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Diario El Argentinoviernes 19 de abril de 2024
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Entrevista a Carlos Castiglione, pintor

Entrevista a Carlos Castiglione, pintor

“El artista deja para los demás algo que sintió. Por eso el arte es una forma de vivir, una forma de ser”


Carlos Castiglione nació el 11 de junio de 1946 en Buenos Aires, pero tiene un fértil arraigo con Gualeguaychú desde su más temprana edad.
Carlos es hijo de Aníbal Ramón y María Luisa Añón Suárez, es el segundo de tres hermanos. “Todos nacimos y todos estudiamos en Buenos Aires. Gracias a Dios terminamos viviendo en Gualeguaychú: esa fue una elección de vida que hicimos”.
Es uno de los mejores artistas de la provincia, no porque sus obras sean requeridas en las galerías más importantes de Buenos Aires como de Punta del Este o porque sus cuadros se coticen en el Catálogo Nacional, sino porque invitan a descubrir también lo que uno tiene dentro.
Su arte figurativo lo distingue. En su tela se aprecia el diálogo con la belleza, con el tiempo y la reflexión. Son permanentes búsquedas, hallazgos y misterios que se perciben en cada trazo, en cada reflejo, que a su vez dejan sus tonos por donde se filtra la luz o se realzan las sombras. En sus imágenes se reconoce la realidad. “Me siento parte del paisaje”, sostendrá con la certeza de quien proclama lo que observa y lo que siente. “La vida y la fe me regalaron la dicha de pintar”, confesará.
Carlos Castiglione recibió a EL ARGENTINO en la tarde del miércoles, en su taller de calle Chacabuco al 400. “Tus manos reflejan tu mirada y tu mirada refleja tu alma”, escribió Theo a su hermano Vincent Van Gogh. La frase se puede aplicar a los cuadros de Castiglione, rodeado de colores, pinceles, óleos y espátulas, de cuadros que invitan a mirar el mundo y especialmente el alma de cada uno. “Me acuerdo de los inicios con carbonilla”, dirá con mucho agradecimiento para referenciar a sus maestros: “Cata” Mórtola de Bianchi, Quinquela Martín, Castagnino. “Ellos me enseñaron que el arte es la paciencia, la disciplina. Hay que saber cultivarse para sacar afuera lo que se tiene dentro”, dirá con la simpleza que caracteriza a los que han hecho de la búsqueda un encuentro. En sus cuadros es más fácil comprobar ese puente invisible que existe entre el percibir y el alma. Por eso en las telas de Castiglione se quedan impresas las esencias de lo que tiene cuerpo. Y en ese arte, la apariencia, la forma, se transmite con el espíritu –a veces imperceptible- que tienen todas las cosas… y los momentos cotidianos se hacen sublimes. No es técnica, sino la vida misma.
Casado con María Cruz Zóccola, tuvo cuatro hijos y tiene tres nietos. Todo lo vive en total plenitud. “Es una dicha”, resumirá. Tomará aire, buscará palabras en el pensamiento, quedará en silencio emocionado, recordará al genio de Serrat y dirá: “Los nietos son una propina de la vida”.
También compartirá la germinación de la raíz que lo identificará con el mundo, las emociones, los seres y Gualeguaychú. Una cosa trae la otra y recuerda su infancia, la escuela, pero fundamentalmente un hecho que lo marcó: una pierna enyesada que le impidió jugar. “Pero si no hubiera estado enyesado capaz que no conocería el mundo del arte”, y anuncia un misterio que se revelará en el diálogo con EL ARGENTINO. Un recuerdo de su padre marca el inicio. “Mi padre se dedicaba a la ganadería, tenía campos semi bajos en Ceibas. Ese campo fue un camino de aprendizaje para todos”.
La memoria entonces se hace presente en cada relato. Cada relato es un testimonio, pero no es expresado para ponerle fin a lo vivido sino para inaugurar nuevas vivencias. He aquí el diálogo con Carlos Castiglione, el hombre que pinta para que el alma deje su huella de humanidad.

-El campo es un aspecto clave de su vida. ¿Se acuerda cómo nació esa relación?

-Es de familia y remite a los primeros años de la infancia, que vivimos en Buenos Aires. Mi padre trabajaba en la Municipalidad de Buenos Aires y estaba hastiado de esa vida. Mi abuela paterna –los Delfino- tenía el campo en Entre Ríos pero lo arrendaba. Se lo pidió para trabajar y desde entonces el vínculo con el campo fue para toda la vida. Esto habrá sido en los años ´50. Tenía cuatro años y lo acompañé. Quien arrendaba el campo era don Juan Sansón, un gran tipo que se lo entregó a mi padre. La producción era ganadera.

