Causa Gustavo Rivas: la fortaleza de las víctimas en su camino de Justicia
Por Nahuel Maciel
EL ARGENTINO
Si una comunidad quiere vivir en paz, entonces la injusticia no se puede convertir en una costumbre.
En el Tribunal de Juicios y Apelaciones de Gualeguaychú e Islas del Ibicuy se viene desarrollando desde el 1° de abril el juicio oral (no público) en el que está imputado el abogado Gustavo Rivas por graves delitos según la carátula de la causa N° J/454 “Rivas Gustavo/ promoción a la corrupción de un menor, promoción a la prostitución de un menor de 18 años de edad reiterada”, de acuerdo a los Artículos 125° y 125° bis del Código Penal.
Gracias a la investigación periodística realizada por la Revista Análisis con la autoría de su director, Daniel Enz, se hizo público lo que todo el mundo callaba en un vergonzoso secreto a voces. Y al hacerse públicas esas historias, se inició un camino de dignificación a las víctimas. Pero, curiosamente, para que la Justicia pueda hacer su tarea de reparación histórica, necesita que esta clase de juicios se realice sin acceso público.
Se trata de un diálogo peculiar entre “el bozal o mordaza de la Justicia” y el acceso a la información. Y ese diálogo se consumará el 22 de mayo cuando se haga público el veredicto y con mayor precisión cuando se conozca los fundamentos de la sentencia completa el 5 de junio.
Este peculiar diálogo entre la necesidad del acceso a la información y las razones para que el juicio sea oral pero no público, no es una contradicción, más allá de su proceso agobiante. Sobre todo, cuando se tiene que dar relevancia a aquellas voces que en su momento fueron ignoradas e incluso perseguidas para que no lleguen a expresarse y así continuar con la impunidad.
Los expertos en casos de delitos vinculados con la intimidad, señalan que la ausencia de información prolonga siempre el conflicto. Por eso siempre es vital que las víctimas aporten información y que esa información se convierta en instrumento de paz y de justicia.
Por eso no sería justo pensar que una sociedad que ha vivido esta depredación con sus niños y adolescentes durante por lo menos cuarenta años, pueda llegar a la conclusión que solo fueron doce o diez las víctimas reconocidas por el Estado.
El mundo de las víctimas
No se dice nada nuevo si se sostiene que el mundo de toda víctima es complejo. Nunca las víctimas son una masa uniforme, aun cuando pertenezcan a una misma comunidad de intereses: una familia, una parroquia, una escuela, un club, un grupo de amigos…
Hay quienes no quieren llamarse víctimas porque piensan que eso es un apelativo que los puede estigmatizar.
Otros prefieren reconocerse como sobrevivientes (como los integrantes de la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesiástico de Argentina, víctimas de sacerdotes), porque se reconocen en resistencia al mal que han experimentado en cuerpo y alma.
Para otros, el ser víctima es una oportunidad no solo para reclamar como sujetos de derechos sino también para iniciar un camino de sanación o superar las experiencias atroces que les laceraron el cuerpo y el alma.
Cualquiera sea esa denominación o reconocimiento, lo seguro es que se trata de un proceso que se vive de diferentes maneras: hay quienes eligieron hablar, especialmente cuando tuvieron la certeza de que ingresaban a un camino de sanación; otros se siguen refugiando en el silencio; están los que participan de manera colectiva como la Red de Sobrevivientes ya citada o en entidades que se articularon con familiares y amigos como es el caso, por ejemplo, de la ONG “Con los Gurises NO” de Urdinarrain.
La historia enseña cómo las víctimas que antes estaban acorraladas en su propio infierno, luego son capaces de brindar ayuda a otros que han pasado por los mismos sufrimientos. Así, las víctimas pasan de un lugar marginal a uno central, justamente para que la historia no se repita.
