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Colaboraciones

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Crónicas urbanas: diálogos de almacén y cantina

Crónicas urbanas: diálogos de almacén y cantina

Tras años de estar abandonado el Paseo de la Delfina volvió a revitalizarse.


Ha comenzado el otoño y se nota: algunos fresnos amarillean y los días, los más lindos del año, se acortan. En breve, el follaje de los árboles se convertirá en un recuerdo abstracto y se hará visible el inadvertido entramado de cables, un proyecto a largo plazo quizás, para construir una gran telaraña de hilos conductores, que envolverá la ciudad y quedaremos atrapados como moscas.

 

Por Martín Davico

(Colaboración)

 

Manejar por la ciudad es una aventura de riesgo. Los desniveles y el craquelado del asfalto hacen temblar la carrocería de los viejos modelos. Cada esquina es una caja de Pandora: conductores y conductoras, de cualquier edad y condición, cruzan indiferentes como viajando por una autopista. Pensamientos imprecatorios surgen, cuando en los cruces no desaceleran, desdeñan si les corresponde el paso, o cuando jamás nunca se detienen para darle prioridad a ningún peatón.

Al anochecer, las parrillas del Parque Unzúe quedan desoladas bajo el amparo de algún eucalipto. Junto al río, en el Paseo la Delfina, hay familias que despliegan sillones, hacen fuegos, cocinan a la brasa y destapan vinos: es la gente que sabe. El final del paseo está rematado por el Puente de los Enamorados, una precaria y descolorida construcción no apta para fotografiarse de la mano o hacer una declaración de amor. Tal vez deba su nombre a que  fue la única puerta de entrada a lo que se conocía como ‘El Zapallo’, una zona llena de inconfesables secretos que cuando se viven tiempos de vacas flacas es un consuelo recordar.

En un almacen de barrio constato que el valor del queso cremoso sube al ritmo de una criptomoneda. Desde el último diciembre hasta hoy, su precio se ha duplicado. El almacenero de Del Valle y Camila Nievas me da una didáctica explicación: “Poca lluvia, poco pasto y las vacas bajan su producción de leche. Es la ley de la oferta y la demanda”. El ayudante, tal vez su hijo, replica con una carcajada: “¿Y qué explicación tiene el aumento de todo lo otro?”.

Pago en efectivo y le pregunto si cree que para fin de año el kilo llegará a los mil pesos. El almacenero dice lo que siempre se dice: “En este país todo es posible”. Una pregunta queda dando vueltas en el aire: ¿Por qué será que decimos ‘este país’ y nunca ‘nuestro país’?

Es sábado al mediodía y con un amigo tomamos un aperitivo en el Club Dock Sud. En el salón principal tres hombres juegan al billar con la precisión de un relojero. Viejos trofeos, copas y banderines se exhiben en una vitrina polvorienta. Las mesas están ocupadas por hombres que   toman su vermut y conversan despreocupadamente.

Mi amigo, que no practica ningún deporte, que no estudia idiomas, que no acude a los gratuitos centros de estudios superiores, que no aprende a tocar ningún instrumento ni a bailar ninguna danza, que no cultiva huertos ni jardines, que no participa en asociaciones solidarias, que no da paseos junto al río ni acude a ningún evento, que sufre lo que los ingleses llaman ‘chronic dissatisfaction', que tiene la infantil ilusión de que la felicidad está en los países que tienen una moneda fuerte y estable, me dice que la vida en Gualeguaychú le parece aburrida y desesperante…

Mientras tomamos un Gancia comentamos sobre nuestra indiferencia ante la precariedad edilicia de nuestras escuelas. Mi amigo discurre: “No puedo creer el tiempo que me ha llevado darme cuenta que los países no son ricos porque tengan petróleo, diamantes o grandes extensiones de tierra. Son ricos por la educación de sus ciudadanos”. El alcohol lo estimula y se da cuerda: “Educación significa bajarse de la vereda para darle lugar al que viene caminando. Es decir buenos días cuando entrás a cualquier lugar. Es dar las gracias cuando te traen la cuenta en el restaurante, y volver a dar las gracias cuando dejás la propina. Educación es no robar cuando tenés la oportunidad de hacerlo. Es que te importe un bledo la vida privada de los demás. Cuando un país tiene educación, es un país rico.”

Más tarde, llega la hora de comer y los clientes del Dock Sud se van marchando. Afuera, una cálida brisa trae olor a los asados de la infancia. En el momento de despedirnos se escucha el grito de un benteveo. Yo me voy deseando que llueva mucho para que haya pasto, engorden las vacas y no suba más el queso. Y mi amigo, sabedor que nuestra educación nos mandará al purgatorio, rogando salvarse con algún diluvio universal.

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