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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
Colaboraciones

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La memoria compartida se cuenta con el corazón: “Jugar es un placer”

La memoria compartida se cuenta con el corazón: “Jugar es un placer”

        


Por Amalia Doello Verme (*)

EL ARGENTINO

 

¿Quieren saber por qué nuestra infancia y juventud fueron tan felices? Porque estábamos rodeados de gente buena.

Las familias no ventilaban los conflictos o al menos por ser gurises no nos enterábamos de nada.

Adentro de la casa vigilaban todos los adultos de la familia, en la vereda vigilaban los vecinos ¡no teníamos escapatoria! ¡Sí o sí teníamos que portarnos bien!

La vereda era el lugar donde se demostraban habilidades y destrezas: la rayuela era el juego más complejo, coordinar mano ojos pies y saltar y caer en el lugar que correspondía sin pisar los lados de los cuadrados. ¡Era una tarea faraónica!

Llegar al “Cielo” de la rayuela era lo más. Podíamos estar horas jugando.

Otro tema era saltar la cuerda ¿con qué cuerda?

Nuestra aliada era la enredadera de campanitas azules que cubría el alambrado del fondo, además los que iban a saltar debían traer un tramo para sumar y así armábamos “la cuerda”.

Este juego era fantástico porque podíamos saltar en grupo, debíamos aprender a “entrar” pero el éxito dependía de los que estaban en los extremos que tenían que “dar”, hacer que la soga tomara vuelo y pasara por arriba de las cabezas, cayera y volviera a subir. Más de una vez no llegaba a la altura deseada y la oreja recibía un “sogazo” que te hacía ver las estrellas, acá comenzaba el reclamo a los que “daban”.

Pero, la competencia que reunía publico era la de saltar tan rápido hasta que le dolieran las piernas o te salieran las alpargatas…

Sal, aceite, vinagre y picante… pi – can - te (máxima velocidad),

“Pasará, pasará, pero el último quedará” decía la frase que escuchábamos mientras nos dirigíamos en forma de trencito hasta donde dos chicos tomados de las manos formaban un puente y nosotros pasábamos agachaditos. El último debía quedarse y elegir entre dos propuestas: banana o manzana y según tu elección te colocabas detrás del que correspondía y al finalizar de pasar todos, tomados de la cintura, cinchábamos y más de una vez terminábamos en revolcón (pero contentos).

Dada mi torpeza para saltar o correr y menos con los ojos vendados no me gustaba jugar al “gallito ciego”, cuyo comienzo decía:

-¿Gallito ciego que has perdido?

-¡Una aguja y un dedal!

-¿En qué calle lo has perdido?

-En la callecita Real.

-¡Nosotros te los tenemos y no te los vamos a dar!

Y ahí comenzaban las corridas y el gallito debía atrapar a alguno que se transformaba en el nuevo gallito ciego.

Y cómo no recordar el “Cataplín, Cataplín, Cataplero”; y jugando al huevo podrido, “al ratoncito ¿qué comes?”. Y todos los tipos de manchas…

Quitarle la cola al zorro, ofrecía un plus de diversión, aunque muchas veces descocían martingalas, bolsillos y entonces se armaba el conflicto… y “la seño” tenía que intervenir (buen momento para trabajar valores).

Aprendimos a coleccionar cuando aparecieron los álbumes de figuritas. Intercambiar con los compañeros las repetidas, era un placer, ¡que hermosas eran! ¡Llenas de brillitos! Pero, siempre hay un “pero”, teníamos que tener la moneda para comprar el paquetito que solo traía cuatro “figus” que atesorábamos.

Los varones también tenían álbum con motivos de autos, animales, etcétera.

Aún quedan muchos juegos por recordar, pero no quiero aburrirlos. Fue un repaso a vuelo de colibrí.

¿Me gustaría saber a cuál jugaste vos?

 

(*) Amalia Doello Verme decidió en esta pandemia traer e la memoria “muchas de las historias vividas, y me pareció que sería bueno compartirlas con los vecinos que fueron protagonistas de estos relatos”, sostiene la autora y agrega: “Mi intención es sacarles una sonrisa y hacerlos viajar en el tiempo para revivir de alguna manera momentos dramáticos y otros humorísticos”.

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