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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
Sabores

Al Final

El amor sabe esperar / Cuento

 El amor sabe esperar / Cuento

El mesón de Jeremías se llama “Al Final”. Tiene este mesón un nombre curioso, poco apropiado para una casa que expende platos de comida. Y sin embargo, el propio Jeremías lo explica de una manera más convincente: “Se llama ´Al Final´ porque el alimento marca un final que permite iniciar nuevas experiencias, nuevas vivencias.


Sin alimento no hay vida. Al final es como la clausura de una etapa que al mismo tiempo inaugura otras nuevas, justamente para terminar con el destino que nos marca la vida”.
El mesón queda al final de la Avenida Costanera, justo en mitad de la línea imaginaria que divide al Este del Oeste, en ese preciso punto geográfico en que el río se transforma en cielo y la ciudad pareciera doblar hacia ese destino de ruta y travesía por donde todas las tardes el sol se oculta de su peregrinar de luz y calor.
Todo el mundo pasa por el frente del mesón de Jeremías, pero sólo unos pocos, diría que unos elegidos son los que tienen la experiencia de darse cuenta del lugar. Es que, como se ha dicho miles de veces en cientos de idiomas, no es lo mismo ver que mirar, mirar que observar y observar que percibir.
La historia de hoy ocurrió por la noche, momento en que salen a pasear por las calles las leyendas y los relatos que superan toda lógica de realidad.
Don Laureano era un hombre de pocas palabras pero muchos libros. Llegaba al mesón siempre al atardecer, a esa hora en que los hombres dejan sus trabajos y labores y deben decidir entre regresar temprano al hogar o darse una vuelta por el mesón.
Laureano es flaco pero robusto. A sus setenta y pico de años nunca se le conoció trabajo estable, salvo el de pescador. Llega a la zona de los Galpones del Puerto tarareando a media lengua una antigua canción, con su cigarrillo siempre entre las comisuras de los labios y su canoa, que es como un segundo hogar y que él la llama “Luminosa”.
Llega al mesón y antes de sentarse en una mesa, se acoda en el mostrador con una mano esperando que le sirvan la primera ginebra y la otra sosteniendo un rosario de bogas que siempre trae de regalo a Jeremías.
No saluda a nadie con palabras, pero a todos dirige una mirada fraternal y una inclinación de cabeza. Los perros, que hasta ese entonces lo acompañaron en el viaje en canoa, quedan con innegociable disciplina sentados en la vereda esperando que su patrón salga.
Jeremías lo saluda con su ritual de todos los días. Sin palabras, le devuelve la mirada fraternal y repasa con un trapo rejilla el mostrador, aunque esté limpio. Sin mediar diálogo, Jeremías le acerca un vaso de ginebra y espera, con la botella destapada, que Laureano le pregunte, siempre lo mismo:
-¿La vio?
Jeremías hace un silencio para darle un poco más de misterio a la respuesta y casi en un murmullo, le dice con tono dulce:
-Sí, la vi.
Entonces Laureano sorbe de un golpe la ginebra y le pide una segunda vuelta. Jeremías le sirve y recién entonces tapa la botella y la vuelve a colocar en el aparador con espejos.
Laureano le entrega los pescados y siempre cuida de no apoyarlos en el mostrador. Hace un movimiento de balanceo con su brazo y eleva el aro que sujeta a unas tres o cuatro piezas de boga. Jeremías lo agarra al vuelo y espera la segunda pregunta. Siempre mirándose fijos, nunca con mirada desafiante…
-Antes de contarme, quiero comer algo. ¿Qué tiene hoy?; dice Laureano para no atropellarse en su propia ansiedad.
Jeremías le describe una serie de platos y guarda silencio esperando la elección. Laureano termina su segundo vaso de ginebra y dice, como siempre: “Elija usted que es el que cocina y sabe qué es lo más rico hoy”. Y se va a la mesa.
Laureano no elije cualquier lugar. A él le gusta el ventanal, porque desde allí puede divisar el vaivén de su canoa y también a sus fieles perros.
Jeremías, que conoce las costumbre de este anciano, esta vez se inclina por un pastel de papas.
La receta es sencilla, pero debe seguirse para que tenga ese sabor a hogar de manera muy precisa.
Jeremías utiliza dos cebollas cortadas bien finas, un diente de ajo, medio morrón rojo, dos cebollas de verdeo, medio kilo de carne picada desgrasada, media taza de pasas de uvas sin semillas, media taza de aceitunas, dos o tres huevos duros, diez papas hervidas. Leche, la cantidad necesaria, lo mismo que manteca, sal, pimienta, pimentón y nuez moscada.
La preparación la realiza del siguiendo modo. Una vez que las papas hirvieron al vapor y con cáscara, las pela y realiza un puré espeso utilizando la leche, la manteca y condimentando con sal, pimienta y nuez moscada. Y deja esta preparación que se vaya enfriando a temperatura ambiente.
En una olla pone dos cucharadas de aceite de maíz y procede a saltear la cebolla picada, el pimiento y la cebolla de verdeo. Cuando la cebolla cobra ese tono transparente y sin que llegue a dorarse, entonces le agrega el ajo y deja todo a cocinar durante unos minutos.
