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Diario El Argentinojueves 18 de abril de 2024
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Moscú: relatos encontrados

Moscú: relatos encontrados

La Catedral de San Basilio en la Plaza Roja de Moscú.


 

Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Es 4 de mayo en Kuala Lumpur y el confinamiento en Malasia está previsto por una semana más. La temporada de los monzones sigue vigente aunque hay algunos días en los que apenas llueve. Aprovecho el tiempo libre para mirar fotos y recordar los lugares que he visitado.

Leo  notas, miro mapas y repaso algunos nombres. En medio de mi tarea encuentro una  crónica de cuando pasé por Moscú en septiembre del 2018. Fue cuando apenas comenzaba mi viaje y el gélido frío todavía no había llegado. El relato dice así :

“En el Museo de la Guerra Patriótica de 1812, como llaman en Rusia a la invasión napoleónica, uno tiene la sensación de que camina por una galería de arte. Se exhiben cañones y armas, recreaciones en maquetas, uniformes de soldados caídos y banderas francesas confiscadas. Hay pinturas de las batallas perdidas del ejército francés contra el frío, el hambre y las temibles tormentas de nieve.

Un cuadro de un Napoleón Bonaparte derrotado, abandonando el Palacio de Fontainebleau, confirma que la ley de la gravedad aplica también para el poder y la política: Todo aquello que sube, tarde o temprano baja.

A menos de 200 metros del museo, atravieso los estrictos controles de seguridad y entro a la Plaza Roja. La mañana es soleada y la monumental Catedral de San Basilio es un hervidero de turistas con cámaras, trípodes y palos para selfies. En la misma plaza, el Mausoleo de Lenin exhibe el cuerpo embalsamado del artífice de la Revolución Rusa.

Está prohibido sacar fotos y detenerse frente al líder que aparenta un confortable sueño. Se dice que fue tan prodigioso con sus ideas, que tras su muerte se diseccionó su cerebro en busca de hallazgos que explicasen su brillantez intelectual. Pero para decepción de los anatomistas, nada se encontró.

Frente a mi hostal, hay un bar en el que desayuno y ceno todos los días. Por las noches, un grupo de clientes habituales se acodan en la barra y toman vodka como si fuera agua. El idioma, ese obstáculo que hace parecernos tan distintos, impide al comienzo que tengamos una comunicación fluida.

Después del segundo vaso, los hombres de la barra me hablan por el traductor del teléfono: “En Moscú una vez fui a un restaurante argentino que cuando me trajeron la cuenta casi me desmayo”, me dice uno de ellos. Otro, ya entonado, me pregunta si soy consciente de que llegué un poco tarde para ver el Mundial…

Es domingo 6 de septiembre y la luz del atardecer tiñe los árboles de color naranja. Camino por Gorky Park, el pulmón verde más famoso de la ciudad. Me tiro en el pasto y contemplo las doradas cabelleras de las modelos que pasan caminando. Una libre asociación me trae como recuerdo la canción ‘Vientos de cambio’: una balada que marcó mis primeros pasos en el arte de bailar lentos (en esa búsqueda de dar el primer beso), sin que supiera que era el himno que celebraba la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética.

Más tarde, sigo mi paseo junto al río Moscova y llego a la colosal Estatua de Pedro el Grande, uno de los más destacados zares en la historia de Rusia. Un monumento de casi 100 metros de alto repudiado por la mayoría de los moscovitas: no sólo por ser considerada una de las estatuas más feas del mundo, sino también por los oscuros tejemanejes para la financiación del proyecto.

En la jornada siguiente me inclino por la carrera espacial y visito el Museo de la Cosmonáutica. En su amplio recinto, un brillante cohete de titanio despega hacia el cielo dejando atrás una estela de metal: es el monumento a Los Exploradores del Espacio. Una sección está dedicada al carismático Yuri Gagarin, el joven ruso que siendo hijo de un humilde carpintero se convirtió en el primer hombre en viajar al espacio.

Un golpe histórico a favor de la Unión Soviética, y un mensaje para los ciudadanos del mundo capitalista: “Aquí no importa el origen que tengas, aquí cualquiera puede triunfar”.

Por las redes sociales conozco a Elena, una moscovita que me propone reunirnos para tomar un té. A los cinco minutos del encuentro nos damos cuenta de que sólo seremos amigos. Hablamos de cómo fueron nuestros años de la infancia. “Desde que éramos chicos la propaganda de Hollywood nos hacía creer que los soviéticos no eran buena gente”, le cuento, “cuando vi Rocky IV, el malo de la película era un boxeador soviético, el prototipo de persona fría que se comporta como una máquina. Nuestro héroe era Rocky, el hombre americano humilde y generoso, que por justicia divina al final siempre gana”.

Elena no se lo cree y me cuenta su experiencia: “A nosotros nos pasaban películas que nos hacían ver que el mundo capitalista no era igualitario como el nuestro, que la educación de calidad era sólo para los que tenían dinero, y que sus ciudadanos creían que poseer bienes materiales era un acto de realización”.

Ni bien termino de leer el relato me pregunto qué será de la vida de Elena en estos tiempos locos de virus y confinamientos. “Al final los rusos me parecieron ser muy buena gente”, me digo a mí mismo recordando a los que conocí en el viaje. Y mientras repaso mentalmente las películas que mirábamos en los años 80, no puedo dejar de suponer que en la Unión Soviética veían un cine más realista, más acorde con aquellos tiempos.   

   

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