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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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Alleppey: viajando bajo sospecha

Alleppey: viajando bajo sospecha

La brisa marina es cálida y revitalizante. El Mar de Arabia, agitado y turbio, rompe en olas sobre las costas de Kerala. Los cuervos, con sus disonantes gritos, vuelan en bandadas como hojas empujadas por el viento. Centenares de cangrejos emergen de la arena y caminan con


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

movimientos eléctricos, hacia cualquier dirección, como si no fueran a ninguna parte. Cada tarde, mientras el sol baja, los indios juegan al fútbol en la playa, sin sentir el paso de los años,  sin sentir el peso de la arena. Los arcos son troncos de palmera atados con alambre. A escasos metros, los pescadores fuman esperando el ocaso. Saldrán con sus barcas por la noche, y regresarán a la madrugada con bolsas llenas de presas.

Es domingo 8 de marzo y viajo hacia Alleppey en un viejo colectivo de los años 50. Al llegar, solicito mi parada tirando de una soga que lleva atada una campana. Bajo un sol que abrasa, camino por las calles del pueblo en busca de algún lugar para dormir. La gente me saluda como si mi presencia fuera una novedad. Luego de dos horas de deambular, exhausto y fastidioso, consigo una habitación por 400 rupias. Me pregunto por qué hago estas cosas, por qué diablos no reservé antes, tal como lo he venido haciendo hasta ahora...

Son las nueve de la mañana del martes, y viajo tres horas en ferry para llegar a Kottayam. La embarcación navega por los ‘backwaters de Kerala’, un extenso sistema de canales, ríos y remansos. El agua es marrón como la de los ríos del litoral argentino. La vegetación, frondosa, está dominada por bananos y palmeras. La variedad de aves es exquisita, y tal vez iguala a la que hay en Entre Ríos. El ferry se detiene en las garitas, y la gente sube y baja como si fuera un colectivo. Las decenas de casas flotantes que navegan por el río, parecen un pueblo bajo el agua que ha sufrido una creciente.

En el ferry, mientras observo cómo nada y se sumerge un biguá, un hindú de unos 20 años arroja deliberadamente una botella de plástico al agua. El hecho, que parece un acto de rebeldía adolescente, me deja asombrado. Por casualidad, el joven me mira a los ojos y yo le hago un gesto, como preguntándole por qué hizo eso. Al instante, un hombre que vio toda la escena, se pone de pie y lo reprende hablándole en hindi. Cuando vuelve a su asiento, me dice: “Este chico no es de Kerala, viene de Calcuta, allí el nivel de educación es muy bajo”.

Un hindú, que viaja sentado junto a mí, me pregunta amistosamente mi nombre, de qué país vengo, y si me puedo sacar una foto con él. Nos hacemos una selfie y se la envía a su novia. Me hace otra pregunta: “¿Cómo es Argentina? ¿Tu país tiene dinero?”. La pregunta me perturba y me doy cuenta de que no tengo idea de cómo definirlo. Le digo: “Es un país rico por naturaleza y pobre por adopción”. Mi interlocutor no comprende la respuesta, balancea la cabeza al estilo indio, y por buenos modales me contesta: “I understand”.

Camino azarosamente por las calles de Alleppey, y unos niños que juegan en la calle, me ven y gritan: “¡Ahí viene corona, ahí viene corona!”. Quedo alucinado y me pregunto: “¿Qué tipo de cosas habrán escuchado en sus casas?”. Mucha gente no sabe que los niños lo captan todo, muchísimo más de lo que cualquier cerebro adulto es capaz de imaginar.

Un grupo de hombres vestidos con ‘lunguis’, las típicas faldas que utilizan los indios, están sentados en una esquina tomando un ‘masala chai’. Me acerco a preguntarles por la Iglesia de Santo Tomás. Me dan las indicaciones y uno de ellos me hace las preguntas de rigor. Cuando les digo que soy de Argentina, para ubicarlos rápidamente en el mapa, y asegurarme, les enumero a los tres argentinos que traspasaron las fronteras de todo el mundo: “Maradona, Messi y Che Guevara”. Todos sonríen como si fueran niños. Y yo no puedo evitar mirar sus dientes, que se ven blancos como la nieve, en contraste con su piel negra amarronada.

Converso con Ayaka, una japonesa de Tokio que se aloja en mi hostal. Me cuenta que viaja sola y que quiere largarse de una vez por todas de Japón. “En mi país”, dice, “cualquier acto que se salga de las normas, está muy mal visto. Mucha gente se siente limitada y reprimida”. Está indignada y paranoica por un suceso que vivió hace unos días en la India: “¿Puedes creer que por el coronavirus me negaron la entrada en un hostal?”.

Mientras escucho “El final es en donde partí”, me pregunto si el porvenir es irrevocable o si realmente lo podemos torcer. Los que viajan por el mundo miran de reojo el limbo de las cuarentenas. Hace demasiado tiempo ya, que casi nadie habla de arte, de ciencia o del espíritu. Tal vez alguna mano invisible quiso que nuestros intereses sean otros. “Compramos lo que nos venden, y nos hacemos esclavos de las cosas”, me dijo Claudia, una alemana que regaló todas sus pertenencias antes de venirse a la India. Los extranjeros empezamos a ser mirados con recelo en el subcontinente indio. Algo que hasta hace algunos días, ni el más pesimista de los occidentales hubiera sido capaz de imaginar.

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