siempre desde el más desamparado. Desde allí el Señor nos invita a ser, como reza la Plegaria Eucarística «en medio de nuestro mundo, dividido por las guerras y discordias, instrumentos de unidad, de concordia y de paz»”.

(*) Monseñor Jorge Eduardo Lozano es arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social.

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