La difícil tarea del alivianamiento populista
Por Gabriel Palumbo
Propongo a los lectores un ejercicio de memoria reciente. Allá por septiembre y octubre del año pasado, comenzaron a surgir una serie de pronósticos sobre los desmanes y desastres que ocurrirían en diciembre y sobre las dificultades por las que pasaría el gobierno de Cambiemos. Se decía que se estaban preparando saqueos, que la situación en la provincia de Buenos Aires era insostenible y que la paz social pendía de un delgado hilo. Algunos fueron más temerarios y basaron el capítulo urbano de estas miserias en los cortes de luz y el hartazgo de la clase media. Los más especuladores en términos de la política tradicional hacían sus apuestas alrededor del camino que tomaría la administración del presidente Macri para moderar los efectos políticos de semejante escenario. Esto va a estallar, esperá a diciembre, se escuchaba con frecuencia.
Diciembre llegó y la realidad marcó que, además del calor, no ocurrió ninguna calamidad. Incluso mediando el dato no menor de un fuerte cambio de gabinete. A mediados de mes, el Gobierno le pidió la renuncia al ministro de Economía, desdobló el Ministerio y nombró a dos nuevos funcionarios. Todo esto sin que nada sucediese, ni en el ámbito de las finanzas ni en el mundo social.
La política argentina se encuentra actualmente en la difícil tarea del alivianamiento populista. Nuestro populismo, lejos de poder ser considerado un accidente, está gráficamente añadido a nuestra cultura política y aparece cada vez que la democracia tramita sus naturales conflictos. Así, lo que en otro lugar del mundo puede verse y administrarse como un problema normal del desarrollo político -lo que pone en juego un menú variado de opciones para su resolución- en la Argentina adquiere un estatuto unidireccionalmente crítico, sostenido conceptual y prácticamente por una tendencia genética de tolerancia a las formas autoritarias, basadas en liderazgos fuertes.
Esto admite una descripción histórica. En los años 40 del siglo pasado, y luego de una década de discusión sobre la política electoral representativa, la ruptura con el mundo liberal permitió la emergencia de una figura y un liderazgo como el del general Perón. Más cerca en el tiempo, la crisis más densa de la política argentina desde su reencuentro con la democracia permitió la arquitectura de una salida política que cumplía con los mismos parámetros de nacionalismo, centralismo y colectivismo.
El desafío de la política democrática argentina pos-populista, entonces, es el de la normalidad. Un piso que posibilite pensar en modificaciones en la cultura política que, a su vez, permitan nuevas formas de relacionamiento entre el Estado y la ciudadanía y entre las personas y la vida pública.
El camino a la normalidad no es sencillo. Los problemas estructurales que ha dejado el populismo son complejos de abordar y, como en toda administración, surgen problemas. Cuando aparecen, en lugar de tramitarse como en cualquier democracia, la tendencia es a una puesta en escena que termina siempre en una misma dirección: todo problema, cualquier situación conflictiva, cualquier circunstancia política reclama ser arrojado a los fuegos de la inexorabilidad del peronismo.
En las últimas semanas, una serie de decisiones del Ejecutivo volvieron a generar un clima similar al de fines del año pasado, poniendo el eje en que el Gobierno no tiene margen para seguir equivocándose. Más allá de lo que se piense sobre las decisiones y los costes políticos de las mismas en el futuro, lo que sobrevolaba en los análisis era que la administración Cambiemos, de perseverar en los errores, tendría dificultades para llegar al final de su mandato.
Llama la atención, todas las veces, que la consecuencia de algunos errores sea presumir la pérdida de gobernabilidad. Más aún si se lo compara con otras administraciones, en las que cuestiones de una naturaleza objetivamente mayor produjeron críticas, denuncias, editoriales y actitudes políticas, pero sin que en ningún momento sobrevolaran discusiones sobre la capacidad presidencial de seguir gobernando.
La pregunta se construye con el peso de la argumentación: ¿por qué cuando un gobierno peronista se ve enredado en situaciones objetivamente más ruinosas la situación es leída como un mal momento, y en cambio cuando un gobierno no peronista pasa por alguna complejidad nos empezamos a preguntar si conseguirá llegar al final del mandato? ¿por qué razón se le asigna a las próximas elecciones legislativas una suerte de tester definitivo sobre la gobernabilidad de Cambiemos si no se dudó de la gobernabilidad cuando el FPV perdió las legislativas del 2013, en las que casi un 70% del electorado votó a otra opción?
La hipótesis más fuerte es que existe en la cultura política argentina -enraizada en los formadores del debate público- una suerte de primera reacción, de gesto casi instintivo, por extrañar las formas peronistas. Es decir, existe un enamoramiento proyectado hacia la figura del líder en demérito de las instituciones y hay un reconocimiento más o menos explícito de que los argentinos necesitamos liderazgos monstruosos. Es este mismo temperamento el que explica que se tenga como virtudes políticas a la viveza y a la picardía, llegando incluso a volverlas sinónimo de inteligencia.