-Por el lado de los abuelos paternos, el campo. ¿Y por el lado de sus abuelos maternos?

-Mi abuelo materno fue el segundo ingeniero civil recibido en la Argentina. Se llamaba Vicente Añón Suárez. La plazoleta de ingreso a la ciudad de La Plata lleva su nombre. Fue el que hizo el ferrocarril del Sur que iba hasta Bahía Blanca, construyó el ferrocarril del Norte que iba hasta Salta, hizo el cablecarril de Famantina, en Chilecito. Y fue ministro de Obras Públicas en la Provincia de Buenos Aires. Mi hermano mayor, Aníbal Vicente, siguió sus pasos y se recibió de ingeniero civil.

-¿Y usted?
-Mi vocación frustrada es la de arquitecto. Cuando llegué a la Facultad me apasionaba Arquitectura, pero como mi padre estaba muy comprometido con la actividad en el campo estudié Agronomía. Pero no me recibí, porque justo cuando me estaba por recibir, Agronomía se divide en nueve carreras y eso me desalentó. Dejé e hice una tecnicatura en inseminación artificial y me sirvió de mucho en la vida profesional. En la Argentina, yo estoy en el folio 1 del registro de inseminadores artificiales. Era una actividad que recién empezaba y esa profesión me ayudó mucho para crear las cabañas y me dedico de lleno a la actividad en el campo. Los primeros cinco o seis años vivíamos con mi esposa en el campo.

-¿Y cómo se trasladan a Gualeguaychú?

-La decisión determinante fue la continuidad de los estudios de los hijos. Cuando mi hija mayor cumplió seis años, tomamos la decisión de venirnos a la ciudad.

-¿No son decisiones fáciles de tomar?
-No. La vida siempre presenta encrucijadas y uno tiene que evaluar muy bien qué caminos tomará. Estas encrucijadas se presentan a cada momento a lo largo de toda la vida. Por eso es clave la formación que cada uno tenga. Me refiero a la formación espiritual, a las aspiraciones que se tengan en la vida, hacía dónde uno quiere dirigir sus pasos. Saber hacia dónde uno se dirige, implica tomar el camino correcto.

-Son decisiones traumáticas…
-Sí, porque se plantea el desarraigo. Uno sabe que puede alejarse de lo que tiene: los amigos, las relaciones sociales, de vecindad. Pero como siempre con mi señora anhelábamos tener una vida en paz, la decisión de radicarnos en Gualeguaychú terminó siendo un proceso beneficioso para todos. Y con esta decisión sabíamos que a nuestros hijos le íbamos a transmitir una forma de vivir y eso constituye un capital humano clave para el futuro de ellos. El desarrollo de la propia ciudad fue consolidando o ayudando a esa decisión, porque con el tiempo ya no eran siete horas para ir a Buenos Aires sino que hoy son dos horas y media, cuando mucho tres. No perdimos las relaciones con Buenos Aires… pero somos conscientes que con esa decisión ganamos la vida. Y esto se ve reflejado en nuestros hijos, porque todos estudiaron y se recibieron en Buenos Aires, pero regresaron con el título bajo el brazo a instalarse en el interior: tres en Gualeguaychú y una en Córdoba.

-¿Y cómo encuentra a la pintura en su vida?
-Fue una jugada del destino: creo que no existen las casualidades sino las causalidades. Tengo pies planos y en aquel tiempo se le daba mucha importancia. Incluso uno se salvaba del servicio militar obligatorio. Mi madre estaba muy preocupada por mis pies planos y consultó a muchos médicos. Descartó la operación porque de cada diez intervenciones, nueve salían mal y una bien.

-¿Cuántos años tenía en ese entonces?

-Y como diez años. En esa época se estaba probando la técnica de enyesar cada pie durante tres meses. Iba a quinto grado de la primaria y enyesado no podía jugar y me fui como aislando. Y como tenía alguna facilidad para el dibujo, me propuso estudiar esa disciplina. Así ingresé a la Escuela de Bellas Artes, más precisamente a la Escuela General Belgrano que era para mi edad. Para los de la secundaria estaba la Pueyrredón y de la Cárcova es universitaria.

