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Diario El Argentinosábado 20 de abril de 2024
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Trekking al Campo Base del Annapurna

Trekking al Campo Base del Annapurna

“Ciudad grande dinero grande, ciudad pequeña dinero pequeño.


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Pero sin dinero es imposible vivir” dice Narang, el guía que me llevará hasta el Campo Base del Annapurna, cuando me cuenta por qué se fue de su pueblo y decidió irse a trabajar a Katmandú, la capital de Nepal. Durante los próximos nueve días, Narang, se va a encargar de gestionar el alojamiento en los refugios, de pedir las comidas, y de marcar los ritmos y los tiempos a lo largo de toda la travesía. Sus frase más repetida será : “Let’s go, slowly slowly”.

Comenzamos el recorrido en Nayapul, a mil setenta metros de altura, y caminamos bordeando el Río Modi. Llegamos al primer ‘check point’, el lugar en donde se registra a todas las personas que irán al Campo Base. Más adelante, cruzamos el primer puente colgante y seguimos paralelos a un nuevo río, el Bhurungdi. El trayecto en el primer día dura unas pocas horas aunque subimos una gran cantidad de escalones.

 En el refugio de Tikhedhungga, un pueblito en donde pasaremos la primera noche, hay un grupo de franceses, ya entrados en años, que están regresando del trekking. Celebran su última noche de travesía, toman cerveza, cantan y dan gritos. Me pregunto que pensaría yo, si los que hacen el escándalo fueran argentinos…

Nuestra segunda noche es en Ghorepani. Estamos a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Narang me advirtió que a el agua que no sea embotellada hay que agregarle una pastilla de trocloseno de sodio, para potabilizarla. En el refugio converso con una española que me hace una pregunta que me deja sin respuesta: “¿Cuándo fue que no hubo crisis en tu país?”. Ceno un plato de macarrones con salsa de tomate, Narang come el clásico dal bhat. Al día siguiente todo el mundo madruga a las cinco de la mañana para ir a Poon Hill, un paraje con vistas increíbles del macizo del Annapurna. Somos decenas de personas subiendo a oscuras, iluminándonos con linternas frontales, para llegar a tiempo y observar el amanecer.

La tercera noche es en Tapadani, un tranquilo poblado ubicado a dos mil seiscientos metros.   Me doy el lujo de tomarme una cerveza mientras miro como cae el sol en el monte Machhapuchhre. Paso la noche en un frío cubículo de cartón prensado en el que apenas puedo dormir. La ducha caliente y la electricidad son comodidades que se pagan aparte. Por la mañana tomo un desayuno convencional, café con leche y tostadas. Narang desayuna, incansablemente, un plato de dal bhat.

En el cuarto día caminamos hasta Sinuwa, una aglomeración de pequeñas casas dispuestas junto al camino. Nos alojamos en un refugio solitario pero que preparan buena comida. En la sala de estar hay un televisor encendido, que da al ambiente un aire de casa de familia. Una hilera de mulas pasa por la puerta. Van cargadas con alforjas repletas, garrafas de gas y herramientas de trabajo. Caminan en fila y se las escucha a lo lejos gracias a los cencerros que llevan atados al cogote. También pasan unos porteadores, gente cuyo trabajo es cargar el equipaje de aquellos que hacen los trekkings o transportar cualquier mercadería . “Es mi primer viaje y esto es muy duro”, me dice uno de ellos que se detuvo a descansar.

Es el sexto día y por fin llegamos al campo base del Annapurna. Un cartel con coloridos banderines tibetanos nos da la bienvenida. Hay memoriales dedicados a los que murieron escalando el macizo: tres coreanos que se perdieron en el 2011, un vasco en el 2006, y hay una placa que recuerda a dos rusos que desaparecieron en una avalancha en la navidad de 1997. Esperamos a ver la caída del sol y luego cenamos en un gran salón que tiene los vidrios de las ventanas empañados. A lo lejos se escuchan los desprendimientos del hielo como si fueran ramas secas que se quiebran. Al otro día casi todos madrugan para ver el amanecer.

Es el momento de regresar y los amantes de las montañas habrán sabido disfrutar de cada momento vivido. Son los pasos que se dan para llegar a las metas lo que realmente importa, porque todo lo que se espera obtener, en el momento de alcanzarlas, puede acabar siendo una mera fantasía.

 Y Narang, en su tentativa de no fatigarme, me dice otra vez: “Let’s go Martín, slowly slowly…”.

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