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De Jaisalmer al Taj Mahal

De Jaisalmer al Taj Mahal

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Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Estoy en la terminal de Udaipur esperando un autobús para viajar a Jaisalmer, mi próximo destino. Un hombre con turbante tiende una cama en medio de la vereda y luego se acuesta a dormir.

A escasos metros, dos indios se amenazan con gritos, se agarran a trompadas y acto seguido un grupo de hombres los separan. Como el colectivo no llega, compro unas mandarinas en un puesto callejero. Un mendigo se acerca a pedirme limosna pero no le doy. La escasez se ve por todas partes, pero en India, el séptimo país más grande del mundo, un 15% más grande que el octavo, Argentina, viven más de mil trescientos millones de personas…

El colectivo llega y viajo en una litera no apta para claustrofóbicos. Ceno las mandarinas y bebo agua de una botella. El pasillo del autobús está atestado de gente que viaja sentada en el piso. El cierre de la ventana no es hermético y el chiflete se cuela por las hendijas. Los pozos de la ruta y la ausencia de calefacción no me dejan conciliar el sueño. “Un viaje que en esas condiciones nunca podría hacer” me diría un amigo que ahora vive acomodado. Seguramente sea cierto, con el paso de los años hasta los espíritus más rebeldes claudican ante la dulzura del confort.

Paseo en Jaisalmer por las callejuelas del Fuerte Dorado, la principal atracción de la ciudad.  Veo a dos chicos con un mate y, sin preguntarme si serán argentinos o uruguayos, voy directo a su encuentro. “Por favor” les digo “hace ocho meses que no tomo un solo mate ¿No me convidarían con uno?”. Uno de ellos me dice: “Claro, nosotros ya tomamos, pero pará que le cambio la yerba y tomate todos los que quieras”. Contento, converso con los compatriotas bonaerenses y tomo un mate tras otro hasta que se me lava el estómago.

Miguel, el catalán con el que viajo durante estos días, me dice: “Nunca entendí como les puede gustar esa bebida”.

Es 24 de diciembre en Jaisalmer e intento conseguir una botella de vino para la cena de navidad . Voy a tres almacenes y lo único que encuentro es un tinto elaborado en Rajastán, según dice la etiqueta. El vino acabará siendo peleón, astringente y avinagrado. “Lo que daría por un Rioja” terminará diciendo Miguel en la sobremesa, “y yo por un malbec” agregaré .

 La cena es en el hostel y comemos thali, una de las típicas comidas en el país . Comentamos con Robert, un polaco que también viaja, el asombro que nos produce ver por las calles a los hombres tomados de la mano, teniendo en cuenta que la homosexualidad fue despenalizada en India hace poco más de un año. “En este país es algo habitual que los hombres vayan de la mano” dice Nina, una inglesa que cena con nosotros “es una demostración de amistad, no tiene nada que ver con una relación de pareja”. Luego hablamos de la homofobia que profesa una buena parte de la sociedad polaca. Robert nos aclara: “Aunque Polonia es un reservorio de la moral ultra conservadora de Europa, no tenemos problema con la orientación sexual de las personas. Lo que sí nos molesta, es la exagerada ostentación de la misma”.

Es Navidad y el día es soleado y agradable. Con el Miguel, Robert y dos ingleses alquilamos unas motos y recorremos algunas aldeas en el desierto de Thar. Se ven manadas de camellos que caminan por las banquinas. Visitamos Khuldara, un pueblo próspero que fue abandonado hace más de dos siglos por razones que nunca quedaron del todo claras.

Seguimos la ruta y Miguel, el catalán, se queda atrás y se pierde en un cruce de carretera. Decidimos regresar a buscarlo pero no lo encontramos. Seguimos nuestro plan de ruta confiando en que lo encontremos por ahí. Cuando aparece, dos horas más tarde, se ríe cuando le digo: “Ves que los catalanes también son gallegos”  

Es 30 de diciembre en Agra y visito el Taj Mahal, el impresionante monumento funerario construido por el emperador Shah Jahan, en memoria de su fallecida esposa con la que tuvo catorce hijos. El día está nublado y frío. La humedad se cala en los huesos y el cielo blanquecino apenas contrasta con el mausoleo. En la boletería, un joven indio machaca mis oídos ofreciéndome una visita guiada. “I’m sorry my friend” le digo en mi inglés de Kernel One “but no is no”. Cuando veo el Taj Mahal no me emociono, aunque la fuerza que transmite su belleza me hace olvidar del frío.

Los visitantes acarician sus paredes de mármol tan agradables a la vista como al tacto. Por la parte de atrás corre el río Yamuna, y en el interior del sepulcro están las tumbas de la amada mujer y del emperador. Para disfrutar del Taj Mahal no es necesario saber de su historia ni de su arquitectura: es el caso en el que la experiencia artística supera a la razón.

El amor, ese sentimiento fugaz y huidizo, cuya pureza afirman conocer aquellos que tienen hijos, ha inspirado la creación de obras inmortales, como pasó hace casi cuatro siglos con el Taj Mahal, considerado hoy como una de ‘Las Nuevas Siete Maravillas del Mundo Moderno’.

 

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