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Varanasi: susto de fin de año

Varanasi: susto de fin de año

Hay un fuego extinto en Varanasi, y alrededor de las brasas que quedan, un grupo de perros, cabras y vacas se acurrucan para abrigarse. Desde la orilla, el Ganges se ve de color verde agua ligeramente amarronado. No parece un río contaminado, aunque efectivamente lo es.


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Las embarcaciones que lo navegan son escoltadas por  gaviotas oportunistas. Aves que sin saberlo embellecen el paisaje cuando despliegan su vuelo. Una suave neblina difumina a los camellos que caminan por la orilla de enfrente. A lo lejos se ve el Puente Malviya. Pero antes está el humo de los crematorios que purifican el alma de los muertos.

En la costa del Ganges hay más de 80 ‘gaths’, las gradas que descienden al río, en donde los  hinduistas hacen abluciones purificadoras, se higienizan el cuerpo, dan ofrendas al río sagrado o lavan su ropa. Los perros callejeros, resignados a vivir con hambre, tienen el pelo sin brillo y duermen a la intemperie. Un paraje en donde nadie se quedaría, si se tomaran literalmente los consejos que el Viejo Vizcacha daba al hijo de Martín Fierro: “Jamás llegués a parar a donde veas perros flacos”.

Es el último día del año y, sin importarme la fecha, me alojo en un hostal con aceptable limpieza. En la sala de estar, una prolífica chica de Irán se pasa todo el día dibujando, escribiendo, o pintando un mural en una pared “a cambio de no pagar alojamiento”. Aprovecho para lavar mi ropa, que casi camina sola, y de tanta tierra que tiene el agua termina  negra. Mientras cuelgo las prendas en la terraza, un indio me advierte: “ Ata bien tu ropa, los macacos que andan por los techos suelen robarnos las cosas”.

En un pequeño restaurante almuerzo ‘chow mein’, unos fideos chinos salteados con vegetales. El dueño del lugar me invita a la cocina para que vea como se prepara todo al momento ¡Que tranquilizante es saber cómo se prepara mi comida! Ir a cualquier restaurante, sin conocer la cocina, es un acto de fe ciega y de valentía.

Paseo por la orilla del Ganges, y los barbudos y maquillados ascetas reposan en el suelo sobre unas telas. Algunos esperan a que alguien les dé algunas rupias a cambio de una foto. Otros, quizás más puros, no esperan nada. En Varanasi ocurren cosas inesperadas. “¿Necesitas algo? ¿Un paseo en bote? ¿Ketamina? ¿Opio?” me pregunta un hinduista con edad de estar jubilado. Con pasión de potrero, unos adolescentes juegan al cricket usando bates de fabricación casera. Los niños, ignorantes de la complejidad del mundo, miran al cielo concentrados en sus barriletes. 

Visito el crematorio del gath ‘Manikarnika’, el más grande de Varanasi. Aunque hay varias fogatas cremando difuntos, no hay olor a carne quemada. Decenas de personas observan el rito con total naturalidad. Más de sesenta toneladas de leña se consumen por día. Un negocio que ha hecho ricos a quienes gestionan la purificación de los espíritus. “Aquí se incineran doscientos cuerpos por día.

El crematorio funciona las veinticuatro horas sin parar”, me dice un hombre que se acerca para pedirme dinero, “los hinduistas pagan sumas muy elevadas para ser cremados en Varanasi, la ciudad más sagrada de la India. Aquí el alma se purifica mejor, y eso da más posibilidades de terminar con el ciclo de las reencarnaciones”.

Mientras veo como traen un cuerpo envuelto en sudarios, el falso gentil hombre continúa hablando: “Los líquidos corporales, incluso las lágrimas, contaminan el alma de los muertos. Por esa razón aquí no pueden venir las mujeres, siempre más propensas a llorar”. Decido acercarme más a los fuegos, y para deshacerme del espontáneo guía le doy 10 rupias.

Mientras miro el increíble espectáculo, veo a turistas sacando fotos. La imprudencia me gana de mano, saco el teléfono y hago dos. Apenas lo guardo, ocurre lo inesperado: un indio con cara de pocos amigos se acerca y me dice: “Lo que usted acaba de hacer es un sacrilegio. Ha faltado el respeto a nuestra religión. Ahora tiene que venir conmigo a dar una donación de dinero a los familiares del difunto. De lo contrario tendrá serios problemas”. Con súbito temor, y deseoso de zanjar el asunto le digo: “Le pido disculpas, no lo sabía, ahora mismo borro las fotos”. El hombre, ahora para mí un ser maléfico, me dice: “Usted acaba de crear karma negativo. De aquí usted no se va. Venga conmigo”. Mientras lo sigo entre toda esa extraña gente, no dejo de maldecirme por haber hecho las fotos. El hombre señala a alguien que está junto a una fogata y dice: “Ahora vaya a presentar sus disculpas y entregue el dinero. Esa gente necesita comprar más leña”. “Pero si apenas tengo cincuenta rupias”, digo acobardado. “Lo que tengas”, contesta. Sintiéndome más víctima que victimario, entrego el dinero y pido disculpas. “Tu karma se ha liberado ¿Eres feliz ahora?” me dice luego el satánico hombre. “Sí sí” le digo mintiendo, “soy muy feliz”.

Comienzo a caminar para desaparecer de la escena y el hombre maléfico, una auténtica pesadilla, me alcanza para preguntarme: “¿Necesitas algo? ¿Un paseo en bote? ¿Ketamina? ¿Opio?”. “No, gracias” le digo aturdido “Esta noche es año nuevo y con alguna cerveza me basta. Porque para tener alucinaciones ya es suficiente con una dosis de Varanasi”.

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