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Diario El Argentinomartes 16 de abril de 2024
Opinión

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¿A qué le teme la educación pública?

¿A qué le teme la educación pública?

Durante casi un siglo el sistema de educación pública argentina cumplió relativamente bien con los objetivos propuestos. Después empezó a tener problemas serios


Por Héctor Ghiretti

 

Usualmente se concibe a la educación pública como amenazada por factores externos. Lo cierto es que sus principales enemigos están adentro. Es lo que trataré de explicar aquí. El modo habitual de fundamentar la acción del Estado en un ámbito específico de la vida social es identificar una función o tarea que solo él puede hacer cabalmente, ya porque la sociedad no puede hacerlo, o no lo hace de forma suficiente o satisfactoria.

Después de definir la línea de acción y de justificar su necesidad, se asignan recursos humanos y materiales para su realización, lo que supone una planificación, organización e institucionalización de la tarea: lo que define su continuidad es la función que cumple y los resultados que obtiene.

La intervención estatal en materia de educación es un asunto controvertido: no hay unanimidad en torno al tema. También es cierto que la totalidad de los Estados en el horizonte de la cultura occidental han juzgado necesario desarrollar un sistema de educación pública, que sirve básicamente para tres fines: 1) formación de una identidad nacional; 2) educación para la participación ciudadana en un contexto de legitimidad liberal-democrática; 3) capacitación para la inserción en el mundo del trabajo y la producción.

Durante casi un siglo el sistema de educación pública argentina cumplió relativamente bien con los objetivos propuestos. Después empezó a tener problemas serios. Es posible rastrear los orígenes de su declinación a mediados de la década del 60. Pero el sistema profundiza su caída a partir de mediados de los años 80, por la fatal concurrencia de tres factores: uno ideológico, otro económico y otro social.

 

Ideología, economía, sociedad

 

Por un lado, el proceso militar favoreció la recepción acrítica de las teorías educativas en boga en los países centrales. La Argentina se convirtió en el campo de experimentación de pedagogías críticas, emancipadoras, no represivas, porque se pensaba que de ese modo se erradicarían los factores culturales que eran el fundamento de la recurrente deriva autoritaria. La simplificación ideológica fue fatal: se partió de la base de que una educación “democratizada” daría como fruto una sociedad democrática: el resultado ha sido lo contrario, como señaló oportunamente Fareed Zakaria en su libro The Future of Liberty. Individuos poco estructurados en materia de hábitos, habilidades y conocimientos -lo que se conocía en otros tiempos como saberes liberales- dan por resultado sociedades débiles, poco participativas y con escasas resistencias a las imposiciones del poder.

En nuestro país la erosión del sistema se produjo inicialmente en los profesorados y las carreras de magisterio. Después se difundió a los niveles inferiores de la educación, retroalimentando al fin hacia los niveles superiores. Lo que vemos ahora es el resultado desastroso de varias décadas de experimentación pedagógica a partir de presupuestos ideológicos, no funcionales.

La continua crisis económica, por su parte, fue restando calidad al desarrollo de las políticas públicas en todas sus variantes. La educación fue quizá la que más sufrió sus efectos. Tratándose de un área del Estado que se basa esencialmente en la calidad pero también en la cantidad importante de recursos humanos, en un contexto inflacionario la asignación del presupuesto fue derivando casi exclusivamente en contratación de personal y al pago de sueldos, y eventualmente en inversiones edilicias.

La burocratización del sector fue a la vez causa y consecuencia del abandono de la aplicación de métodos de evaluación en materia de rendimiento y calidad educativa. Ideológicamente se justificaba con el argumento de que ninguna evaluación (ya sea a los alumnos, a los docentes o al sistema en general) podía reflejar con fidelidad la realidad de los procesos educativos y terminaba legitimando decisiones basadas en la racionalización, la penalización y la exclusión.

El trade off de la educación pública con la sociedad es a toda luces injusto: un sistema carísimo de sostener que da un servicio muy deficiente. Eso explica la decisión de muchos padres de llevar a sus hijos a la educación privada, aun cuando resulte un sacrificio importante para la economía familiar y la calidad de la educación privada sea por lo general apenas superior a la pública. De este modo se retiran del sistema público quienes están en condiciones de ser más exigentes en materia de resultados: sectores medios que siguen considerando a la educación como un vector de ascenso o éxito social.

 

El imperativo de la evaluación

 

El sector educativo es un coto cerrado que se reparte entre tres corporaciones: sindicatos, docentes burocratizados y tecnócratas que experimentan con ideologías pedagógicas de moda. Cuando en la comunidad educativa los sindicatos enarbolan la bandera de la defensa de la educación pública, lo único que están buscando es una mejora salarial, en forma directa o indirecta. Esa defensa nunca se refiere a un mejoramiento de los resultados en materia educativa, sino a una mayor asignación de recursos. Esos resultados que ofrece son cada vez más pobres, cada vez más alejados del programa mínimo de un sistema de educación pública.

Un ejemplo reciente del modo en que se autorrepresenta el sistema de educación pública son las declaraciones de Alberto Barbieri, rector saliente de la UBA, que dijo que si la institución que conduce tuviera el doble de presupuesto, estaría entre las veinte primeras del mundo. Es difícil creer que sería así teniendo en cuenta la alergia que les causa a las universidades nacionales someterse a estrictos estándares internacionales de evaluación.

La explicación del burócrata para su ineficiencia es la perenne falta de recursos. Y viceversa: cuando un funcionario o político cree defender su gestión mencionando el aumento de la asignación presupuestaria en un área determinada (la educación es una de las preferidas) replica la lógica irresponsable de destinar recursos sin evaluar resultados. Refleja a la vez una concepción devaluada de la política: al final, solo se trata de dinero.

En la medida en que se resiste a la evaluación, el sistema pierde la noción de función específica, continúa operando “como si” (la expresión es de Mauricio Vázquez) cumpliera su función propia, sin poder determinar a ciencia cierta si lo hace o no. El fenómeno se conoce como simulación.

Cada vez que se aplican instrumentos genuinos de evaluación -es decir, no generados por el propio sistema viciado- de rendimiento académico de los alumnos los resultados son pavorosos. Esos resultados obedecen a la tenaz y decidida resistencia de los docentes, que a diferencia de los alumnos (el sector más vulnerable del sistema) pueden poner obstáculos a ser evaluados. Sólo se evalúa el producto final, no el proceso.

Un buen diagnóstico no es, evidentemente, la solución, pero no es posible aplicar políticas para restablecer de la función propia del sistema sin disponer de un panorama completo y detallado. Las soluciones, por otra parte, no parecen sencillas: nadie sabe muy bien cómo organizar un sistema que cumpla con los objetivos antes mencionados en sociedades cada vez más dinámicas. Es una dificultad a nivel global.

Pero aciertan los expertos en políticas públicas cuando dicen que lo que no se puede medir no se puede mejorar. No cabe otra alternativa que enfrentarse a la cruda realidad. Soy casi enteramente un producto de la educación pública. La mayor parte de mi desempeño profesional (docencia e investigación) se desarrolla en organismos públicos. Entiendo que no hay mejor defensa del sistema público que trabajar por el restablecimiento de su función específica.

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