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Diario El Argentinosábado 20 de abril de 2024
Sabores

El mesón de Jeremías

El viaje de don Juan Alberto Balcarce

El viaje de don Juan Alberto Balcarce

Por Nahuel Maciel - El mesón de Jeremías está ubicado sobre la Avenida Costanera, en inmediaciones del Puerto. Sus ventanales, que parecen como dos grandes ojos, se puede observar el río, esa agua milenaria que ha marcado la identidad de la región a tal punto que le da nombre a la ciudad: Gualeguaychú.


Al mesón llegan todos los días aquellos parroquianos que logran darse cuenta la precisa intersección entre las coordenadas del tiempo y del espacio.
Cada uno llega con su historia y también con sus sentimientos de alegría o pena, de acuerdo a las circunstancias. Es Jeremías quien tiene el talento para relacionar sentimientos con emociones y sugerir en consecuencia un plato de comida determinado, a manera de equilibrio… a veces de compensación.
La historia de hoy está relacionada con un viaje particular.
El hombre llegó con sus pasos cansados, Se ubicó en una de las mesas ubicadas en la pared del fondo, como queriendo ocultarse del mundo exterior.
Llegó en silencio y con una mirada casi inexpresiva. Sus ojos verdes parecían opacos, sin brillo. Y el contraste de su pelo entrecano daba una imagen gris, haciendo juego con su vestimenta descolorida.
Se sentó y miró a todos lados, siempre con un profundo silencio. Muy de vez en cuando, pero sin simpatía, movía la cabeza en señal de saludo. Pero eso era toda la expresión que dejaba compartir.
Jeremías se acercó a la mesa de mantel colorado a cuadros, le acercó una panera con rodajas de pan casero saborizados con orégano, le puso un pote de ricotta con crema, ajo y albahaca bien molida para untar.
Le preguntó de manera clásica: “¿El señor qué se va a servir?”.
El hombre lo miró y sin decir palabras le señaló la jarra con figura de pingüino y Jeremías dijo en voz alta hacia el mostrador vacío pero para corroborar el pedido: “Marche una jarra de tinto para la mesa del señor”.
-¿Soda?, preguntó Jeremías con paciencia.
El hombre dijo “no” con un movimiento de cabeza.
Jeremías se alejó para ir a buscar las jarras pingüineras apiladas en el mostrador como un ejército de terracota. Tomó una al azar y la separó del resto. La cargó con vino trasvasando de una damajuana y puso la jarra en una bandeja redonda y plateada.
Luego buscó un plato playo pero grande, un juego de cubiertos, un vaso de vidrio grueso ni tan alto ni tan bajo y una servilleta de género haciendo juego con el mantel.
Se acercó al hombre, que permanecía en silencio mirando sin mirar.
Acomodó el plato, los cubiertos, depositó con ademanes suaves la servilleta, el vaso. Sirvió un poco de vino tinto y dejó la jarra al lado de la panera. Mientras hacía todos esos movimientos, le preguntó qué quería comer.
El hombre alzó los hombros. Fue entonces que Jeremías le dijo: soy el cocinero, puedo sugerir el menú. Puedo también escuchar con los ojos sus gestos que me dicen que entiende lo que digo… Pero necesito que decida.
Sin inmutarse, el hombre le dijo con voz gruesa pero casi en un murmullo: ¿Qué sugiere? Porque no tengo mucha hambre.
Jeremías le sugirió una tarta de zapallitos y esta vez no esperó el consentimiento. Volvió a decir en voz alta hacia el mostrador vacío: “Marche una tarta de zapallitos para la mesa del señor” y mirándolo fijo a los ojos le dice que tardará unos treinta minutos y se retiró.
Jeremías utiliza para hacer la masa 300 gramos de harina, 25 gramos de levadura seca, cien centímetros cúbicos de agua tibia, una pizca de sal, un huevo y tres cucharadas de aceite.
Mezclar la harina con la levadura seca. El resto de los ingredientes los amasa con la harina más o menos durante cinco minutos y luego deja reposar durante media hora. Pasado ese tiempo, extiende la masa sobre la tartera de horno ya aceitada.
Para el relleno utiliza medio kilo de zapallitos, una cebolla, dos cebollitas de verdeos, un morrón colorado, cien gramos de queso rallado, tres huevos, 200 gramos de crema de leche, manteca, apenas un poquito y aceite, sal y pimienta a gusto.
Cortar la cebolla en rodajas finas y el morrón en tiras. Luego corta los zapallitos en rodajas y los vuelve a trozar en cuadraditos de dos centímetros más o menos.
Saltea la cebolla, el morrón y los zapallitos en una sartén utilizando media parte de manteca y media de aceite. Salpimienta y reserva.
Bate ligeramente los huevos y los mezcla con la crema, el queso crema y el salteado de cebolla, morrón y zapallitos. Añade el queso rallado y vuelve a corregir si le hace falta sal y pimienta. Coloca el relleno en la masa de tarta extendida y le coloca la tapa y lleva todo a horno moderado hasta que la superficie esté dorada. Retira y sirve caliente.
El hombre, inmutable, esperó a que Jeremías se acercara con el plato de madera que transportaba la tarta, ya cortada en cuatro porciones y una de ellas con apoyada sobre una espátula también de madera.
Le agradeció con un gesto y le dijo en voz baja como para que nadie se hiciera eco de sus palabras:
-Me llamo Juan Alberto Balcarce. Tengo 78 años de edad y toda mi vida trabajé aquí en frente –y señaló los galpones del Puerto que se asomaban, también silenciosos como ocultando un pasado de trajín y bullicio.
Jeremías se sentó en la mesa, pero de frente al hombre, se puso el repasador blanco sobre los hombros y le dijo: -Lo escucho.
