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Opinión

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Memorias de Osaka e Hiroshima

Memorias de Osaka e Hiroshima

Es mi primera noche en Japón y paseo por Dotonbori, la zona más emblemática de Osaka, la primera ciudad japonesa que visito. Ubicada en el sur de Honshu, una de las cuatro principales islas que conforman a Japón, Osaka es famosa


Por Martín Davico

(Colaboración)

por su gastronomía y vida nocturna. Desde el puente Ebisu, se aprecia el símbolo más popular de la ciudad: el Glico Man, un cartel publicitario que representa a un corredor de atletismo. Los turistas se hacen fotos y las luces de neón dan a la ciudad un aire exótico y futurista.

A la mañana siguiente despierto en la cápsula en donde pasé mi primera noche antes que se declarara la cuarentena obligatoria: un cubículo diseñado para dormir, incrustado en la pared como si fuera un nicho. Junto a la cabecera hay un monitor y un equipo de audio. Enciendo la radio y la primera canción que suena es una señal de buen augurio: Libertango.

Minutos más tarde, debuto en uno de los galácticos inodoros japoneses. Al sentarme espero el contacto con la fría tabla, pero sorpresa: el inodoro está climatizado e invita a relajarse para disfrutar. A continuación, presiono un botón y el novedoso dispositivo emite un armonioso sonido de cascada: “Una protección para la dignidad del usuario”, pienso con perspicacia, “ante involuntarios estruendos capaces de ser oídos por algún testigo circundante”. Finalmente, con el objetivo cumplido, me la juego  presionando otro botón que lleva como símbolo una gota de agua: una palanca emerge de un costado y libera un chorro de agua tibia que actúa como bidet. ¡Este es el Japón que yo esperaba!

Por falta de disponibilidad de cápsulas, busco un nuevo lugar para pasar las siguientes noches. Me mudo a un barrio más periférico, el Nishinari-ku, el ‘más peligroso’ de Japón. Me alojo en el destartalado Diamond Hotel y salgo a recorrer la zona. Veo patrullas de abuelos que barren las calles para ganar un dinero extra y complementar sus jubilaciones. En esta zona es habitual encontrar japoneses vagabundos, los ‘homeless’.

Apenas camino unas cuadras más, llego a Tobita Shinchi, el barrio rojo de Osaka por excelencia: locales abiertos, como pequeños garajes, en donde se exhiben mujeres orientales acompañadas por una matrona que las regenta.

 Se hace de noche y entro a un bar a degustar un vaso de sake. Los clientes, apoyados en la barra, hacen karaoke y se pasan un micrófono para cantar incomprensibles canciones de los años 80. “¡Que cada loco se divierta como pueda!”, pienso cuando pido el segundo vaso. Un hombre se acerca a conversar y cuando le cuento que soy argentino me dice: “¡Ramón Díaz, que gran goleador! Cuando jugaba aquí era mi ídolo”.

Activo mi ‘Japan Rail Pass’, una credencial que me permite viajar con la mayoría de los trenes del país. Mi primer destino es Hiroshima y tomo el Shinkansen, el famoso tren bala japonés. La locomotora, con forma de misil, parte con una puntualidad implacable. El revisor, vestido como el capitán de un barco, me pide el pasaje con modales de mayordomo. El viaje es silencioso y la máquina se mueve a más de 250 kilómetros por hora. En un abrir y cerrar de ojos, estoy en el destino.

En mi primera mañana visito el Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima. Aprovecho para fotografiar la Cúpula de Genbaku, uno de los pocos edificios que quedaron en pie a escasos metros de donde estalló Little Boy, la primera de las dos bombas atómicas que lanzaron los americanos en agosto de 1945.

 Más tarde entro al Museo de la Paz. En una vitrina un letrero explica que, para que su poder destructivo sea mayor, la bomba fue detonada a 600 metros antes de llegar al suelo. Me quedo con el estómago revuelto frente a las fotos de los sobrevivientes quemados y con una idea más clara de lo criminales que también fueron los Aliados.

Al salir del museo, junto al Cenotafio Conmemorativo, la estructura de piedra que contiene el nombre de todas las víctimas, un grupo de niños se acerca a hacerme una entrevista para su escuela. Sonrientes, me preguntan mi nombre, de qué país vengo y si me gusta Hiroshima. Llevan un planisferio para ubicar el país de las personas que entrevistan. Les señalo en donde queda Argentina. Nos hacemos fotos y me regalan una grulla de origami, un amuleto de papel que otorga larga vida y prosperidad. No creo que comprendan lo que ocurrió en este lugar. “Si tuvieras hijos, en más de una noche seguro que no dormiría”, pienso con alivio.

Me despido de los escolares y sin haberlo notado mi estómago se ha recuperado. Tal vez la brisa otoñal, los cálidos rayos de sol, y la idea de que en cualquier niño subyace una oportunidad, hayan hecho su efecto. Un eficaz placebo contra las constantes indigestiones que produce este irracional mundo que hemos construido.

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