-Ese fue su inicio y su desarrollo en la pintura…
-Diría que fueron mis inicios, porque el desarrollo se da posteriormente. Tenía una tía que hacía grabados y le sugirió a mi madre que me enviara al taller de Catalina “Cata” Mórtola de Bianchi. El Premio Nacional de Grabado se llama Cata Mórtola de Bianchi en honor a esta excepcional artista del pincel y el grabado.

-Tiene registrado ese primer momento, cuando ingresó al taller de ella…
-Me acuerdo como si fuera hoy. El taller estaba en Rodríguez Peña y Guido Spano, al lado del consulado ruso. Entré, me para frente a una cartulina blanca y me da una carbonilla, que nunca había agarrado en mi vida, un trapo y una goma y me dice que dibuje lo que quisiera. En el taller había unas mesadas con naturalezas, flores, gente pintando. Llené esa cartulina, Cata lo miró y le dijo a mi madre: “Está bien. Se queda conmigo”.

-Y así ingresa al taller…

-Fue algo más que eso. Fue descubrir un mundo. Y fue saber que de ese mundo no me quería ir nunca. Iba todos los días al taller. Iba a la escuela hasta las 16:45, porque era de doble escolaridad. Hasta las 17:30 hacía los deberes escolares, merendaba y me tomaba el trolebús 307 o el 323 –me acuerdo del número-, circulaba por Callao y me bajaba en Avenida Las Heras y caminaba las dos cuadras hasta el taller. Y a las nueve de la noche emprendía el regreso a mi casa. Eso lo hacía todos los días, incluso a veces hasta sábados y domingos. Me apasionó. Estuve dos años sin salir de la carbonilla y cuando le decía que quería pintar, ella me decía que no: que la base era la carbonilla… Y así estuve como dos años hasta que me dejó pintar.

-Llegó al color.
-Sí, pero Cata me pasó a pasteles. Es decir, seguí casi en la misma. Porque en vez de polvo negro de la carbonilla, tenía el polvo de colores de los pasteles. Pero eso me dio una disciplina y una técnica indispensable para el posterior desarrollo. Estuve mucho tiempo y fue la base.

-¿Se educa la mano o también el ojo?
-Se educa el ojo y la mano. Pero lo que es muy difícil de educar y sólo lo hacen los grandes maestros, es educar el corazón. Nada hay que no puedas hacer artesanalmente con dedicación. Cualquiera lo puede hacer, es cuestión de paciencia y habilidades. El arte, la creación… sólo se hace con el corazón y eso requiere de una vida vivida. Muchos pintan muy bien, pero al no cultivarse espiritualmente no salen de esos trazos… no crean. Pintan bien, sí; pero no crean. La ecuación es la siguiente: si queremos poner algo fuera, tenemos que tener algo dentro. Y eso es lo más difícil de adquirir o desarrollar. El artista tiene que expresar algo propio y eso es un mundo interior que hay que descubrir pero fundamentalmente cultivar.

-Su arte es figurativo. ¿Influencia de Benito Quinquela Martín?
-Puede ser… aunque siempre me gustó que se entienda sin explicar. Fui discípulo de Quinquela Martín y él era un gran artista figurativo. A tal punto lo era, que cuando se creó su Museo, él puso como condición que no entrara a ese espacio otra obra que no fuera figurativa.

-¿Cómo lo conoció a Quinquela?
-A través de Cata. Ella había nacido en La Boca y se sentía ciudadana de la República de La Boca, que había sido fundada por su esposo Rogelio Bianchi, que era joyero. Quinquela arma la Orden del Tornillo y reúne a un grupo de artistas e intelectuales. Y Cata era miembro de la Orden del Tornillo. Yo ya pintaba, tendría 18 ó 19 años, pero era muy de los colores pasteles y ella me decía que tenía que subir el color. Y así me mandó a lo de Quinquela para que me enseñara el misterio del color. Poníamos los caballetes cerca del puerto y pintábamos los barcos. Quinquela me decía, bueno, dibujá. Y cuando terminaba, me decía: “Demasiado dibujo. Ahora pintá”. Era un maestro. Lo vi sacar colores del pomo, tal como vienen de fábrica y ponerla sobre la tela y cobrar nuevas luces. Me enseñó mucho vivir la armonía del color.