Agrega la carne picada y revuelve para que no se queme, ni se pegue. Cuando está cocida, la retira de la hornalla y coloca el pimentón, nuevamente un poco de sal y pimienta, y a veces le agrega un rocío de orégano y todos los condimentos que les gusten, además de las pasas de uvas sin semillas y las aceitunas.
Deja descansar a temperatura ambiente y procede a preparar una fuente para horno apenas aceitada. Allí colocará la mezcla de carne picada y encima distribuye las rodajas de huevo duro, y por último el puré. Decora con un tenedor haciendo “rayitas” en el puré y lleva esa preparación al horno hasta que quede todo dorado.
Jeremías siempre sirve una generosa porción y cuando lo lleva a la mesa envuelve el aire con el aroma del pastel de papa y el humeante plato. En la otra mano lleva la garra con forma de pingüino que contiene el tinto “de la casa” y un vaso.
Apoya todo en la mesa y se queda, sabiendo lo que viene:
-Podría acercarme un poco de pan sino es molestia, dice Laureano.
Es un ritual, pero Jeremías lo cumple al pie de la letra. Se acerca al mostrador donde están apiladas las canastas con las rodajas de pan casero y le acerca una.
Entonces Laureano vuelve con la pregunta inicial:
-¿Así que la vio? ¿Y cómo estaba?
Jeremías le dice, siempre en un tono fraterno: “Bella, pero más bella que nunca”.
Laureano asiente en silencio e inclina la cabeza y dice con tono señorial:
-No le importaría dejarme solo con mi pena.
Entonces, Jeremías se retira sin decir palabras y se coloca detrás del mostrador atendiendo a otros parroquianos.
En ese instante, el salón del mesón pareciera que se agigantara y que Laureano queda más solo que nunca; como si estuviera en medio de la nada. Apenas un punto que no alcanza a ser referencia, como si él mismo quisiera desaparecer de la realidad.
Cuando repasa el plato con un trozo de pan, Jeremías ya está parado detrás de él con una segunda porción. Laureano se da vuelta por encima de sus hombros y le agradece la atención.
-¿Preguntó por mí?, dice este viejo pescador que transforma sus rasgos curtidos por una mirada luminosa y al mismo tiempo casi adolescente.
Jeremías le responde que sí y como todas las noches, le dice: “Además, le dejó un libro para que le haga compañía cuando regrese a su rancho. Dice que lo lea con detenimiento, porque es un libro de amor”.
Laureano tiene setenta y pico de años y una soledad que delata su aislamiento. De gestos mínimos, pocas palabras, parece decir todo con sólo mirar. Hace más de cincuenta años iba a casarse con Jesusa, una profesora de Lengua que vivía en calle Alem.
Pero el destino iba a interponerse entre ellos dos. Fue una noche, cuando las leyendas salen a recorrer las calles de la ciudad. Eran los tiempos en donde el amor no siempre era comprendido.
Cuando las autoridades supieron que la señorita Jesusa se había puesto de novia con un pescador pusieron el grito en el cielo.
Jesusa merecía otro destino, según sus padres y la obligaron a casarse con un comerciante de Gualeguay. Ella no pudo oponerse, porque fue advertida que sino aceptaba, Laureano pagaría con su vida.
Fue por amor a Laureano que decidió alejarse del pueblo. Y lo hizo disimulada por las sombras de la noche y sin que nadie la viera.
Desde entonces, Laureano la busca, como resistiendo a la misma vida. Con voz triste y resignada, le dice a Jeremías: “Me alcanza el libro, que ya me tengo que ir”.
Esta vez la respuesta de Jeremías lo sorprendió: “De ninguna manera” –le dijo. Y Laureano se sorprendió, como quien es traicionado en su buena fe, porque se apartaba del libreto de tantos años.
Quedó en silencio, en medio de su soledad… pero esta vez sumándole la incomprensión de lo que estaba ocurriendo.
Entonces, fue cuando Jeremías le dio la estocada final.
-El libro lo tiene Jesusa en sus manos y lo está esperando en la canoa. Llegó hoy temprano de Gualeguay y me pidió ocultarse en el mesón hasta que usted llegara. Me dijo que si la perdona, ella lo espera en ´La Luminosa´.
Primero fueron las manos, luego el rostro: Laureano se convirtió en un temblor de emoción. No hizo falta repetir la respuesta y Jeremías inspiraba tal confianza que tampoco fue necesario confirmar nada.
Se levantó despacio y nervioso. Se miró a través del ventanal como si fuera un espejo, le pidió a Jeremías que le arreglara el cuello de la camisa. Se desató y se volvió a anudar el pañuelo al cuello y antes de partir, abrazó a Jeremías con fuerza y lloró en silencio.
Al intuir el movimiento de la partida, los perros se alborotaron en la vereda y enseguida ante un chasquido se quedaron quietos y se encolumnaron detrás de Laureano.
Desde el mesón se observaba la escena en esa noche de luna brillante. Dos sombras se abrazaban eternamente.
El amor sabe de esperas.

Por Nahuel Maciel


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