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Vikingos

Vikingos

El Amazonas y Francisco de Orellana.


El “drakkar”, barco vikingo con proa en forma de espiral, tal vez navegó costa abajo desde las tierras amazónicas, entró por el gran río leonino y subió por el río de los pájaros, cuando una inundación hizo mares de los ríos, desdibujó las orillas y ocultó los cauces.

 

Faltaban aún quinientos años para que Cristóbal Colón creyera que había descubierto América y mi río natal, tal vez nombrado entonces como río de los chanchos o del jaguar, discurría en medio del monte bravo de espinillos, saciaba la sed de jabalíes, pumas y guazunchos, y era navegado por indígenas originarios, que en ese momento estaban refugiados en lo alto de las cuchillas.

El gran río leonino se había vuelto uno con el de los pájaros; el río de los chanchos estaba desbordado, porque no aguantaba el poderoso fluir de las aguas que entraban en contra de su corriente, allá en esa gigantesca llanura de agua que hoy llamamos “la boca”.

No había ciudades, nada estaba fundado; Gualeguaychú era anterior a la memoria. La isla no sospechaba que cambiaría alguna vez el paisaje que se podía ver en la otra orilla. El agua libre, sin muros que la contengan, cubría las calles y las plazas que alguna vez habrían de ser. Tal vez adonde hoy se erige la catedral, flotaban camalotes y ramas quebradas y en mi casa familiar de San Martín y Chacabuco, se refugiaban trenzas movedizas de yararás.

Los tripulantes del “drakkar” tal vez nunca supieron que ya no flotaban sobre el río y que cuando cambiara el viento, quedaría descubierta la traición de las aguas y el casco inmóvil y burlado, ya no volvería a flotar jamás. Este suceso tuvo que haber tenido lugar cerca del actual cementerio, en los terrenos de una chacra que hoy ya nadie puede identificar.

Los rubios vikingos se habían afincado en el territorio boliviano, cerca de Tihauanacu adonde hoy pueden verse sus rastros, y desde allí manejaban un vasto imperio, que incluía Paraguay, Brasil y llegaba hasta Venezuela. Sus rústicas mujeres guerreras, capaces de luchar con furia indomable, tal vez devinieron en las mujeres sin pechos que alimentan la leyenda de la selva infinita. El padre Carvajal, cronista del viaje de Francisco de Orellana por tierras que hoy son Brasil (1542) habla de unas legendarias mujeres rubias muy altas, de ojos celestes que vivían en casas de piedra con puertas y ventanas, rodeadas de murallas.  Las inscripciones en las rocas y los dibujos tan claros de barcos, junto con la temible representación de la “doble runa de la muerte”, no dejan dudas. Los indios diaguitas chilenos atacaron y vencieron a los vikingos cerca del lago Titicaca, alrededor del mil doscientos. Los hombres fueron sacrificados y las mujeres que pudieron huir, buscaron primero las selvas paraguayas y luego se afincaron en las orillas del Amazonas. Volvamos a nuestro barco. A principios del siglo veinte, unos trabajadores gualeguaychuenses estaban perforando un pozo, tal vez para un aljibe, cuando tropezaron con unas maderas muy duras, cubiertas con brea, que resistían a las palas. Sin ninguna vocación de arqueólogos, nuestros amigos se abrieron camino destrozando todo, hasta descubrir los restos de una rara embarcación con una proa esculpida que se secaron al sol y luego fueron echados al fuego. Tal vez era el barco vikingo que exploraba el río. Don Manuel Almeida, nuestro entrañable investigador, intentó durante los años noventa encontrar algún vestigio del barco, pero no fue posible rescatar nada. Una lástima, porque tal vez en aquel barco venía una hermosa vikinga adolescente que se enamoró de un indio, al cual le prometió amor eterno. No puedo usar la palabra “naufraga” porque no se si es la apropiada, pero puedo decir que era algo parecido a eso, aunque sin agua. ¡Jajaja!... Sus padres vikingos, junto con el resto de la tripulación emprendieron caminando el improbable camino por tierra hacia el Amazonas, dejando a la joven enamorada con su indio, habitando el barco varado. Con el tiempo, la nave se llenó de indiecitos chaná con ojitos azules. Mi estimado lector no podrá negar que alguna vez se encontró con entrerrianos de piel trigueña y ojos celeste cielo. Tal vez sean descendientes de la familia chaná-vikinga y puedan aclararnos más acerca de este tema. Pipo Fischer

 

 

 

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