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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
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En el Camino de Santiago

 En el Camino de Santiago

 Son las once de la mañana en la ciudad condal y Las Ramblas y la Plaza Real están prácticamente vacías. Atravieso el Barrio Gótico por calle Ferrán, y me dirijo a la Parroquia de Sant Jaume en busca de mi credencial de peregrino. Mi misión, resultado de un impulso inesperado, es terminar el Camino de Santiago.  


Por Martín Davico

(Colaboración)

Saldré desde Santander, la capital de Cantabria. El avión, desde el aeropuerto El Prat, saldrá en seis días… Es jueves 10 de septiembre y el vuelo Barcelona-Santander me parece un corto y agradable paseo. Al salir del aeropuerto, tomo un bus que me lleva hasta el albergue de peregrinos Santos Mártires. Al llegar, el hospitalero me da la bienvenida y me advierte que la mayoría de los albergues del camino están cerrados por la pandemia. “Nosotros, por protocolo, tuvimos que reducir el aforo a la mitad”, dice, “hoy, para esta fecha, tengo cinco peregrinos, contra los cuarenta que tuve el año pasado”.

Mientras sella mi credencial me cuenta que hace un año visitó Argentina. Enumera con orgullo su itinerario: Buenos Aires, Iguazú, Perito Moreno y Ushuaia. Me pregunta de qué provincia soy y, como pasa con la mayoría de los españoles, dice que nunca en su vida escuchó hablar de Entre Ríos.

 Mi habitación tiene cuatro literas, dejo la mochila y salgo a recorrer Santander. Camino por la bahía y llego a la Playa de los Peligros: “Se llama así porque se llama así, como cualquier otro lugar”, me dice un bañista cuando le pregunto la razón de tal nombre. Sigo hasta el Faro de la Cerda y contemplo la Isla de Mouro. A unos metros, más adelante, está el famoso Palacio de la Magdalena: grupos de turistas lo visitan y ninguno es extranjero.

De regreso, me topo con el monumento que conmemora el “pavoroso incendio de Santander de 1941”, una tragedia que destruyó buena parte de la ciudad y su casco antiguo. Hay una ruta turística que recorre los principales puntos afectados por el fuego. El siniestro, que ocurrió apenas terminada la guerra civil española, dejó a miles de ciudadanos sin vivienda.

 Es 11 de septiembre y es mi primer día de peregrinación. Por recomendación del hospitalero decido atravesar el polígono industrial en tren. La línea que me llevará va a Cabezón de la Sal y ese nombre me hace acordar a mi amigo de toda la vida Ricardo Salvador. En la estación, confirmo la vía preguntándole a un hombre que está parado en el andén. Hablamos un poco y me cuenta que es de Bogotá y que hasta hace dos semanas vivía en Ibiza. “En las Baleares la temporada fue un desastre”, dice señorialmente como buen colombiano, “y usted sabe, todavía nos espera el show de la vacuna”.

   Bajo en Mogro y empiezo a caminar siguiendo las flechas amarillas. El sol asciende y se ve incandescente como la camisa de una lámpara de gas. La niebla se desprende del suelo y los pájaros componen el coro del alba. Atravieso pueblos, iglesias, campos y maizales. Al mediodía llego a Santillana del Mar, conocida como la ciudad de las tres mentiras: no es santa, no es llana y no tiene mar. Las calles empedradas me guían hasta el Museo de Tortura de la Inquisición. En la puerta un cartel explica el ensañamiento con el que Torquemada torturaba a los herejes. En la fachada, una herrumbrada jaula de hierro cuelga de la pared: en su interior hay un esqueleto humano que parece suplicar. Todo esto me parece un juego morboso y decido no entrar.

Media hora después, almuerzo una pizza en un barcito. Termino rápido y espero al camarero para pedirle la cuenta. Al cabo de quince minutos no aparece y me doy cuenta que no está,  que en el lugar no hay nadie. Imagino una posible tragedia y empiezo a buscarlo: entro al baño y luego a la cocina, “Hola ¿hay alguien?”, pero nada. Valoro dejar el dinero sobre la mesa e irme. Salgo a la calle y por fin lo encuentro. Está conversando con la vecina de enfrente. Lo llamo y cruza agitado. Le digo: “Pensé que invitaba la casa, que por eso usted no venía”. Secándose la frente, y sin sospechar que casi lo di por muerto, contesta: “Hombre con la que nos está cayendo encima ¿cómo voy yo a invitarte una comida?”.

Por la tarde llego a Caborredondo y voy al Albergue de Peregrinos Izarra. Me recibe Gabriela, una húngara de Budapest que lo administra. Me explica que dan cena y desayuno y que el precio es a la voluntad. En eso llega un inglés que dice haber caminado cuarenta kilómetros. A mí, esa distancia, me parece inconcebible.

 En la cena somos cuatro peregrinos. Antes de empezar Gabriela bendice la mesa. El menú es arroz con verduras y de postre flan o yogurt. Durante la sobremesa hablamos de la etapa que haremos el día siguiente. Una chica de Aragón y yo iremos a Comillas, otro peregrino de Madrid, que hace el camino en bicicleta, pedaleará unos sesenta kilómetros. El inglés, una máquina, dice que caminará otros cuarenta.

 A la mañana siguiente desayunamos a las siete. Uno a uno los peregrinos dejan su donativo en una alcancía y se van yendo. Cuando despido a Gabriela me dice: “El Camino de Santiago es mágico. Ve haciéndolo poco a poco. Llegará un momento en el que tu cuerpo y tu alma se alinearán. Y tal vez encuentres alguna respuesta que estés buscando”.

 Arranco hacia Comillas, una pequeña ciudad ubicada sobre el Mar Cantábrico, célebre entre los siglos XVI y XVIII por la caza de la ballena franca septentrional. Y aunque sepa que necesito caminar despacio, todavía no entiendo cómo no se me ocurrió decirle a Gabriela, que más que una respuesta, lo verdaderamente importante, siempre, es encontrar una buena pregunta.

 

 

 

 

 

 

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