Lo más impactante de esta aproximación es que desnuda un problema reconocido y reeditado de nuestra cultura política, como es la falta de afecto y de confianza que despierta la democracia en algunos sectores de la sociedad. Esta falta de confianza implica, para los que la experimentan, un proceso de conservadurización de las ideas que termina impactando en el debate público, haciéndolo más débil y sombrío.
Es una pena, porque éste es el momento en el que se necesitaría asumir más riesgos creativos en materia política para poder sumar miradas y voces que allanen el camino de salida al populismo. Claro que, para poder colaborar en esa tarea, primero hay que desearla.
(*) Analista político
Diciembre llegó y la realidad marcó que, además del calor, no ocurrió ninguna calamidad. Incluso mediando el dato no menor de un fuerte cambio de gabinete. A mediados de mes, el Gobierno le pidió la renuncia al ministro de Economía, desdobló el Ministerio y nombró a dos nuevos funcionarios. Todo esto sin que nada sucediese, ni en el ámbito de las finanzas ni en el mundo social.
La política argentina se encuentra actualmente en la difícil tarea del alivianamiento populista. Nuestro populismo, lejos de poder ser considerado un accidente, está gráficamente añadido a nuestra cultura política y aparece cada vez que la democracia tramita sus naturales conflictos. Así, lo que en otro lugar del mundo puede verse y administrarse como un problema normal del desarrollo político -lo que pone en juego un menú variado de opciones para su resolución- en la Argentina adquiere un estatuto unidireccionalmente crítico, sostenido conceptual y prácticamente por una tendencia genética de tolerancia a las formas autoritarias, basadas en liderazgos fuertes.
Esto admite una descripción histórica. En los años 40 del siglo pasado, y luego de una década de discusión sobre la política electoral representativa, la ruptura con el mundo liberal permitió la emergencia de una figura y un liderazgo como el del general Perón. Más cerca en el tiempo, la crisis más densa de la política argentina desde su reencuentro con la democracia permitió la arquitectura de una salida política que cumplía con los mismos parámetros de nacionalismo, centralismo y colectivismo.
El desafío de la política democrática argentina pos-populista, entonces, es el de la normalidad. Un piso que posibilite pensar en modificaciones en la cultura política que, a su vez, permitan nuevas formas de relacionamiento entre el Estado y la ciudadanía y entre las personas y la vida pública.
El camino a la normalidad no es sencillo. Los problemas estructurales que ha dejado el populismo son complejos de abordar y, como en toda administración, surgen problemas. Cuando aparecen, en lugar de tramitarse como en cualquier democracia, la tendencia es a una puesta en escena que termina siempre en una misma dirección: todo problema, cualquier situación conflictiva, cualquier circunstancia política reclama ser arrojado a los fuegos de la inexorabilidad del peronismo.
En las últimas semanas, una serie de decisiones del Ejecutivo volvieron a generar un clima similar al de fines del año pasado, poniendo el eje en que el Gobierno no tiene margen para seguir equivocándose. Más allá de lo que se piense sobre las decisiones y los costes políticos de las mismas en el futuro, lo que sobrevolaba en los análisis era que la administración Cambiemos, de perseverar en los errores, tendría dificultades para llegar al final de su mandato.
Llama la atención, todas las veces, que la consecuencia de algunos errores sea presumir la pérdida de gobernabilidad. Más aún si se lo compara con otras administraciones, en las que cuestiones de una naturaleza objetivamente mayor produjeron críticas, denuncias, editoriales y actitudes políticas, pero sin que en ningún momento sobrevolaran discusiones sobre la capacidad presidencial de seguir gobernando.
La pregunta se construye con el peso de la argumentación: ¿por qué cuando un gobierno peronista se ve enredado en situaciones objetivamente más ruinosas la situación es leída como un mal momento, y en cambio cuando un gobierno no peronista pasa por alguna complejidad nos empezamos a preguntar si conseguirá llegar al final del mandato? ¿por qué razón se le asigna a las próximas elecciones legislativas una suerte de tester definitivo sobre la gobernabilidad de Cambiemos si no se dudó de la gobernabilidad cuando el FPV perdió las legislativas del 2013, en las que casi un 70% del electorado votó a otra opción?
La hipótesis más fuerte es que existe en la cultura política argentina -enraizada en los formadores del debate público- una suerte de primera reacción, de gesto casi instintivo, por extrañar las formas peronistas. Es decir, existe un enamoramiento proyectado hacia la figura del líder en demérito de las instituciones y hay un reconocimiento más o menos explícito de que los argentinos necesitamos liderazgos monstruosos. Es este mismo temperamento el que explica que se tenga como virtudes políticas a la viveza y a la picardía, llegando incluso a volverlas sinónimo de inteligencia.
Lo más impactante de esta aproximación es que desnuda un problema reconocido y reeditado de nuestra cultura política, como es la falta de afecto y de confianza que despierta la democracia en algunos sectores de la sociedad. Esta falta de confianza implica, para los que la experimentan, un proceso de conservadurización de las ideas que termina impactando en el debate público, haciéndolo más débil y sombrío.
Es una pena, porque éste es el momento en el que se necesitaría asumir más riesgos creativos en materia política para poder sumar miradas y voces que allanen el camino de salida al populismo. Claro que, para poder colaborar en esa tarea, primero hay que desearla.
(*) Analista político
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