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Diario El Argentinoviernes 29 de marzo de 2024
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De visita por el Pirineo

De visita por el Pirineo

 En Barcelona, el sol de las tres de la tarde hace arder la playa del Somorrostro. Hoy, a finales de julio, el agua del Mediterráneo está transparente y tibia. A tres pasos de la orilla, bolsas de supermercado flotan como medusas muertas. Los vendedores ambulantes, de India o de Pakistán, caminan entre la gente ofreciendo cerveza que apenas está fría.


Por Martín Davico

(Colaboración)

 

 

 Para deshacerme del calor decido darme un chapuzón. Cuando el agua me llega a la cintura me sumerjo. Al cabo de un momento, un nylon transparente se me engancha en el pie. Sacudo la pierna y una sutil indignación me invade: ¿Cómo se puede ser tan guarro de tirar cosas en el mar? Salgo y dejo el nylon boyando. Me tiro a tomar sol y me pregunto que por qué será, que cuando yo iba por las playas de Asia juntaba la basura que encontraba tirada, y ahora no.

 Es sábado y voy de picnic a los Jardines Joan Maragall en Montjuic. Me acompaña Mariona, una amiga Barcelonesa que propuso el lugar. El parque es un remanso adornado con fuentes y esculturas de mármol. En el centro está el Palacete Albéniz, la residencia oficial de la familia real española en Barcelona, la familia menos popular en Catalunya. Bajo la sombra de un árbol comemos guacamole, queso, aceitunas, jamón y vino tinto. “En cualquier restaurante esta comida nos hubiese costado tres o cuatro veces más”, pienso, como si todavía siguiera viajando de mochilero.

Hablamos de las medidas que toma el gobierno por el coronavirus. “Fíjate como son las cosas”, dice Mariona, “con esto de los rebrotes han vuelto a cerrar los teatros y los cines, pero los bares siguen abiertos”. Apunta: “Quienes toman estas decisiones no desprecian el valor de la cultura, simplemente lo desconocen, o sea que son una panda de ignorantes. No hay otra explicación”. Y dice una de las frases más célebres: “España es el país de la pandereta”.

 Viajo para visitar a Ferrán, un amigo que vive en la Seu d’Urgell, una localidad en los Montes Pirineos, cerca de Andorra y de Francia. La furgoneta va vacía y converso con el conductor. Está ofuscado por las recomendaciones que dieron en Alemania e Inglaterra de no venir a Catalunya. Dice: “Aquí los políticos hablan demasiado. Ayer un vocero del gobierno dijo que somos un país seguro para el turismo, y acto seguido nos advirtió que si no permanecíamos confinados nos iríamos a un nuevo estado de alarma ¿se puede ser más contradictorio y burro?”

 Viajamos paralelos al río El Segre y me indaga por la pandemia en Argentina. Le explico que lo peor está en Buenos Aires . Me pregunta extrañado que por qué medio país vive hacinado alrededor de la capital, “con lo grande que es aquello”. Le doy una razón: “El problema es que todo se ha construido en torno al puerto de la ciudad . Alguien dijo que ese puerto es la gran tragedia geográfica de Argentina. Y en las provincias dicen que Dios está en todos lados, pero que atiende en Buenos Aires”.

 Al segundo día de llegar a la Seu d’Urgell, acompaño a Ferrán hasta Puigcerdá, un pueblo lindante con Francia. Al mediodía nos da hambre y decidimos almorzar. “Conozco un restaurante que queda en Llivia”, dice Ferrán, “el pueblo que pertenece a España pero que está dentro de Francia. Una cosa curiosa, ya verás”. Desde Puigcerdá, que todavía es España, pasamos a Francia. No hay control de frontera por el Tratado  Schengen. Hacemos unos kilómetros y llegamos a Llivia, el enclave español en pleno territorio Francés.

 Estacionamos a metros de unas ruinas romanas. Ferrán me cuenta que Llivia era una pequeña base militar del imperio romano, un punto estratégico para cruzar los Pirineos y que por aquí pasó Aníbal con sus elefantes. Yo quiero saber por qué este pueblo pertenece a España y está dentro de Francia. Ferrán no lo sabe. Entramos a la oficina de turismo y me dan un folleto que tiene el dato: en 1659, luego de la Guerra de los 30 años, se firmó el Tratado de los Pirineos entre Francia y España. El tratado fijó una nueva frontera y la reasignación de jurisdicciones: 33 pueblos españoles de la zona quedaron bajo dominio francés. Llivia, que tenía título de ‘Villa’ y no de ‘Pueblo’, cayó en un vacío legal y siguió bajo control de la corona española.

Comemos un menú y salimos a dar una vuelta. En la puerta lateral de la iglesia de Llivia hay un hombre sentado con un termo y un mate. Me acerco y le pregunto: “¿argentino o uruguayo?” .   Sonriendo dice que es de Montevideo. Miro el mate y descarto pedirle uno por el maldito virus. Cuando le digo que nací en Gualeguaychú, Ferrán confiesa: “Vaya nombre el de tu ciudad natal, me hace flipar, además nunca lo pronuncio bien”. Converso con el montevideano cinco minutos y, como si fuese un viejo amigo, me hace un resumen de su vida.

Cuando regresamos a casa le cuento a Ferrán que para mí apenas hay diferencias entre argentinos y uruguayos. Que ni siquiera puedo distinguirlos cuando hablan. Que somos otro ejemplo de lo artificiales y burdas que son las fronteras. Y que si éstas tienen algo de bueno, es que están llenas de pasadizos secretos.

 

 

 

 

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