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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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Crucero

Crucero

Siempre quise tener la experiencia de un crucero de largo alcance; navegar días y días, sentado en una reposera mirando el mar con las rodillas tapadas con una manta, mientras se percibe el olor de la cena, servida en un comedor elegante.


Tal vez hubiera querido ver a Corina Kavanagh (la acaudalada propietaria del edificio porteño) navegando con rumbo a Europa, sentada en su mesa, conversando serenamente con sus amigos, cuidando de no reírse demasiado para que no se le marquen arrugas. Corina no aparecía nunca en cubierta durante el día; demasiado sol y demasiada luz. Se la veía solamente en la cena, producida y deslumbrante. Como no tengo demasiado tiempo para esperar la oportunidad perfecta, contraté un viaje en el que dicen que es el barco más grande del mundo, con mas de dos mil pasajeros.

No he conocido todavía el purgatorio y mucho menos el infierno, pero estoy seguro de que un crucero como el mío, es un anticipo perfecto de la condena eterna. El primer punto a tener en cuenta es la cantidad de gente. Un sábado a la tarde en el Shopping Alto Palermo es nada comparado con la muchedumbre que camina por cubierta, pasillos, piscinas y demás espacios públicos de la nave. Eso quiere decir que el acceso a cualquier entretenimiento lleva aparejada una cola de no menos de media hora, sin contar con los entretenimnientos a los cuales jamás accedí porque nunca hubo cupo disponible. Niños que lloran a los gritos porque no pueden ni podrán ingresar a las deseadas atracciones saturadas, gente que discute violentamente porque alguien se metió en la fila haciéndose el distraído, son espectáculos constantes.

Luego viene el tema de la comida, que era la nada misma, descongelada, industrial y repetida, porque no hay manera de ofrecer dos mil raciones bien preparadas dos veces por día. Enrique IV recorría sus castillos ingleses con mil personas de su corte, pero tenía en cada residencia más de doscientos cocineros y otros cientos más cuidando los fuegos, pelando aves y atendiendo los detalles. En el comedor del crucero, mantelitos blancos, cubiertos resplandecientes, flores y velitas que no disimulan la baja calidad del “morfi”. Como era un barco de una compañía latina, todos hablaban muy fuerte y el tenaz sonido ambiente era insoportable.

Los camareros atropellan, corren, tiran los platos hostilmente, no escuchan y van sirviendo sin orden, de manera que cada uno lidia con su propia suerte y come según llega. El doctor Bernardo Houssay contaba que cuando era joven, iba a los restaurantes con su pandilla y comían al revés, es decir comenzando por el postre. Mi crucero andaba por esos rumbos.

Decidí probar el desayuno americano autoservicio, para variar y poder encontrar cosas sencillas como huevos duros, queso, jamón y frutas, pero la experiencia no fue buena porque para mi desgracia, soy delicado en el ritual alimenticio y no puedo soportar la gente que come de pie junto a las fuentes, prueba las comidas antes de servírselas y pone tantas cosas diferentes y tanto pan en su plato que me provoca  mucha rabia; me levantaría de mi lugar y con un arma en la mano los obligaría a tragarse todo lo que se sirvieron.

Las sobras van a la basura, piezas de pan sin probar, porciones no tocadas de torta y todo lo que la gente acumuló porque está incluido en el precio del viaje, sabiendo que no lo iba a comer. La Madre Teresa de Calcuta hubiera dado de comer a diez con lo que se servía uno.

Dormir es complicado porque las dos mil personas tienen dos mil horarios diferentes y toda la noche caminan y hablan, abren puertas y las cierran, salen para bailar, buscan comida a la madrugada, todo eso combinado con los niños que desconocen la cama y moquean y gimen sin piedad.

Cuando se llega a los puertos, la parada es breve y las posibilidades de conocer algo se reducen a caminar en las cercanías y comprarse recuerdos turísticos que luego no se pueden pasar por la aduana de llegada, llámense caracoles exóticos, cuadritos con mariposas disecadas, pieles varias de fauna, estatuillas de maderas protegidas y otras yerbas por el estilo. De regreso al camarote, encontré muchas veces la cama sin arreglar y el baño sin limpiar. Alrededor de las piscinas, cientos de vasos vacíos y platos con resto de comida que nadie retiraba nunca , completaban el mal servicio, no se si mal pago, mal organizado o mal qué. Una vez empezó a sonar una sirena aterrorizante mientras la gente salía corriendo de los camarotes. Era un simulacro de naufragio; todos en cubierta obedeciendo órdenes acompañadas de pitos ensordecedores mientras filmaban con sus celulares como si revivieran la gesta del Titanic. Patético.

Los espectáculos en el teatro resultaron obvios y efectistas. Un grupo de valerosos bailarines pretendía ofrecer  versiones disminuidas y pasteurizadas de los éxitos de Broadway. Los presentadores no superaban los ochenta de coeficiente intelectual y los que aplaudían a rabiar creo que estaban ligeramente debajo de ese valor.

Em la biblioteca no se podía hallar un solo libro decente. Esos novelones que lucen en la tapa imágenes de parejas con el cabello al viento, ellos con el pecho a la vista y ellas con más miembros a la vista todavía, que se llaman “Tormenta del pasado”, “El amor maldito” o “ El castillo de la marquesa infiel”. Supuestamente “best-sellers”  que satisfacen sobradamente a los pasajeros lectores. Ni siquiera un libro clásico que siempre se lee bien.

El barco era grande, pero en dos días ya conocía todo lo que se podía conocer. El pasaje costó carísimo. Me dieron un folleto descriptivo prometedor; lástima que el personal de a bordo no era el doble y los pasajeros la mitad. Tuve la sensación de pasar doce días en una manifestación concurrida, jamás disfruté del silencio, ni del murmullo de las olas ni de una buena mesa con gente interesante. La anécdota final, estimado lector es que, antes de desembarcar, me encontré una amable notita sobre la cama (esta vez bien tendida) que me anunciaba que debía pagar doscientos cincuenta dólares de propina obligatoria que sinceramente no me esperaba y me despertó una furia incontenible. Dios me libre de otro crucero como ese. Repetiría si Máxima Zorreguieta me invitara al Dragón Verde, el yate real de los Países Bajos o el finado Onassis me cargara en el Christina . Crucé el puente de salida como los perros que son liberados en el aeropuerto luego de un largo viaje enjaulados en la bodega.

Pipo Fischer

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