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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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Bonjour monsieur

Bonjour monsieur

He pasado unos días en Francia, en una región campestre del norte, con el Mont Blanc brillando en el horizonte. Las costumbres nacionales de cualquier país se preservan mas fuertemente en el interior y Francia no es la excepción.

Cuando le preguntaron a Borges a su regreso de Alemania cómo eran los alemanes el contestó: -No le puedo responder porque no los conocí a todos.

Me remitiré a la experiencia francesa tal y cómo me tocó a mí. No arriesgo que “todos” son así ni que en “toda Francia” pasa igual. Hecha la salvedad, empiezo.

En mi juventud, hice mi primera experiencia francesa cerca de Saint-Émilion, al sur.

En la estación de trenes de París tuve mi primer “encuentro” con un francés a quién le pedí una orientación y me miró sin contestarme con una mirada de tigre enfurecido a punto de atacar. En Italia o España me hubieran ayudado y hasta me habrían acompañado para que no me pierda.

Me instale en el campo, en casa de unos ingleses afrancesados.

Nos invitaron a comer unos vecinos franceses. Había pechuga de pato. Una sola, minúscula pechuga de pato para cada uno, acompañada de un suspiro de novia y de un gemido de duende. Completé en casa de los ingleses porque estaba famélico.

Hace un tiempo llevé la mudanza familiar de España a Alemania como co-piloto en un camión. Paramos a comer en una ciudad francesa. El plato que nos sirvieron hubiera sido poco para el Mahatma Gandhi; el célebre “morfi” de los camioneros en ruta ahí no existió.

Poco, caro y pretensioso.

La tercera experiencia fue hace nada, este verano en Estrasburgo.

Entramos en un restaurante que ofrecía un menú fijo: ensalada, “quiche” lorraine y postre.

La ensalada consistía en una hoja de lechuga, tres alcaparras y un chorro de aderezo. La “quiche” era un homenaje al euro (digo por el tamaño) y el postre, algo de chocolate un poquito mayor que un bombón común.

La otra prueba la pasó mi hija Carmela, que, adolescente todavía, vivió tres meses en Francia, a raíz de un intercambio y regresó consumida, ojerosa y famélica porque en la casa adonde vivía, casi no comían.

Mucho “bonjour” al entrar pero luego el trato es seco y cortante, casi como sin ganas.

No sé cómo los franceses han podido mantener la “sanata” de la comida presentada como joya en los escaparates, con precios inalcanzables y en medidas liliputienses. Si no hubiera sido por los turcos de Estrasburgo, gauchitos y generosos en sus “kebabs” me moría de hambre o gastaba el doble de lo razonable. A la hora de comer, la palabra “petit” nos daba escalofríos. Terminamos la semana en restaurantes turcos, chinos e italianos.

Estrasburgo divina. La catedral inolvidable; todo lo demás para el olvido.

Cuando se inauguró el Club Recreo de nuestro pueblo, se sirvió comida francesa y los platos diferentes fueron cerca de veinte; yo tengo por ahí un menú de la época.

Cada plato era pequeño pero no era el único; a la larga el festín resultó respetable.

Esa idea francesa antigua de servir porciones mínimas pero muchas, no está mal; el tema es que ha quedado la costumbre de las porciones mínimas… pero pocas. ¡Jaja!...

Las personas tenemos un peso promedio y hace rato que se ha calculado cómo debe ser una ración de comida. Los platos de mesa tienen entre 20 y 25 cm de diámetro por algo.

Quiero suponer que los franceses en su casa cuando nadie los ve y cocinan, aumentan el tamaño de las porciones, porque con lo que se vende en la calle no se puede vivir, a menos que puedas comprarte cinco porciones para completar una razonable.

Los faquires no se dan con tanta frecuencia como para pensar que un pancito minúsculo con una feta transparente de jamón, otra de queso igual y alguna salsita o condimento, con un peso final de menos de cien gramos pueda ser considerado un "sándwich". Una miniatura de esas, cuesta en Francia lo mismo que un potente emparedado en Alemania, con generoso salmón, jamón o salchicha y mucho más generoso tomate, queso y pan de alta calidad. En París se nota menos la “finura” porque hay muchas ofertas y la comida francesa es una más entre tantas.

Yo entiendo que los “bistrós” son hermosos, con sus alfombritas orientales, sus silloncitos tapizados en terciopelo, la velita, las porcelanitas y las cortinitas de encaje.

El tema es de “peso” y “volumen”. Si quieren ofrecer miniaturas, cóbrenlas como miniaturas y todo bien.

El que paga decide cuánto quiere comer; pretender ingerir una cantidad razonable no es una falta de cultura o educación sino un derecho natural.

Poner en una vidriera forrada en terciopelo, en un plato de porcelana iluminado y rodeado de flores, una porción de torta de chocolate que se puede comer de un solo bocado, resulta patético, porque la gente camina, gasta energía y quiere reponerla, no tener una experiencia artística.

Termino pasándole la papa caliente a la revista Forbes, que en una encuesta reciente considera a los franceses como los residentes menos amigables con el turista de toda Europa: “…prepárese para ser ignorado y maltratado en París. Un punto a favor sería saber hablar en francés, ya que muchos parisinos incluso ni se dignan en contestar preguntas formuladas en cualquier idioma, incluso el inglés…” sic.

Si usted visitó Francia, comió muy bien y lo trataron divinamente, seguramente se encontró con las nuevas generaciones de franceses que están con las pilas puestas para modificar la imagen que el mundo tiene de ellos. La Oficina de Turismo de Francia ha publicado una guía (2018) para indicar cuáles son las formas más amables de tratar a los visitantes, haciendo notar la necesidad de volverse menos rudos con ellos y recomendándoles sonreír…¡Jaja!....

Pipo Fischer

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