-También estuvo con Juan Carlos Castagnino
-Sí. Él era arquitecto y por eso trabajé mucho el dibujo. El dibujo me atraía con mucha fuerza. Mi primera exposición en Gualeguaychú fueron cabezas de caballo y Juan Carlos era un maestro. A él también llegué por medio de Cata. Todo se lo debo a ella. Fue mi mentora, mi gran maestra. El día que ella murió, yo estaba en su casa, en el taller. Su hija Beba me comunica la novedad y nunca más pude ingresar al taller de Cata, por el dolor que me había causado esa noticia. Y un día… crucé otra frontera y dejé de ser estudiante y me dediqué de lleno a pintar. Había ingresado por primera vez al taller de Cata a los diez años y recién a los veinte y pico de años me sentí capaz de largarme por mi cuenta. Hoy, a veces viene alguien que pinta al taller, y a los pocos meses ya quieren hacer su exposición. La ansiedad conspira muchas veces contra nuestros sentimientos. Y ese no es el camino. El camino es participar en salones, para saber en qué situación estamos pintando. A mí me pasó: mis primeros cuadros venían con una “R” grandota atrás de la tela de rechazado. Hay que insistir, pero sin quemar etapas y siempre cultivándose, justamente para poder sacar el mundo interior.

-¿Qué piensa de la materia dibujo que se enseña en las escuelas?
-Salvo el dibujo técnico, que es muy específico, es una materia árida. Yo la cambiaría por historia del arte. Cultivaría al alumno, justamente para que sepa elegir el camino del arte.

-¿Cómo es el proceso de ponerle un título a un cuadro?

-Muchas veces es un misterio. Pinto la obra y cuando llega el momento de ponerle el título se requiere de una profunda reflexión. Muchos inician sus cuadros poniendo el título antes de pintar. Yo jamás pude hacer eso. Jamás inicio un cuadro con un título predeterminado. La obra finalizada es la que me lo sugiere. Cuesta mucho trabajo ponerle un título a la obra.

-¿Y cómo se da cuenta que ha llegado el momento de darle punto final al cuadro? ¿Qué esa es la última pincelada?
-No se sabe nunca, porque un cuadro nunca se termina. Lo importante es tener la percepción de saber abandonar el cuadro a tiempo. A veces por corregir se puede arruinar una obra. Entonces no es saber cuándo es la última pincelada, sino cuándo ha llegado el momento de abandonarlo. Yo pinto de una sola sesión. Nunca estoy un mes pintando, sino un par de horas. Lo que me demanda un mes o más tiempo es imaginar el cuadro. Pinto primero con el pensamiento y cuando lo tengo completo recién lo llevo a la mano y lo hago de una sola sesión.

-Su taller además de cuadros, tiene muchas frases.
-Son paisajes del alma. Los comparto con mis alumnos. Este dice –y señala a una pared-: “Aprende que no importa adónde ya llegaste, sino a dónde estás yendo”. En Gualeguaychú hay muchos talentos artísticos… pero hay que estudiar, cultivarse… descubrir ese mundo interior que clama por salir y exponerse para otros. Esta otra frase –señala hacia otra pared- es de Jorge Luis Borges y dice: “El éxito o el fracaso me parecen irrelevantes y nunca me preocupo por ellos. Lo que busco es la paz, el placer del pensamiento y de la amistad y, aunque sea demasiado ambicioso, una necesidad de amar y ser amado”. Y eso se consigue con la edad, aprendiendo a saber quién uno es. El artista deja para los demás algo que sintió. Por eso el arte es una forma de vivir, una forma de ser.

Carlos Cstiglione por Carlos Castiglione

 “Desde siempre me acompañó el dibujo, inicié mis estudios por gracia de este talento que me dio Dios para dibujar. Durante bastante tiempo me dedicaba al dibujo, luego cuando comencé a pintar me di cuenta que no estaba pintando sino que dibujaba con el pincel. Para mí la pintura era otra cosa, quería yo poner sobre la tela luces y sombras plasmadas en colores pero sin atarme al dibujo perfecto, sólo quería dar las sensación de ese dibujo pero en la imaginación del espectador. Fue así que al trabajar con la espátula desapareció poco a poco el dibujo y empezaron a aparecer estas obras, en donde no existe el dibujo sino que son sólo manchas de luz y sombra, colores y valores, que puestos en su justo lugar dan el resultado que les muestro”. (www.carloscastiglione.blogspot.com).


Por Nahuel Maciel
Fotografías Ricardo Santellán
EL ARGENTINO ©


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