Por eso se sostiene que la tarea de la Justicia es reparar el daño que se les ha causado. Se trata de un daño que fue causado por acciones criminales que han vulnerado los derechos de esas personas e incluso de una comunidad. Además, en este particular caso se está frente a un daño que ha generado un sufrimiento de tal dimensión que ha afectado la vida íntima de las víctimas, pero también su vida familiar, social, e incluso productiva y cultural. Algunas víctimas hasta han decidido distanciarse de la comunidad por vergüenza e incluso por continuar mortificados al observar que predomina la hipocresía. No se puede ser indiferente a esas realidades.
El perpetrador
Jueces y fiscales, abogados que ejercen roles de querellantes o defensores a lo largo de su labor profesional, peritos de distintas disciplinas vinculadas con lo forense, saben algo cierto: un perpetrador casi nunca confesará sus delitos. Nunca aportará sinceridad a la verdad.
Por eso hay que estar preparados porque aportará información falsa, tergiversada, descontextualizada, inexacta e incompleta; siempre para favorecer a sus propios intereses, justamente para continuar impune y seguir con sus atroces acciones.
Y en este caso se sabe que se han cometido delitos a lo largo de casi cuatro décadas, más allá de las prescripciones que marca la ley. Y se cometieron actos aberrantes siempre desde una posición de poder; con el agravante de una notoria ausencia del Estado e incluso de instituciones protectoras. Todavía no se entiende cómo para algunos sigue siendo difusa la línea que separa a las víctimas de los victimarios.
En esta causa, además de las víctimas se han aportado más de 200 fotografías, diapositivas, filmaciones y chats que fueron secuestrados en el allanamiento de la casa de Gustavo Rivas. No son documentos simples y corrientes… incluso si se las sabe interrogar a esas imágenes, se estaría frente a un elocuente testimonio de cómo fueron los hechos.
Contextos
Hay que dimensionar que las víctimas eran casi niños, adolescentes entre 14-15 años en su gran mayoría. Ellos vivieron agresiones sexuales que luego repercutieron más allá del hecho violento. Fueron agresiones que atentaron contra la libertad y la dignidad de las personas. Algunos, incluso siguen padeciendo trastornos que afectan su integridad individual, pero también afectan a su entorno familiar y social. Hay que insistir en esta dimensión: las víctimas eran seres con una personalidad en formación.
¿Qué lleva a un adulto, con la formación integral de Gustavo Rivas, a semejantes actos sexuales extremos? La respuesta proviene del campo de la psicología. Un depredador sexual es insaciable, no tiene límites para vulnerar a sus víctimas.
El perpetrador transforma al sujeto en una cosa. Por eso no lo percibe como una persona que siente y que sufre. Por eso no hay nada que le indique al perpetrador que tiene que interrumpir esos actos compulsivos. Así se comprenderá mejor por qué Rivas siguió repitiendo esos mismos actos, incluso por varias generaciones.
A pesar de su condición de abogado y de su experiencia como educador, Rivas nunca puso freno a sus impulsos destructivos. Ni siquiera transmite vergüenza o angustia al haber causado tanto sufrimiento. Por eso tampoco pide ayuda.
Quien promociona la corrupción de menores no sólo se contenta con una gratificación genital, sino que tienen una particular atracción por dominar al otro; por obligarlo a hacer cosas que solo responde al interés del agresor. Por eso suele culpar a las víctimas de sus actos, como si el agresor hubiera sido provocado o seducido. No es casual que en una parte de la sociedad se piense (todavía) que a las víctimas “nadie las obligó a ir”. La idea es evitar el castigo.
Consecuencias
Gustavo Rivas tenía un ritual cada vez que se encontraba con los menores de edad y que luego los convertiría en víctimas del delito de promoción de la corrupción y de la prostitución.
Las escenas que armaba de claro contenido sexual extremo, las hacía fotografiar y en otras ocasiones ordenaba que se filmaran.
Atesoraba esas imágenes como un trofeo en su escalada serial, pero también las utilizaba contra los propios menores para advertirle –a manera de amenaza- que, si contaban algo de lo vivido, él tenía esas imágenes para divulgarlas. Era parte de su método para asegurarse de algún modo que todo quedara en silencio.
El silencio de las víctimas fue para Rivas parte de su impunidad durante casi cuarenta años.