-Trabajé en el Puerto, toda mi vida. De gurí salía de la Escuela, llegaba a mi casa ubicada detrás del Arroyo Munilla, me cambiaba y me iba a ayudar a los jornaleros.
Jeremías sin interrumpir le sirvió una porción de tarta y lo invitó a probarla pero sin cortar el relato.
-Trabajé en el Puerto haciendo de todo. Más tarde fui changarín. Descargaba las bolsas con granos que traían del campo los acoplados que llegaban tirados en carros o a veces en chatas. Fui estibador, acomodando las bolsas en las naves de los Galpones y otras veces subiéndolas caminando arriba de un tablón hasta las bodegas del barco.
Juan Alberto Balcarce aprobó el sabor de la tarta de zapallitos levantando las cejas, se limpió la boca con la servilleta, tomó un sorbo de vino y prosiguió:
-Cuando el trabajo mermaba en el Puerto, siempre encontrábamos changa en los vapores, especialmente en el Luna. En realidad la tripulación nos daba una mano dejándonos trapear la embarcación y contábamos para ello con la complicidad de los de Prefectura. Y cuando tampoco se podía hacer eso, los carreros nos llevaban a los campos para trabajar en las faenas agrícolas. Así que siempre he trabajado ligado al Puerto, que era también estar vinculado con el campo. Sufrimos con los colonos la langosta, las épocas de seca y de inundación. Vimos, de alguna manera, lo mismo que vieron ellos. Cuando se puso la luz pública, hasta trabajábamos de noche en los Galpones. Los trabajadores portuarios éramos familia. Sabíamos todo uno acerca de otro. Las buenas y las malas situaciones que cada uno vivía. Reíamos con la misma risa y llorábamos las mismas lágrimas.
Jeremías sólo lo escuchaba. El hombre le hizo un gesto como para que se acercara un poco más, como dando a entender que lo que venía era una confidencia, una confesión… algo casi impronunciable…
-Mire. Desde el Puerto vimos crecer la ciudad. El tranvía nos llevaba hasta el Café Tokio que antes se llamaba Del Plata. Ese café era cita obligada para jugar al billar. Estaba en 25 de Mayo y Chacabuco, donde luego fue la Farmacia Boretto. En esa esquina, el tranvía, que era tirado por caballos, nos traía del Puerto. Cuando nos íbamos del café, volvíamos a tomar el tranvía y pasábamos frente a la Tienda Blanco y Negro, luego tomaba por Avenida Rocamora hacia el sur y terminaba en la Estación de tren. Allí me bajaba y volvía, como un viaje circular, hacia el barrio Munilla, camino al Puerto. Una vez, cuando los vapores dejaron de venir y todos comenzamos a pensar que esto se acabaría, vine a este mesón y comí una tarta de zapatillo similar a esta que usted me ha servido hoy. Hace de esto mucho tiempo, pero recuerdo que cuando me fui de nuevo para los galpones, los compañeros me comunicaron que ya no íbamos a trabajar más. Que todo quedaría en silencio incluida la grúa que era como un símbolo para nosotros. Ese día me fui llorando en silencio para mi casa, adonde ya me esperaban mi esposa, mis hijos, mis nueras y nietos. Pero no pude llegar. Eso es lo que recuerdo. No pude llegar. No sé qué me pasó, pero me quedé –es lo último que recuerdo- sentado en lo que hoy es la Avenida Parque, casi mirando hacia el Frigorífico, desde donde me llegaban, como un eco lejano, los gritos de los troperos y de los obreros.
Juan Alberto Balcarce tomó otro sorbo de vino y prosiguió:
-Le decía, me quedé sentado en el cordón de la vereda mirando hacia el Frigorífico. Tuve un dolor enorme en el alma, como nunca antes había sentido. Recuerdo que lloré casi como un niño a pesar de ser ya abuelo. No pude llegar a mi casa del Arroyo Munilla. No tuve fuerzas, aunque sí quería estar con los míos. Fue algo extraño, nunca lo entendí del todo. Sé que me buscaron luego por varios lados hasta que con el cambio de turno en el Frigorífico dieron conmigo. Estaba, dicen, recostado en la vereda con la espalda apoyada contra la pared de una casa, dormido. Recuerdo que mis seres queridos lloraron con mucha tristeza y que vinieron a verme todos los compañeros del Puerto e incluso algunos tripulantes del vapor Luna. Dijeron que había muerto. Años más tarde mi familia se fueron a Buenos Aires a buscar mejor rumbo, aunque la mayoría regresó con el tiempo porque a nosotros el río siempre es una casa natal.
Tomó el último vaso de vino y don Carlos Alberto Balcarce finalizó:
-Bajé a la tierra unos minutos con un permiso especial y tomé la fuerza que antes me faltó y quise venir a cumplir lo que antes no pude: salir del mesón y llegar a mi casa. Dios me dijo que eso sólo se logra si alguien recuerda y no deja que el olvido lo tape todo con su negrura. Por eso le cuento esta historia. ¿Me entiende ahora?
Jeremías se levantó de la mesa en silencio. Juntó el plato y el vaso y dijo en voz alta mirando hacia el mostrador: se cierra la cuenta de la mesa pero invita la casa. Cuando giró la cabeza, ya don Balcarce no estaba. Miró hacia la puerta del mesón y no vió a nadie. Entonces corrió hasta la vereda y la calle le devolvió una imagen desierta. Fue entonces que decidió completar el recorrido de don Balcarce y se fue caminando hacia el Arroyo Munilla, con las manos en los bolsillos, la cabeza mirando la punta de sus zapatos y silbando una canción cualquiera.
Desde lo alto pasó una garza mora que le chifló, hizo un círculo con su vuelo y se alejó para siempre.


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