Como una paradoja, esas imágenes, fotografías y filmaciones que antes le sirvieron para que todo quede oculto y en silencio; hoy son una de las principales pruebas materiales que lo llevarán a la condena.
Su histrionismo exacerbado, su capacidad de oratoria, su prodigiosa memoria y su capacidad de observación ha sido parte de la exhibición de una personalidad casi avasallante.
Hoy, al afrontar un juicio oral intenta ejercer esas cualidades, y públicamente se lo observa ya en retirada: su histrionismo exacerbado se transformó en una bufonada, en una mímica devaluada de una payasada.
Su capacidad de oratoria se acalla al momento de hablar de los menores-víctimas de esos actos sexuales extremos; y su prodigiosa memoria se transforma en especulativos olvidos.
Tal vez su capacidad de observación se mantiene inalterable, porque sabe que está cada vez más cerca de la condena de la Justicia. Lo disimula, pero lo sabe. Sentado en el banquillo de los acusados, Rivas sabe que la sentencia será condenatoria. Lo sabe, se le nota en el semblante… lo deja traslucir cuando evade las preguntas puntuales sobre los menores e insiste en refugiarse en anécdotas baladí.
Es evidente que ya no goza del aurea social del reconocimiento, por más que se esfuerce en intentar ser el centro de la escena. Ese protagonismo hoy lo tienen sus propias víctimas, la mayoría con identidad reservada, que están cambiando la historia… y lo más importante, la están contando tal como ocurrieron en sus cuerpos y almas.
Rivas fue un saqueador de espíritu, si se tiene en cuenta que ha determinado a sus víctimas a un estado sexual corrupto mediante actos prematuros y de actividad sexual exacerbada, tan perversos como como excesivos para cualquier menor de edad.
A la luz del día, Rivas era el historiador de los hechos locales y regionales; frecuentador de instituciones y en otras ocasiones –como si fuera dueño de un púlpito- el señalador de los valores que debe cultivar una sociedad.
Pero, cuando las horas nocturnas avanzaban, esa piel de cordero transmutó en un éxtasis y paroxismo, en una especie de vehemente arrebato, de un furor exaltado... de un frenesí… casualmente “Frenesí” era el nombre de su embarcación, que también lo transformó en una gran recámara nupcial donde se sentía un enviado de los dioses para iniciar sexualmente a los menores.
Las víctimas eran todas vulnerables por uno o diversos motivos. Débiles en su momento, hoy exhiben una fortaleza que dignifica al ser humano. No sólo reclaman Justicia para ellos, sino también ofrecen al mismo tiempo un gesto enorme: para que no haya más víctimas que le puedan secuestrar su espíritu.
El camino
Los pasillos de Tribunales son lúgubres, oscuros, fríos. No hay colores o en todo caso predomina el marrón de la madera y la iluminación es de un amarillo cadavérico, macilento… que resplandece de manera anémica por el polvillo incrustado en sus tulipas.
En esa escenografía tribunalicia los rostros son adustos, de gestos mínimos. Los pasos de los empleados y funcionarios retumban en el piso de pinotea de un largo pasillo, como si fuera un túnel que recorre el tiempo pasado.
En ese contexto, se perciben las historias del horror de esta causa que ventila cómo un adulto violentó sin miramientos el desarrollo sexual de adolescentes en plena formación.
Tribunales, de algún modo, se asemeja a una Catedral. A un espacio sagrado. A un lugar donde debe prevalecer el examen de consciencia: la trascendencia de responder por los actos mundanos, el saber que tiene consecuencia vulnerar, quebrantar, violentar cuestiones sagradas vinculadas con la vida.
Los espacios sagrados -y Tribunales lo es- tienen en común que se genera un ámbito que permite llegar a lo más profundo de las almas y las consciencias, donde unos toman contacto con sus peores pecados y otros buscan a la Justicia como un camino de sanación y reparación.
Al principio se dijo que, si una comunidad quiere vivir en paz, entonces la injusticia no se puede convertir en una costumbre. Las víctimas están señalando un horizonte que es necesario avanzar para que sea la dignidad la que se convierta en costumbre.
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